Epígrafe: la culpa la tiene el virus

La edición de febrero de la newsletter de libros de El Observador es un recorrido por fracasos, tardes de cine, contagios y dos títulos de no ficción francesa

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24 de febrero de 2022 a las 14:44

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Quiero empezar esta edición de febrero admitiendo mi fracaso. Para quienes vivimos de teclear palabras todos los días, hay veces que es más fácil, y hay veces que no. No sé bien cómo trabaja el mecanismo, pero casi siempre funciona solo, sin pensarlo demasiado: las ideas se procesan en alguna zona grisácea y difusa de la cabeza, se sacuden en la coctelera de la creatividad y uno, como mero vehículo, lo único que tiene que hacer es sentarse frente a la pantalla, estirar las falanges y dejar que corran por el teclado. Los dedos suelen encontrar el camino. Yo suelo confiar en que lo van a hacer.

Esta vez no pasó. Un bloqueo imposible me impidió planificar un Epígrafe más o menos competente, los temas se me escaparon de las manos y nunca alcancé a capturarlos. Le echo la culpa al covid. No sé a cuántos puede importarle el trasfondo de lo que se lee acá, pero este jueves, día de la publicación de la newsletter, tengo el alta después de una semana de convivencia con el bicho. Hasta ahora no me había contagiado y para mí fue una novedad. Sé que para el resto mundo ya no lo es. Mejor así. De todas formas, no me pasó nada. A excepción de un par de días de fiebre y de la tos porfiada, es como si no lo hubiese tenido. Pero eso es lo que siento en el plano físico: en el rubro de la concentración, en cambio, me destruyó. Omicrón me borró de un plumazo la capacidad de abstracción de la que siempre me jacto. Me dejó con la mente vacía e incapaz de volver a llenarla, no al menos a tiempo para cumplir con este mail.

Así que, de nuevo, le echo la culpa al covid. Este Epígrafe será un recuento de fracasos y, sin embargo, en el medio supongo que habrá algo para encontrar. Confío en que podrán sacar algo en limpio de todo esto.

Así que, para empezar, en la lista lo primero son los fracasos temáticos. Como saben, suelo apuntalar mis recomendaciones en base a temas que propongo mes a mes. Nada original, nada nuevo, pero creo que es algo que le da cierta música a estos envíos. Es algo de lo que agarrarme. En fin. Primero pensé que podría aprovechar mi convalecencia para hablar de libros sobre la enfermedad. Enseguida descarté la idea: ¿quién querría, después de dos años en los que la enfermedad tuvo más espacio vital en nuestro orden del día que cualquier otra cosa, volver a eso? Nadie. Ni yo. A otra cosa.

Mi pareja, entonces, me propuso que escribiera sobre libros que hablen de la casa. Del encierro. Supongo que ella, que se contagió algunos días después y que está empezando a padecer el síndrome de las paredes que se achican (¿o está empezando a padecerme a mí?), ve el hogar ahora como una especie de refugio/amenaza. La necesita, la protege, pero quiere escapar y volver a sentir el aire en la cara. Es una tensión interesante, la entiendo, incluso cuando, la verdad, el encierro no me molesta tanto. En 2020, cuando nos encuarentenamos todos en todas partes, fue peor. Ahora le agarramos el gusto a la vida normal y por eso cuesta más, supongo.

Pensé (pensamos) en algunos libros que hablen de la casa. Fueron pocos. Ella mencionó Los Ingrávidos, de la mexicana Valeria Luiselli. A los dos nos gustó muchísimo. Luiselli cuenta la historia de una escritora mexicana que vive en Nueva York con su familia, su narración se cruza con el relato de las andanzas de Gilberto Owen, un poeta de otro tiempo, un poeta fantasmal, pero acá lo que importa son los espacios cerrados y en la novela hay muchos, son importantes, funcionan como puntos de inflexión con el cruce de estas dos vidas, y la verdad es que podría funcionar en el marco del tema, sí, serviría. Después pensé en qué más podría agregar. La cabeza se me fue al terror. Pensé en Mariana Enriquez, como siempre, en el cuento La casa de Adela y en Nuestra parte de noche. En lo importante que son las casas en su literatura. Pensé en Stephen King, también, en El misterio de Salem’s Lot, en El resplandor, hasta en la casa horrible en la que vive Carrie. Pero me di cuenta de que no quería ir hacia allí. De que soy demasiado obvio. Y cuando quise virar, salir del género al que me dirigía, me di de bruces contra el bloqueo. No pude avanzar. Y me rendí con las casas, también.

Así que acá estoy. Sin nada entre las manos.

Pienso que puede ser buena idea contar con qué cosas batallé la incapacidad de concentrarme que me quedó como resaca del virus. Me atraganté, por ejemplo, con episodios de una serie infantil que miré cuando era niño y a la que volví en las últimas semanas por culpa de mis hermanos. Se llama Avatar. La leyenda de Aang. Es fantástica. ¿Hace cuánto que no me compenetraba de esta manera con una serie? ¿Hace cuánto que no sentía que no estaba perdiendo el tiempo con alguna basura prefabricada de Netflix? Mucho.

También vi películas. Mi diario cinematográfico de los últimos días es el siguiente:

  • Entre tinieblas (1983). Pedro Almodóvar primigenio, loco, eufórico y resacoso, riéndose de la rigidez católica del franquismo de la mano de un grupo de monjas heroinómanas.
     
  • La masacre de Texas (2022). ¿Secuela? del clásico de Tobe Hooper de 1974, película que amo y que Fede Álvarez y Rodo Sayagués también aman y que, por eso, produjeron esta versión inmirable para la que no da ni ver el trailer. Un tropezón no es caída.
     
  • Madres paralelas (2021). Me gustó. No me parece ni cerca un pico almodovariano. Penélope Cruz sigue siendo muy buena. El final border panfletario, no tanto. 
     
  • Sorry we missed you (2019). Ken Loach demostrando que estamos encerrados en el capitalismo, que nos mueve a su antojo y que no podemos escapar de sus garras aunque queramos o nos haga sufrir. Muy buena. Para llorar tres días seguidos.
     
  • Taste of cherry (1997). Un poema sobre el suicidio que alcanza una belleza que solo puede retratar así Abbas Kiarostami. Un gran cierre para esta lista esquizofrénica.

Con la lectura pasó algo similar. Entrar en ese tubo cerrado, centrifugado y que solo te permite pasar página tras página sin que te importe absolutamente nada más, fue imposible. El celular se interponía con celo cada dos o tres páginas. Twitter parecía ser lo único que me sacaba del apachorramiento. Aun así, logré terminar un libro. Y empezar otro.

El que cerré, con gusto, con la sensación de que había leído una novela excelente, fue Nada se opone a la noche, de la francesa Delphine De Vigan. Qué libro duro, señor, señora. Duro, pero con una investigación exhaustiva, capaz de rascar en las miserias de una familia con una sinceridad y honestidad que me resultó expansiva y hasta me contagió. Me dieron ganas de empezar a destapar ollas en mi propia casa.

En Nada se opone a la noche, De Vigan comienza su relato el día en que se suicida su madre. Cuenta cómo la encuentra y, de allí, viaja al pasado: relata cómo se conocieron sus abuelos en la Francia ocupada, los vínculos colaboracionistas de él, la forma en la que criaron a sus hijos, especialmente a Lucile, la madre de la autora, que pronto se coloca como la principal protagonista. Lucile es un faro de luz teñido por la oscuridad más negra que los vestidos que se pone. Sus vida alternativa, nómade, a veces okupa y a veces hippy, contrasta con las entradas y salidas del psiquiátrico que De Vigan y su hermana Manon tienen que soportar. La lectura se me hizo cuesta arriba pero siento que en medio de la negrura, algo de luz me dio. No sé. Hay esperanza en esas páginas. Hay ganas de vivir, pese a todo. De Vigan es una narradora buenísima. Ya había leído de ella Las gratitudes, pero Nada se opone a la noche es fundamental. O fundacional. 

Transcribo un fragmento:

«Ya no recuerdo cuándo surgió la idea de escribir sobre mi madre, en torno a ella, o a partir de ella, sé cuánto rechacé esa idea, la mantuve a distancia, el mayor tiempo posible, esgrimiendo la lista de los innombrables autores que habían escrito sobre la suya, desde los más antiguos hasta los más recientes, para demostrarme de qué manera ese terreno había sido pisoteado y el tema degradado, alejé de mí las frases que me venían a primera hora de la mañana o a la vuelta de un recuerdo, tantos principios de novela en todas sus posibles formas de los que no quería oír ni la primera palabra, establecí la lista de obstáculos que no dejarían de plantarse ante mí y de los riesgos imposibles de determinar que correría metiéndome en un lío como ese.

(...) Después aprendí a pensar en Lucile sin perder el aliento: su forma de caminar, la parte superior del cuerpo inclinada hacia delante, su bolso en la bandolera y pegado a la cintura, su forma de sostener el cigarrillo, aplastado entre sus dedos, de introducirse con la cabeza gacha en el vagón del metro, el temblor de sus manos, la precisión de su vocabulario, su risa breve, que parecía sorprenderla incluso a ella misma, las variaciones de su voz por la influencia de una emoción cuando a veces su rostro no mostraba ninguna señal.

Pensé que no debía olvidar su humor frío, fantasmal, y su singular predisposición a la fantasía.

Ya no sé en qué momento capitulé, quizás el día que comprendí cómo la escritura, mi escritura, estaba ligada a ella, sus ficciones, a esos momentos de delirio en los que la vida se había vuelto tan pesada para ella que había necesitado escapar, en los que su dolor solo había podido expresarse mediante la fábula. (...)

Y después, como decenas de autores antes que yo, intenté escribir sobre mi madre.»

Terminé con De Vigan y me quedé en Francia, en la no ficción, en temáticas parecidas. No sé por qué. Suelo variar. De nuevo: le echo la culpa al virus. Me puse a leer De vidas ajenas, de Emmanuel Carrère. Por alguna razón, este libro tuvo una especie de nueva vida este año. Entré a él sabiendo únicamente que comenzaba con el relato del tsunami en el Océano Índico del 2004, que el autor vivió en carne propia por estar de vacaciones en Sri Lanka en ese momento —aunque no tuvo ningún problema ni él ni su familia, ya que se hospedaban en un hotel en las montañas que quedó lejos de la huella destructora de la ola.

El arranque es desolador. Y magnético. La manera en la que Carrère trabaja la prosa es admirable. Él sabe que continuamente está al borde de caer en el ridículo, porque hay veces que hasta lo busca: tironea del poder de su autoficción con fuerza, con gusto. Camina, sin embargo, por esa línea con una seguridad envidiable que hace que luego entregue cosas como este libro, o como el reciente Yoga, o el más antiguo El adversario, que acá se evoca bastante. Después del comienzo, se aparta del tsunami y va por otros rumbos, por el dolor, la enfermedad y la justicia, pero todavía los estoy explorando. Dejo por acá abajo algo del principio:

«Desde el comienzo del día, yo decía que no me gustaba el Hotel Eva Lanka, proponía que nos mudásemos a una de las pequeñas guesthouse de la playa, muchos menos confortables pero que me recordaban mis viajes de mochilero hace veinticinco, treinta años. No lo decía realmente en serio: en mi descripción de esos lugares maravillosos, hacía hincapié en la ausencia de electricidad, las mosquiteras agujereadas, las arañas venenosas que te caen encima de la cabeza; Hélène y los niños lanzaban grandes gritos, se burlaban de mis nostalgias de viejo hippy, se había convertido en un sketch ritual. La ola se había llevado las guesthouses de la playa, y con ellas la mayor parte de los inquilinos. Pienso: podríamos haber estado entre ellos. Jean-Baptiste y Rodrigue podrían haber bajado a la playa debajo del hotel. Podríamos haber salido al mar, como estaba previsto, con el club de submarinismo. Y Delphine y Jerome deben pensar, por su lado: podríamos habernos llevado a Juliette al mercado. Si lo hubiéramos hecho, ella habría venido también esta mañana a nuestra cama. El mundo estaría de luto a nuestro alrededor pero estrecharíamos a nuestra hijita entre los brazos y diríamos: gracias a Dios está aquí, es lo único que importa.»

Mi abotagamiento me dejó leer un par de cosas más, que comparto antes de la despedida.

Qué leen los que leen: El hombre detrás de Banda Oriental

Alcides Abella es uno de los editores con más oficio y trayectoria del Uruguay. Al frente de Banda Oriental y en el rubro desde hace más de cincuenta años, es un hombre que impulsó carreras, marcó historia con sus colecciones, generó una de las editoriales independientes más longevas y se convirtió en una referencia en la materia. 

Abella es el invitado de febrero en Qué leen los que leen. Sus respuestas dan cuenta de una curiosidad lectora que no cede, un ojo editor avezado y un impulso por el trabajo con libros que le sale de adentro.

¿Cuál fue el último libro que te dejó una huella?
No sé cuál fue ese "último libro" que me dejó una huella, pero en estos días miré El origen de las palabras de Damián González BertolinoDebimos ser felices de Rafaela LahoreLa fuga de Punta Carretas de Fernández Huidobro que estamos traduciendo al griego, y todos esos textos me dejaron múltiples reverberaciones, preguntas, sensaciones que me acompañaron estas últimas dos semanas.
 
¿Qué estás leyendo ahora?
Son algunos originales en proceso: una Colección de Historia Política coordinada por Magdalena Broquetas y Gerardo Caetano, cuentos del mexicano Daniel Sada, prólogos a una nueva colección de pintura uruguaya y alguna cosita más. Son textos de trabajo pero –llevo más de cincuenta años en el trabajo editorial– también son parte de una pasión que me acompaña desde los tiempos del Instituto de Profesores Artigas.
 
¿Qué libros esperan en tu mesa de luz?
Dos novelas recientes de la nueva literatura uruguaya (prefiero no mencionar autores y títulos) y, Un día en la vida de un editor de Jorge Herralde (está bueno conocer otras experiencias parecidas a lo que nosotros hacemos en un país tan chiquito).


La argentina María Negroni tiene un libro que se llama Pequeño mundo ilustrado, que tiene a su vez un epígrafe que dice así:

«The tiny is the last resort of the tremendous.»
Richard Howard

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