Epígrafe: ¿qué hacemos con el espacio que ocupan los libros?

La última edición de Epígrafe, la newsletter literaria de El Observador, trata de responder esa pregunta atemporal

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27 de mayo de 2023 a las 09:40

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Hace algunos días pasó por Uruguay la autora española Irene Vallejo. Si más o menos estás pendiente de lo que sucede a nivel cultural en el país, te habrás enterado: metió 700 personas en la Intendencia de Montevideo, quedó gente afuera, estuvo tres horas firmando libros, luego se fue a Punta del Este y llevó casi la misma cantidad de público a su presentación en el MACA. Los ecos de su visita ya empiezan a apagarse —no tanto la sorpresa de lo que ella genera; El infinito en un junco la convirtió en una estrella mundial y quedó bastante claro—, pero entre todo eso me quedó una frase que me dijo en esta entrevista:

“Una biblioteca es como una destilación de nuestra biografía. Estamos allí, en esa combinación de libros que es única, porque no hay ninguna biblioteca que sea igual. En ella hay también un pozo de nuestra identidad.”

Cuatro o cinco cenas atrás utilicé ese argumento a mi favor en una discusión que vuelve una y otra vez a la mesa, y que siempre le agrega un gustito extra a, por ejemplo, el plato de fideos de arroz con zapallito que estaba comiendo esa noche: la fina línea que transito entre vivir en una casa con bibliotecas, o en una biblioteca que funciona como casa. Me gusta la segunda opción. No es, sin embargo, la que goza de mayor popularidad en mi hogar.

Mi biblioteca, compartida, ya se quedó sin espacio hace rato, pero ahora se está empezando a quedar sin espacio en las dobles filas, en los pisos elevados, en las mesas insulares que crecen a su alrededor. Y se complica. Quiero decir: las purgas ya no me duelen tanto, en algún punto evolucioné y puedo desprenderme de esa novela que leí y que me olvidé a los dos días, pero hay contradicciones que se perpetúan y con las que no puedo combatir. Por ejemplo: la irrefrenable necesidad de conservar algunos ejemplares sin sentido, como esa fea edición de una antología de cuentos sobre perros. Ni siquiera la compré y no voy a leer esos cuentos jamás, pero ahí están: ocupando lugar. Por si acaso. Y hay más de donde vino eso.

No voy a decir que con el argumento de Vallejo gané el contrapunto doméstico, pero estuve cerca. ¿Y si ese libro sobre perros representa, en algún sentido, a un Emanuel que no quiero perder? ¿Y si en cada limpieza de la biblioteca se va un pedazo de lo que fui? ¿Incluso si son libros que no leí? Puedo vivir con eso, pero tampoco quiero que sea así. La dimensión física del libro me abruma y me entusiasma, es un problema del que ningún lector puede zafar y, sin ser fetichista del objeto ni nada, yo tampoco puedo ni quiero. ¿Soy acumulador? No creo: en caso de emergencia, podría quedarme con un puñado de mis libros favoritos. Los imprescindibles. ¿Puedo vivir sin estar rodeado del mi camino lector? En algún punto creo que no. Y esa es la contradicción: la de estar enamorado de una existencia donde las bibliotecas se me vienen encima, y un poco asustado de no poder controlar su crecimiento. Y otra cosa: no quiero morirme, pero si me mata una avalancha de libros en la vejez, podría hasta tener algo de sentido. Repito: en la vejez. No a los 29. Sería algo cercano a la justicia poética. O algo así.

En definitiva, este viernes fue el Día del libro en Uruguay y Epígrafe, esto que estás leyendo ahora, se aferra a la dimensión espacial de la literatura. Del lugar que ocupa, lo que ese espacio significa, qué dice de nuestra forma de leer, de nuestra cultura acumulativa, de la hermosa sensación de mirar las estanterías y saber que esos rincones están tapizados de horas de lectura inédita, promesas que están para cumplirse, mundos que quizás se abran, o no. 

P.D. Este Epígrafe está dedicado especialmente a una lectora fiel de este espacio: el abrazo lector va para vos, Silvia.

¿Qué hacemos con el espacio que ocupan los libros?

Me gustaría empezar con Peter Orner. Vuelvo una y otra vez a su ensayo ¿Hay alguien ahí?, editado por Chai. El libro comienza así:

«Estoy solo en el garaje con un montón de libros. No hay un solo lugar en los estantes. No me queda otra opción que apilarlos. En realidad, se supone que vivo en el departamento de arriba, pero la mayor parte de mi tiempo la paso aquí abajo en lo que llamo, sin tanta ironía, mi oficina. Nuestros exvecinos solían filmar pornografía amateur en este espacio. Cuando se mudaron, dejaron unos reflectores tan poderosos que si llegara a olvidarlos encendidos de noche, la casa se prendería fuego. Yo me siento aquí, bañado por la luz, a mirar estas pilas de libros que me van a sepultar vivo cuando llegue el gran terremoto que tanto anuncian y pienso: terremoto o no, voy a estar muerto antes de que pueda leer un cuarto de los libros guardados aquí abajo. De esto no hay dudas. Quizás si lo digo en voz alta podré creerlo. Voy a estar muerto antes de que pueda leer un cuarto de los libros guardados aquí abajo. Eso deja al menos a tres cuartos de los libros sin leer. Me suena lógico medir la vida en libros que uno no ha leído. Todas esas experiencias que no tendremos, los lugares a los que no iremos, las personas que nunca vamos a conocer. Sin embargo, por si acaso, le pedí a mi familia que me enterrara con una buena biblioteca.»

“Me suena lógico medir la vida en libros que uno no ha leído”, dice Orner, y a mí también me lo parece. La carrera es infinita y cada vez se alarga más. ¿Cuándo hay que ir por el clásico que tengo pendiente? ¿Cuándo le doy espacio a la lectura de placer, en medio de la cada vez más ingente lectura laboral? ¿Qué espacio debería tener mi biblioteca para esas “experiencias que no tendremos”, esos “lugares a los que no iremos”, una biblioteca que, como quedó claro, ya no está demasiado holgada de lugar? Para esas preguntas no tengo respuesta, solo la certeza de que ojalá tenga siempre las mismas ganas y posibilidades de plantearlas. Significaría que las cosas van bien.

Entonces: las bibliotecas ocupan espacios demenciales y a veces son cuestiones a resolver sobre el fin de la vida. Tiene que ver con lo que dice Vallejo: son parte de nuestra biografía, una huella del paso por el mundo. Algo así reflexiona el personaje de Léa Seydoux en una película de Mia Hansen-Løve titulada Un beau matin (Una bella mañana) y que pasó por el cine hace algunas semanas. Ella debía hacerse cargo de la biblioteca de su padre, a quien internan en una casa de salud, y eso da pie a momentos hermosos.

Un beau matin

La escritora Selva Almada reflexiona sobre algo parecido en Bibliotecas, editado por Godot:

«Si pienso en el futuro, es decir en la muerte, vuelvo a cuestionarme la razón de ser de una biblioteca: un mueble lleno de libros. ¿Qué pasará si a quienes nos sobreviven y tienen que hacerse cargo de nuestros bienes materiales no les interesan los libros? ¿No es legarles un dolor de cabeza? Un poco sí, seguro, porque tampoco es que una biblioteca sea una pequeña fortuna. Lo es para su dueño, para su dueña, de una manera más que nada simbólica, pero ¿para los demás? En una época daba talleres en la librería Aquilea, una librería de viejo de avenida Corrientes. Cada vez que Hernán Lucas, su dueño, compraba una biblioteca yo hurgaba buscando tesoros. Una vez llegó la biblioteca de una conocida astróloga que había muerto hacía poco. No había grandes hallazgos, pero encontré tres libros de la colección Robin Hood que yo adoro. Eran libros que ella le había regalado a su hija y tenían una breve dedicatoria firmada: mamá.»

Y una reflexión más sobre el carácter biográfico-estructural de las bibliotecas, de la mano de alguien que ha luchado por su supervivencia, por el espacio reclamado por los libros: el catalán Jorge Carrión.

«“Toda colección es un teatro de los recuerdos, una dramatización y una puesta en escena de pasados personales y colectivos, de una infancia recordada y del recuerdo después de la muerte”, ha escrito Philipp Blom en El coleccionista apasionado. Y añade: “es que una presencia simbólica: es una transubstanciación.” A través de todos esos libros que me rodean cotidianamente me siento cerca tanto de mí mismo -del que fui, de ese lector que fue creciendo, cambiando, acumulando estratos- como de la información, de las ideas que contienen. O que sólo insinúan. O que simplemente hipervinculan: muchos de mis libros son planetas que orbitan alrededor de pensadores, escritores, personajes históricos que no conozco de primera mano, que son amigos de amigos, cómplices involuntarios, piezas móviles en un sistema complejo de posibles conocimientos.»

Mover libros

La mudanza es el peor enemigo de los libros. O mejor dicho: para la persona que se muda, tener muchos libros es un problema gigantesco. Las cajas se acumulan, pesan muchísimo, pasan semanas hasta que se pueden ordenar otra vez, pero qué placer: ese momento en que las pilas empiezan a transformarse en tomos con identidad propia que, otra vez, deben encontrar su lugar.

Por supuesto, muchos autores han tratado el tema del traslado de los libros. El más paradigmático: Walter Benjamin, en su clásico y petit ensayo Desembalo mi biblioteca. Benjamin se mudó constantemente, sobre todo por motivos profesionales, pero en 1933, cuando publicó los textos que forman parte de este libro, la situación política de Alemania lo convirtió en un exiliado forzoso. La escritura, sin embargo, lo encontró en momentos más felices: de nuevo en Berlín tras años de peregrinaje, Benjamin desarma para volver a armar su biblioteca, que estaba guardada en cajas desde 1929.

«Desembalo mi biblioteca. Aquí está. No se encuentra aún instalada en los estantes, todavía no la ha envuelto el tedio ligero de la clasificación. Tampoco puedo recorrer sus hileras para revisarla, acompañado de interlocutores amigos. Pero no teman. Aquí me limito a rogarles que se trasladen conmigo entre el desorden de cajas desclavadas, en un ambiente saturado de polvo de madera, sobre un suelo cubierto de papeles rotos, en medio de unas pilas de volúmenes exhumados hace muy poco a la luz del día tras dos años de oscuridad, para compartir desde el principio, en alguna medida, algo del ánimo, nada elegíaco sino, al contrario, impaciente, que despiertan los libros en el auténtico coleccionista. Pues es uno de ellos quien les habla, y lo hace, a fin de cuentas, únicamente de él.» 

Martín Kohan se mudó muchas veces, también, y una de ellas fue por una separación. Drama total: dividir la biblioteca, tener la consciencia de que la nueva vivienda de soltero tendrá apenas 40 metros cuadrados, que eso no permite acumular a destajo. Que apenas si permite tener los libros del hoy. Así cuenta, también en ese libro Bibliotecas, el retorno de sus libros al hogar de la infancia, como si tuvieran que desandar ellos mismos un camino trazado. La vuelta de sus lecturas a las raíces mismas de su yo lector.

«Allá fue la biblioteca entonces: a la casita de mis viejos. Al lugar que alguna vez ocupó, en sus inicios, y que ahora, ya tan crecida, no le basta (concesión forzosa, pasajera, resignada: los libros puestos en doble fila). Seguimos unidos (esto sí, esto sí: hasta que la muerte nos separe), pero ahora sin convivencia (es una relación con biblioteca afuera, así como existen relaciones con cama afuera). En mis cuarenta metros cuadrados, tengo conmigo únicamente los libros que estoy leyendo ahora mismo, los usando ahora mismo (para las clases que libros que estoy tengo que dar, para los artículos que tengo que escribir). El resto, es decir, la biblioteca misma, la tengo a cuarenta minutos de viaje (si viene primero el 151) o a cincuenta (si viene primero el 19).»

Y si de desplazamientos se trata, viajar con libros siempre es complicado. Si se me permite, serán pesados, serán aparatosos, será complejo, pero pocas cosas me gustan más que elegir físicamente qué libros voy a llevar de viaje, y más aún me gusta tener un problema posterior: haber comprado tantos que no sé cómo acomodarlos en el bolso.

Esto dice Silvia Molloy en Citas de lectura:

«El miedo de quedarme sin libro que leer me sigue rondando. Cuando emprendo un viaje en avión siempre lo hago munida de excesivo material de lectura. Aun así, invariablemente, entro en alguna librería del aeropuerto mientras espero el vuelo y compro uno o dos libros más que luego, la mayoría de las veces, no leo. No importa: me siento acompañada y siempre es bueno tener lectura de más por si hay demoras.»

Y esto dice Alejandro Zambra en su ensayo No leer:

«Siempre viajo con libros, incluso si se trata de viajes cortos. Al momento de hacer el equipaje los elijo de forma más bien impulsiva, pero probablemente haya alguna lógica en esas decisiones. Suelo llevar, por ejemplo, dos o tres novelas cuya compañía me resulta necesaria. Es absurdo, es romántico, pero no puedo evitarlo: simplemente me siento más seguro rodeado de esas dos o tres novelas que he leído muchas veces y que siempre tengo cerca. Puedo olvidar mi medicamento favorito o el paño para limpiar los anteojos, pero nunca olvido esas novelas. Pienso que viajar sin ellas sería peligroso.»

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