Los grupos de rescatistas subían y bajaban de El Rodeo con la mirada ausente que da ver de cerca a la muerte.
La comunidad, a las faldas del Volcán de Fuego en Guatemala, es ahora un fantasma de polvo áspero, una mole irregular de cenizas y lava, un cementerio tibio.
El pasado domingo, un río de piedra hirviente y lodo cubrió el poblado: no queda allí un signo de vida, un recuerdo alegre de lo que hubo alguna vez.
Una señal en el aire de un socorrista, un grito a veces, es un signo de silencio: un cuerpo más que se suma a la lista que ya muchos sospechan que nunca se completará a cabalidad.
Los recuentos oficiales hablan de decenas de muertos y un par de cientos de desparecidos, pero las capas sucesivas de lava de El Rodeo dan fe de que cualquier cifra definitiva será siempre irreal.
Dos días después, la desesperanza es también la ceniza que se vuelve costras húmedas en los rostros de los socorristas que vienen y van.
nullCada día que pasa, cada hora, es una posibilidad menos de encontrar alguien con vida. Yo diría que las posibilidades están agotadas, pero seguiremos aquínull, le cuenta a BBC Mundo Carlos Valenzuela, representante de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres.
Mientras unas grúas remueven polvo y escombros, rescatistas buscan espacio para otros dos cadáveres calcinados que sacarán, dos cuerpos más que todavía nadie sabe si podrán identificar.
Pero de pronto, un grito estremece la ladera de la montaña que lleva a El Rodeo.
El sonido se multiplica en alarmas y llamados urgentes de huidas.
Es el volcán, que ha despertado de nuevo.
Las nubes de ceniza y lava comenzaron otra vez a empotrarse en el cielo. En pocos segundos, las cercanías de El Rodeo se ensombrecieron.
Entonces, se hizo el caos.
Socorristas, oficiales, periodistas, sobrevivientes que aún esperaban noticias de sus familiares desaparecidos corríamos desesperados montaña abajo.
nullViene la lava, viene la lavanull, gritaban algunos entre el pánico.
Muchos intentaban montarse en las camionetas que habían subido hasta allí para trasladar o llevar víveres y agua a los socorristas.
Pero las autoridades sabían que lo que se aproximaba era algo incluso peor que un afluente de piedra derretida: era un cúmulo de nubes densas que ya el domingo habían sido uno de los signos inequívocos de la tragedia.
Las llaman flujo piroclásticos y son una mezcla de venenos y partículas que estallan a más de 200 kilómetros por hora. Y El Rodeo está en la vera de las faldas del volcán.
Los que estábamos allí sabíamos que la única salvación era huir.
La bajada se volvió una sucesión de corredores y carros que no se veían entre sí, una turbamulta en la que era apenas imperceptible el movimiento.
La niebla se hacía cada vez más densa y un talco áspero se incrustaba contra los ojos. No se veían ni las luces de los vehículos.
Más abajo comenzó a despejarse, pero a la derecha, hacia las laderas del volcán, las nubes oscuras continuaban emanando a borbotones. Se dice que llegaron a los 6.000 metros.
Otros flancos del volcán debieron ser evacuados, otras poblaciones pobres que viven allí también debieron dejarlo todo para salvarse.
La caravana de carros en huida llegó hasta el final de la carretera que lleva a El Rodeo para luego dispersarse.
En la distancia, pasó la niebla y el miedo. Pero a lo lejos, las nubes seguían creciendo desde la boca del volcán.
Al otro lado, El Rodeo quedaba cubierto, nuevamente, de una capa de ceniza y silencio.
Todavía no sabe cuándo podrán volver los rescatistas.
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