El mejor filme del año del virus

Reciente estreno de Netflix, Pienso en el final es un viaje sublime a la imaginación

Tiempo de lectura: -'

12 de septiembre de 2020 a las 05:01

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 3 45 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 3 45 / mes

¿Por qué en medio de la noche recordamos algo que nos pasó hace veintitantos años atrás sin saber cómo la memoria lo regresó al presente contra nuestra voluntad? ¿Por qué en un momento de estabilidad emocional sentimos un miedo súbito que nos hace creer que todo puede empeorar y acabarse pronto? Vivir es atenerse a la falta de certezas. La mente está llena de preguntas carentes de respuestas, aunque a veces pasa también que las respuestas llegan sin que exista una pregunta. La vida es un viaje a un lugar desconocido que puede terminar en cualquier momento y mientras vamos –¿adónde?– creemos saber lo que nos sucede, aunque no sea así. La existencia es una suma incesante de incertidumbres. El viaje es la pregunta, y la falta de respuestas el destino. Al fin y al cabo, solo se trata de mantenerse vivos como sea, lo cual no es fácil, una vez que el cuestionamiento ante la futilidad de todo se instala en nosotros como norma.

I’m Thinking of Ending Things (traducida, y mal, como Pienso en el final, y aun peor es la traducción de la novela: Pienso en abandonarlo) carece de preámbulo y de epílogo. Entre paréntesis sucede una historia que ya comenzó cuando llegamos y que termina sin preguntarnos si entendimos al menos la mitad de lo que pasó. Es la historia de Lucy (Jessie Buckley) y Jake (Jesse Plemons). Se conocieron hace pocas semanas. En un día con tormenta de nieve viajan a conocer a los padres de Jake que viven en el condado de Tulsa, Oklahoma, en una granja en medio de la nada. Durante el viaje, que dura los primeros 20 minutos de la película, Lucy habla y habla. Su monólogo interior es un congreso de voces que no siempre son las de ella. Los diálogos incluyen citas de otros cuya identidad el espectador debe adivinar. Hablan de todo. De poesía (Lucy recita un poema, “Bonedog”, sobre el hecho de sentirse sola, y dice ser la autora, pero luego descubrimos que pertenece a una poeta llamada Eva H. D, y que está en un libro propiedad de su novio), de cine (de Una mujer bajo influencia, de Gena Rowlands y de la reseña escrita por Pauline Kael), de musicales de Broadway, de filosofía, de ellos mismos. No es común encontrar una película en la que los protagonistas hablan de William Wordsworth, de Oscar Wilde, de Guy Debord, de los trenes de Mussolini, de John Casavettes, de David Foster Wallace. El teléfono de la muchacha suena, y vemos que la llamada es de Lucy. Ella misma se telefonea. No contesta. Cuando quiere hablar consigo misma no está. 

Es tanto lo que no pasa o pasa de la manera menos convencional, que al final terminamos creyendo que todo está por pasar. La sucesión de vueltas de tuerca hacen de cada escena una película aparte. La linealidad está construida a  partir de fragmentos, sin que haya concatenación cronológica. En la casa paterna el clima es ominoso. En una atmósfera claustrofóbica, el horror vestido de amenaza puede surgir en cualquier momento. La puerta del sótano tiene marcas. “¿Qué son esos arañazos en la puerta?”, pregunta Lucy. “El perro”, responde Jake. “Son del perro. La mayoría”. Al bajar, Lucy descubre que están lavando ropa. Entre las prendas hay un uniforme de limpiador, el mismo que viste el anciano al que hemos visto trapeando el piso del liceo. ¿Cómo esa ropa llegó ahí?, ¿de quién es?

Durante la visita, los padres cambian de edad. En pocos minutos envejecen 30 años, situación que exalta los peores horrores de nuestra condición: el paso del tiempo, la soledad, el aislamiento, la vejez, la decadencia física. Lucy reflexiona: “Sospecho que los seres humanos son los únicos animales que conocen la inevitabilidad de su propia muerte. Otros animales viven en el presente, los humanos no pueden. Por eso inventaron la esperanza”. No sabemos lo que está ocurriendo. Los personajes tampoco. Las técnicas de desorientación (o profundización, depende) destacan lo disfrutable que es contar una historia sin anécdota específica. La acción sucede en las palabras.

Basada en la novela homónima del debutante canadiense Iain Reid (los finales son diferentes), Pienso en el final es un road trip espeluznante. Las largas conversaciones entre Jake y Lucy, que evocan a las de Jack Nicholson y Karen Black en Mi vida es mi vida, nos instalan en el territorio de la duda. ¿Estamos realmente ahí con ellos, presenciamos el replay de un diálogo anterior, o bien el de uno que solo tuvo lugar en la mente de la muchacha? La cadena de interrupciones resulta enfatizada por la voz en off de Lucy dando rienda suelta a sus pensamientos privados. Dada la forma como visten y el modelo de auto en el que viajan, creemos por un momento que es una película de época y que la acción sucede a comienzos de la década de 1980. Hasta que suena el flamante celular de Lucy. En ese presente que puede ser previo, la pareja habla de todo con la misma morosidad con que lo hace quien está en el diván del psicoanalista. La voz interior de Lucy adquiere condición caleidoscópica. Como en Fargo, la nieve no para de caer. En la insistencia climática crece la sensación de temor, de que algo horrendo está a punto de pasar. Mientras tanto, en una escena paralela, un anciano no para de limpiar el piso. ¿Quién es este hombre viejo y sin alas, y cuál es su relación con quienes van en el auto? Su presencia puede ser clave para resolver el enigma. 

El relato parte de una paradoja fundamental. El auto viaja a una velocidad, y la mente de los ocupantes a otra. A diferencia del vehículo, la mente no solo marcha hacia delante; rebobina, se estanca, y regresa al punto de partida mientras aprovecha para adelantarse. ¿Qué va a pasar con nosotros?, se pregunta a sí misma una y otra vez Lucy/ Louisa/ Yvonne/la muchacha joven, imaginando un futuro que luce tan enigmático como el presente. Y como el pasado. Con un comienzo antológico, Pienso en el final presenta un ritmo exasperante para quien espere acción física  a las primeras de cambio. La imaginación y la memoria tienen tiempos diferentes que no coinciden con el de la realidad. Charlie Kaufman, guionista de ¿Quieres ser John Malkovich? y El ladrón de orquídeas, y director de Synecdoche, New York, una de las pocas mentes originales de Hollywood, quien en 12 años ha filmado solo tres películas –las tres geniales–, vuelve a demostrar su maestría lírica al plantear un viaje a ninguna parte en el cual el principal interrogado son el tiempo y sus grandes aliados: el deseo y la memoria. 

Hay que agradecer a Netflix que haya apostado por esta película sublime. Los dos filmes anteriores de Kaufman fueron un fracaso de taquilla, seguramente porque hoy en día la gente le teme a la inteligencia y a la originalidad formal. Aquí Kaufman ha vuelto a transgredir los géneros. Juega a la ruleta rusa con la realidad. De ahí que Pienso en el final no sea una película para pasar el rato. Quita el sueño. Lucy y Jake son gente que se quedó a vivir en sus pensamientos sin usar el freno de mano. En los 134 minutos que dura la odisea blanca a través de sus vidas, ambos son muchas cosas a la vez. Lucy es estudiante de física, poeta, camarera, gerontóloga… Jake parece ser un poco sofisticado campesino, hasta que cita el poema “Ode: Intimations of Immortality from Recollections of Early Childhood”, de William Wordsworth, y nos damos cuenta de que es un intelectual con afinidades artísticas, una mente brillante. Al final, por cierto, hay una recreación paródica, palabra por palabra, del discurso de aceptación del premio Nobel que da Russell Crowe en Una mente brillante. Así pues, lo que parece un viaje trivial y placentero a la casa paterna, se convierte en una excursión sin retorno hacia un sitio en el tiempo donde pasado y presente suceden en el futuro, y dos personas sin parecido alguno comen helados en medio de una feroz tormenta de nieve.

La juventud está sobrevaluada. A diario lo compruebo. He decidido que recién voy a jubilarme cuando constate que las nuevas generaciones tienen ideas más innovadoras que las mías. Por ahora no lo he visto. Un Mark Zuckerberg aparece cada muerte de obispo. De ahí que sigo, como si nada. En este aspecto, siento a Charles Kaufman como aliado. A los 61 años de edad, ha hecho una película irreprochable que les dice a los novatos: vean y aprendan cómo se hace cine original, nuevo. Ejercicio de perplejidad, homenaje a la belleza en escala mayor, gozo visual con envoltura metafísica, Pienso en el final presenta un variado repertorio de reflexiones sobre la condición humana. Una de ellas resulta imprescindible, ideal para el miserable presente que nos toca: cuando la realidad apesta y la soledad quiere matarnos, siempre es posible encontrar salvación en nuestros propios pensamientos.

CONTENIDO EXCLUSIVO Member

Esta nota es exclusiva para suscriptores.

Accedé ahora y sin límites a toda la información.

¿Ya sos suscriptor?
iniciá sesión aquí

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Accedé ahora y sin límites a toda la información.

Registrate gratis y seguí navegando.