Mañé vistiendo un singular uniforme para dar clase

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El pediatra que despertaba curiosidad, admiración y temor, y dejó un séquito de discípulos

El legendario profesor e historiador uruguayo falleció el 24 de enero y fue recordado por quienes lo trataron
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07 de febrero de 2019 a las 05:04

No entraba un alma más en el anfiteatro del antiguo Hospital Pedro Visca. En la década de 1970, los estudiantes de clínica pediátrica hacían fila para ocupar los asientos al frente del salón. El barullo generalizado solo cesaba cuando aparecía él, el doctor Fernando Mañé Garzón.

Quienes tuvieron el privilegio de ser sus alumnos dicen que despertaba por igual curiosidad, admiración y temor. Cuando daba clase, Mañé vestía siempre un gorro blanco, haciendo juego con su túnica. El profesor no necesitaba elevar la voz —a veces poco clara y no muy potente— para hacerse respetar. 

Dicen, también, que bastaba acercarse a él para descubrir su personalidad afable y su generosidad. Que siempre atendía las necesidades de sus alumnos, que se relacionaba amigablemente con ellos, que estaba siempre dispuesto a aconsejarlos y que, a veces, reía a carcajadas con sus ocurrencias. 

El doctor en la presentación de un libro en 1992

Cuando daba clase explicaba las enfermedades raras de sus pacientes con una claridad asombrosa, gran elegancia y de manera didáctica. El doctor Antonio Turnes —quien en 2006 se convirtió en el coautor del tercer tomo de Médicos uruguayos— lo recuerda como “un gran maestro, un semiólogo clínico” y asegura que “disfrutar de una de sus clases era una maravilla”.

El doctor Mañé cursó sus estudios en la Universidad de la República y se recibió en 1954. En paralelo se formó en Ciencias Biológicas y fue aprendiz de los iniciadores de la investigación biológica en Uruguay, Ergasto H. Cordero, Clemente Estable y Francisco A. Sáez. 

La búsqueda constante de conocimiento lo llevó, más adelante, a viajar a París para perfeccionarse. En la capital francesa no perdió el tiempo: hizo tres posgrados. Uno en Clínica Pediátrica, con el doctor Robert Debré; otro en Genética Clínica, con el médico Maurice Lamy; y otro en Biología General Zoológica, con el profesor Davidoff. 

Mañé en su despacho

Cuando retornó se comprometió a compartir las enseñanzas de sus docentes con los médicos y biólogos uruguayos en ciernes. En la Universidad de la República, primero fue profesor titular de Zoología de Invertebrados (1966-1985) y profesor agregado del Servicio de Neonatología del Hospital de Clínicas (1971-1984). 

La influencia sobre esas primeras generaciones fue tan grande que, cincuenta años después, ellos se autodenominan sus “discípulos”. El doctor Ricardo Pou Ferrari, a quien algunos señalan como su “aprendiz en línea directa” y con quien Mañé escribió cuatro libros, recuerda que solía decirle en broma que le gustaría “dejar sentada” su filiación intelectual.

En 1978, con 18 años, Juan Ignacio Gil no había podido ingresar a la Facultad de Medicina. Su padre, un cirujano experiente y aprendiz de Mañé, le recomendó que no perdiera el tiempo y se trasladara a Montevideo desde Carmelo, para instruirse. El despacho del profesor titular en la vieja Facultad de Humanidades le pareció enorme a Gil la primera vez que lo pisó. Aquella tarde veraniega Mañé le dio la mano con suavidad y con una sonrisa en los labios le dijo: “Acá vas a aprender un poco de ciencia y va a ser un gusto”. ¡Y vaya si se sintió a gusto! En un año y medio, su mentor le enseñó a identificar animales invertebrados microscópicos y la técnica para colorearlos y dibujarlos. 

El doctor y Ricardo Pou Ferrari, uno de sus discípulos

La amistad se consolidó en los años siguientes y tuvo como centro la pasión por los libros. Profesor y alumno se reunían en bares céntricos, donde compartían los hallazgos que encontraban perdidos en cajas de la feria de Tristán Narvaja. Mañé, que ya había fundado la Sociedad Uruguaya de la Historia de la Medicina —institución que presidió hasta el último de sus días—, se explayaba sobre su sueño de armar una gran biblioteca sobre la historia de la ciencia y la medicina en Uruguay. 

Antonio Turnes recuerda que tenía tantos, pero tantos libros, que un día tuvo que destinar la cochera de su casa en el barrio Jacinto Vera para almacenarlos. A veces llegaba de las subastas con bolsas cargadas de libros destartalados, a los que les hacía “cirugías plásticas”, bromeaba él, con aguja e hilo en mano. Los autos nunca volvieron a dormir bajo techo. 

La dislexia de Mañé nunca fue un impedimento para cultivar el gusto por la escritura. Al contrario. Cuenta Pou Ferrari que para escribir jamás utilizó otra cosa que su pluma, con una letra cada vez más indescifrable, que solo entendían su hija Teodelina y algunos allegados. 

La caligrafía del doctor, que a muchos les costaba entender (1992)

La caligrafía del doctor, que a muchos les costaba entender (2017)

Detallista obsesivo, siempre llevaba consigo un diario en el que anotaba todo aquello que le llamara la atención. Había en ellos, además, recortes de diarios, dibujos, fotos y caricaturas hechas a mano. Al día de su muerte, sus seis hijos —cinco mujeres y un varón— contaron 28 tomos de anotaciones. 

Plasmó por escrito, también, 24 profusas investigaciones historiográficas de la medicina uruguaya. Según el doctor José Luis Díaz Rosselló —quien conoció a Mañé en 1980, cuando dirigía la sala de recién nacidos del Hospital Canzani— dos de ellos deberían ser de lectura obligatoria para las nuevas generaciones de médicos: Memorabilia, una introducción a la pediatría (1997) y Clínica Viva (2006). En uno de ellos, explica Díaz Rosselló, describe la costumbre moderna y frívola de recibir a un paciente, pedirle exámenes y derivarlo a un subespecialista. Mañé, con su pluma afilada, lo definió como “el síndrome ‘le pedí y lo pasé’”. 

A los ojos de Pou Ferrari, este era un reflejo de su “pasión por el fenómeno humano”. Nunca dejaba de contestar por teléfono a una consulta, aun en la época en que era costumbre que el médico fuera a los domicilios. 

“No debe tirarles el tratado por la cabeza a personas que no son capaces o no están en condiciones de comprenderlo”, reprochaba Mañé a sus discípulos, y les transmitía la obligación de hacer que la familia del paciente se esperanzara.  

“Fue un gran personaje, el último humanista de Uruguay”, piensa Pou Ferrari. Quienes conocían al doctor coinciden en que nada de lo humano le resultaba ajeno. Tal vez por eso fue que se movió en un ambiente amplísimo con la misma solvencia que en medicina. Amaba la música: no era raro oírlo cantar una ópera italiana y dejaba prendida la radio mientras leía. 

Fue amigo de Augusto, el segundo hijo del pintor Joaquín Torres García, con quien compartió la época en que ambos estaban en París. Además poseía obras de otros torresgarcianos, como Francisco Matto Vilaró y Ernesto Leborgne, con quienes también se vinculó. 

Frecuentaba los círculos filosóficos. Admiraba el pensamiento de Carlos Vaz Ferreira y fue amigo de su hijo Raúl, por lo que recordaba muchas anécdotas de la vida familiar en su quinta. El propio Mañé cultivó su línea de pensamiento filosófico desde la Asociación Filosófica del Uruguay.

El doctor disfrutando de su mayor placer: la lectura

Tenía amigos de todas las edades y perfiles. El dos veces presidente Julio María Sanguinetti asegura que tenían una “cálida” amistad que se afianzó en encuentros en la casa del contador Ricardo Pascale, donde tenían coloquios sobre lo divino y lo humano.  “Era un hombre de extrema cordialidad, perspicacia, con un gran sentido del humor. Fue un personaje notable, muy representativo de la cultura universalista de los años de su formación: gente que, aun siendo especialista, miraba al mundo en sus múltiples dimensiones”, rememoró Sanguinetti.

Tenía la costumbre de ir al Jardín Botánico por la mañana, donde se sentaba a leer o a escribir, escapando del ruido de la aspiradora, que —dicen sus amigos— lo sacaba de las casillas. 

Cuando su esposa, Elena Lezica de Alvear, falleció, comenzó a irse solo a Punta del Diablo, y en el camino se detenía religiosamente a comer y a dormir una siesta en el parador Las Flores. 

Le inquietaban muchas cosas: la mediocridad, la falta de seriedad en los estudios, la gente que habla mucho y no es capaz de sintetizar, las peleas. La muerte, sin embargo, nunca fue algo a lo que le temiera. 

Cuando el 24 de enero el legendario pediatra, profesor e historiador uruguayo fue enterrado en el Cementerio Central —el mismo día que debería haber cumplido 94 años—, sus hijos y discípulos lo despidieron cantándole Feliz Cumpleaños, honrando lo que profesó en su prolífica vida. 
 

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