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En la semana de su estreno en Netflix, un paseo por las películas y la cabeza de Charlie Kaufman

El autor de El ladrón de orquídeas y Eterno resplandor de una mente sin recuerdos estrena una nueva película en la plataforma y es el momento ideal para bucear entre sus alocadas historias
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08 de septiembre de 2020 a las 05:10

Charlie Kaufman es un tipo corriente. Trabaja como escritor, vive en Nueva York, va al baño como todos, a veces se deja la barba y a veces se afeita, se toma un café con leche de mañana –suponiendo que le guste el café–, lee libros, le preocupa morirse solo y aunque trabaja en el mundo del cine, tampoco es que se considere un cinéfilo reputado. En resumen, Charlie Kaufman es un tipo corriente, pero también es un genio. A los 61 años, escribe películas que atropellan, que hablan de la soledad, del proceso creativo, del mundo de las ideas, de la paradoja de existir, de seres humanos ruines y hermosos, te rompe la cabeza con su metatextualidad, con los hilos que teje y en los que nos hace caer. 

Kaufman es, entonces, un tipo corriente y de seguro comparte muchas cosas con usted. Kaufman es, también, un genio, y de seguro usted no querría ni asomarse al abismo de su cabeza. Porque eso debe de ser una ensalada que solo él entiende. Como buen genio y tipo corriente que es.

Pero sus películas, las manifestaciones más cercanas de lo que cruza su cerebro, están ahí. Son, a su manera, inolvidables. Perturbadoras, pero para bien. Únicas dentro de un cine que parece perseguir como un perro al auto la uniformidad y las fórmulas. Y describirlas y abordarlas es complejo, y película a película su corpus gana nuevas dimensiones de análisis, pero los anglosajones encontraron una palabra para encapsularlas que, aunque a él no le guste, termina siendo el término más adecuado: mindfuck movies. Manteniendo las formas y el decoro requerido por el medio en el que estas líneas se publican, sería algo así como “películas que juegan contigo y te retuercen la mente”.

Tipo corriente o genio comprendido, Kaufman es una rara avis dentro del circuito del cine estadounidense. Así, por ejemplo, lo definió Catherine Keener, –su amiga e intérprete de tres de sus películas– para  The New York Times: “Charlie, digamos, está fuera de este mundo y es bastante normal al mismo tiempo. Siento que, si él quiere, puede tener una conversación con cualquiera. Y a la vez no”.

La cita de Keener pinta y le da espesor a la fama que el cineasta se ha ganado con el tiempo: la del huraño que se recluye y escapa del contacto humano, que aborrece que lo entrevisten y cuyas propuestas, a ojos de los estudios, son demasiado delirantes para el espectador promedio. Sin embargo, él mismo se ha encargado de desmentirlo.

“Existen todos estos mitos sobre mi figura porque fui, y soy, un poco tímido ante la cámara. También están todos estos artículos que dicen que no me gustan las entrevistas. Una vez me enojé mucho con un tipo porque me preguntó por qué no hablaba con los medios ni daba entrevistas. Y, literalmente, eso es lo que estaba haciendo cuando me lo preguntó”, le dijo a Variety hace algunos años en, justamente, otra entrevista.

Este viernes 4, Charlie Kaufman, el autor que nos regaló El ladrón de orquídeas, Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y Anomalisa, está de estreno. Su última producción como director/guionista –la tercera que lo pone en este doble rol– se titula Pienso en el final, se encuentra en Netflix y dicen los medios internacionales que es una pincelada maestra y retorcida sobre las relaciones de pareja y el conocimiento cabal del otro. Dicen los que pudieron verla –porque esta nota se escribió antes de su estreno– que además el bueno de Charlie está más perturbador y denso que nunca.

Así que a modo de repaso, o de iniciación para quienes no hayan tenido todavía ninguna experiencia frente a su obra, emprendamos juntos un viaje por su carrera y, cual turistas paseando por los recovecos de su mente, tratemos de comprender los mecanismos que hacen funcionar a uno de los mindfuckers más originales que nos regala hoy el cine anglosajón.

Zona 1: explosión

Durante años, su creatividad permaneció semioculta. Nacido en Nueva York, criado en Connecticut, despuntó su gusto por el absurdo y el surrealismo en revistas humorísticas, pero, buscando un lugar en el mundo del cine, se enterró de cabeza en el superficial mundo de las sitcoms, que en la década de 1990 era el paraíso económico del espectáculo. Entre episodios y diálogos que le entumecían la creatividad y le tajeaban las ganas de buscar su propia voz artística, Kaufman escribió el guion de una película. El protagonista se metía, gracias a la aparición de un túnel secreto en su lugar de trabajo, en la mente del famoso actor John Malkovich. Y tenía acceso a la vida de la estrella, podía controlarlo desde adentro.

Esos papeles fueron a parar a las manos de Spike Jonze, un director que en ese momento era reconocido por haber filmado un montón de videoclips y por ser la pareja de Sofía Coppola. Jonze, claro, quedó como loco con aquel guion y llamó a Kaufman. Así nació ¿Quieres ser John Malkovich?, que se estrenó en 1999 y que tenía en su elenco a John Cusack, Cameron Díaz, Catherine Keener y, obvio, a Malkovich parodiándose a sí mismo. La película, genial, permanece intacta como el primer aproximamiento de Kaufman a algunos temas que le apasionan: el artista incomprendido, los deseos suprimidos, la obsesión con ver el mundo desde otros ojos, el intercambio de vidas. Además de la posibilidad de mostrar su talento ante millones de espectadores, John Malkovich le dio a Kaufman su primera nominación al Oscar. Y le abrió las puertas del mercado y casi que lo sepultó con propuestas.

En ese período de fertilidad, por ejemplo, conoció a quien sería uno de sus grandes socios de la primera etapa de su carrera: el francés Michel Gondry. Con él rodó su siguiente historia, Human Nature, la única que hasta el momento puede catalogarse como un fracaso artístico.

Pero después del traspié, llegó otro golazo en conjunto con Jonze: El ladrón de orquídeas, una indescriptible película en la que Kaufman pretende, en un principio, adaptar el libro de no ficción hómonimo de la periodista Susan Orlean y con la que se llevó su segunda nominación al Oscar. El resultado fue, sin embargo, tan opuesto a la intención primaria como maravilloso. El ladrón de orquídeas, que tiene a Nicholas Cage, Meryl Streep y Chris Cooper en los roles principales,  es un ensayo sobre el proceso creativo y la adaptación de las obras –en inglés, su título es Adaptation–, el temido bloqueo del escritor y la tensión que hay en la industria cinematográfica entre el arte y la venta. Kaufman se dio el lujo, además, de ponerse como personaje principal, de crearse un hermano gemelo inexistente y de hacerlos transitar por extrañísimas y neuróticas peripecias. Una locura espectacular.

Zona 2: kaufmaniano

Con todas las manos del cine palmeando su espalda, el escritor intentó de nuevo junto a Gondry. Nunca le importaron demasiado las opiniones de los demás ni los resultados de taquilla, así que no perdía nada. Y en la balanza final, la fusión le dio a su CV la que posiblemente sea la película más exitosa y accesible de su puño y letra: Eterno resplandor de una mente sin recuerdos.

Para esta película, Kaufman se preguntó qué pasaría si pudiéramos borrar el recuerdo de una ruptura amorosa dolorosa. Y luego se preguntó qué pasaría si en el momento mismo en que te borraran esas imágenes, te arrepintieras. Estrenada en 2004, con tintes de ciencia ficción y de una melancolía azul que se te pega a la cara, el tándem Gondry-Kaufman regaló uno de los abordajes recientes más bellos y precisos sobre la muerte y resurrección de un amor. En ese sentido, siempre nos quedarán el tristón Joel y la colorinche Clementine, acostados en la cama de la playa, abrigados bajo las mantas de su excéntrica pero tierna relación.

Eterno resplandor terminó de catapultarlo. Le hizo ganar, finalmente, el Oscar al mejor guion y, casi que como un truco metatextual, le borró de la mente la mala experiencia que tuvo con George Clooney en la película Confesiones de una mente peligrosa (2002), en la que hoy prefiere no pensar. Logró, también, que el término kaufmaniano se inscribiera en el imaginario y le dio hombros para sumar otro rol: el de director.

Zona 3: control

Para el prestigioso crítico Roger Ebert, fue la mejor película de la década. Para el público, y sobre todo para buena parte de los que pusieron su plata y su fe en ella, Synecdoche, New York (2008), el primer esfuerzo como guionista/director de Kaufman, fue un despropósito sin sentido. La historia sigue a un director teatral interpretado por el enorme Philip Seymour Hoffman, otro de los tantos alter egos del autor, al que aquejan varios traumas: el temor a una muerte cercana, problemas para relacionarse y, sobre todo, la necesidad imperiosa de crear, pero no crear cualquier cosa, sino la mayor obra teatral jamás pensada, una puesta en escena infinita que diga algo verdadero sobre quién es él, cómo se siente él en el arte, que le hable a la posteridad.

Por momentos hipnótica, por otros inexplicable, Synecdoche, New York es la obra más intrincada, surrealista e inaccesible de Kaufman. Es un viaje extrañísimo, una operación abierta en el cerebro de un artista con anhelos inabarcables. Es Kaufman en el sentido más Kaufman de la palabra.

Pero le fue mal. Y, como le fue mal, le soltaron la mano. Así, pasó varios años entre paréntesis hasta la animada Anomalisa (2015), que se inspira en una obra teatral propia y que logró estrenar gracias a una campaña de Kickstarter. En el medio, hizo de todo para pagar las cuentas, incluso una revisión de guion en Kung Fu Panda 2. Pero quienes dudaron de su pulso debieron agachar la cabeza con Anomalisa. Realizada con la técnica del stop motion, la película es una honda oda a la soledad, a  la alienación de un mundo en el que todos son iguales y las voces distintas, excéntricas, son silenciadas por el tiempo y la costumbre. Anomalisa permanece como el último retazo de la genialidad de Kaufman, al menos hasta Pienso en el final.

En medio de rumores sobre musicales con 40 canciones, la publicación de su primera novela –Antkind, escrita por encargo para Random House, y ya incluida dentro de la tradición de Thomas Pynchon y David Foster Wallace– y estudios que hacen de cuenta que no existe, Netflix le abrió las puertas y le permitió experimentar y crear otro de sus mundos estrafalarios en Pienso en el final. Así que la plataforma puede ser bastante tirana, monopólica y puede estar, a juicio de varios, corrompiendo la esencia del cine, pero la verdad es que solo por traernos a Charlie Kaufman de vuelta al ruedo –así como hizo con Martin Scorsese, Noah Baumbach y hasta Orson Welles– merece nuestro respeto y sincero agradecimiento. 

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