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Esperando en Paddington Station y El placer de la espera

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01 de noviembre de 2020 a las 05:00

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Esperando en Paddington Station

Querida Magdalena:
A veces los matrimonios atraviesan por momentos tensos y difíciles. Ayer, durante el desayuno, al terminar de leer Le Comte de Monte-Cristo, cerró María el libro y dijo, en voz alta y desafiante, su célebre última sentencia: “Attendre et espérer!”. Y me preguntó si se me ocurría cómo traducirla. (No me lo preguntó como quien pregunta; sino como quien aflige). Yo, fingiendo buscar no sé qué en el fondo de la taza de café, balbuceé, con la inseguridad de los vencidos: “Wait and hope?”.

Luego de un corto e incómodo silencio, María tensó la cuerda y, en su lengua materna, exigió: “En castellano, Leslie, en castellano…”.

Quizás debí sentirme halagado y no atacado, pues –a menos que indicaran todo lo contrario– las palabras de María parecían atribuirme un altísimo dominio de la lengua de Cervantes. Pero, tras larga experiencia, he llegado a entender que las conversaciones, en los matrimonios mixtos entre traductoras madrileñas y bibliotecarios londinenses, son asimétricas. Y que en ella reside la precisa sabiduría, y en mí la difusa verborragia. María suele necesitar de pocas –pero doctas– palabras, para decir lo que debe ser dicho. Mi mente se pierde, en cambio, entre amplios desvíos, enfoques impertinentes e innecesarios circunloquios, para unir dos puntos en realidad cercanos. Pero en esto de la esperanza, me parece que al final nos hemos puesto de acuerdo.

Sostiene María que la palabra castellana esperar puede significar tres cosas cartesianamente claras y distintas. Que en castellano se dicen con una única palabra; pero en francés, con tres.

Para alguien que está esperando en la plataforma 2 de Paddington Station que salga el tren de las 6:37 hacia Oxford, se usa el verbo “attendre”. Que expresa un acto meramente pasivo. Pues nada depende de su iniciativa y golpear el suelo con el paraguas no hará que las cosas sucedan antes o después. No debemos, sin embargo, restarle mérito a quien así se comporta. Dejar que las cosas sucedan –y en primer lugar, que el tiempo mismo se vierta desde el futuro hacia el pasado, como en las clepsydras, de los griegos– no es no hacer nada, sino un difícil ejercicio de sabiduría. Pues en la vida es siempre más lo que padecemos que lo que hacemos. La virtud asociada a dicha actividad es la paciencia. Si alguna vez sentimos, aguardando el tren bajo la acristalada bóveda de Paddington Station, que las agujas del reloj no se mueven, debemos recordar que por la paciencia salvaremos nuestras almas.

Cuando el General de Gaulle tituló Mémoires d’espoir (Memorias de esperanza) el último tramo de sus recuerdos, quiso expresar que todo el esfuerzo y el sacrificio de la guerra había valido la pena. Y que cabía esperar que el futuro sería bueno para Francia. No se trata ya de una esperanza meramente pasiva, sino que constituye la consecuencia razonable de nuestros actos. Puedo esperar que esto que he hecho dé sus frutos. El bien sigue al bien. Y la esperanza del hombre virtuoso no es vana, ni irracional. No porque intervenga en su favor ciertas energías que terminan poniendo las cosas en su lugar –como gustan de pensar los gnósticos y algunas influencers New Age–, sino porque el cosmos responde a un logos, a una razón. A eso que mi abuelo llamaba “la justicia inherente de las cosas” –en nada incompatible con la via dolorosa que a menudo cada ser humano está llamado a transitar. Las virtudes asociadas a L’espoir son muchas: la inteligencia, el estudio, la perseverancia, la capacidad de sacrificio. El que espera el fruto de su trabajo no es un ingenuo, sino un hombre razonable.

Por último, dicen los franceses, se puede esperar con Espérance, con E mayúscula. El acto por el cual un ser humano –que ha aguardado con paciencia su tren y construido su vida con sangre, sudor y lágrimas– se rebela contra la insuficiencia del “attendre” y del “espoir”. No, ni la paciencia ni el esfuerzo –mucho menos la puntualidad de los ferrocarriles ingleses– pueden calmar sus ansias infinitas. Y mientras, un poco a lo Gene Kelly, gira entre sus manos su paraguas, recuerda aquello de San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descansa en Ti”.

En la plataforma 2 de Paddington Station, alguien ha empezado a esperar en la vida eterna.

 

El placer de la espera

Estimado Leslie:

Me encantó su desglosamiento del concepto de esperanza. Veo que después de más de cien intercambios epistolares le he contagiado mi simpatía por el querido “maestro”, porque es muy nietzscheano eso de indagar en los diferentes sentidos que puede tener una misma expresión o un mismo concepto. Como buen filólogo, Nietzsche insistió en la importancia de la etimología o exploración genealógica de las palabras para descubrir su origen y significado. Y aunque su intención no fue la de hacer un análisis filológico in sensu stricto, enseguida percibí que su carta iba a arrojar luz sobre la “esperanza”. Entonces adopté, “sin querer queriendo”, la actitud receptiva que hablamos la semana pasada.

Como el General De Gaulle, pienso que cuando uno hace lo que conscientemente entiende que debe hacer, entonces uno espera, con una esperanza absolutamente razonable. Pero, además, con una esperanza que trae consigo, intrínsecamente, una inmensa alegría. Porque es un bien en sí, una esperanza que se justifica a sí misma, ya que el hecho de haber actuado de acuerdo al sentido del deber elegido es, per se, la recompensa. Más allá del resultado, disfrutamos de saber que hemos hecho lo correcto. Y si las consecuencias son luego buenas, mejor, pero si no lo son, ¿quién me quita lo bailado? La esperanza cobra, entonces, un sentido diferente. Más centrada en uno mismo, en la autoconciencia, y también en el presente; el lugar en el que, como dice Paul Auster, todo hombre debe vivir.

L’espoir difiere de l’attente, o la “espera” del señor parado con el paraguas en mano en el andén de Paddington Station. Su alegría o gozo depende de la salida –puntual, claro está– del tranvía, y no de su estar ahí en la estación esperando. De todas formas, coincido con usted en que no hay que minimizar el mérito de este señor, porque la paciencia sí es una virtud.

En mi caso particular, fueron varios seres queridos los que me la inculcaron. No tanto porque la considerasen una virtud sino, más bien, porque siempre se hicieron esperar. Esto dejó en mi una marcada huella psicológica, porque siempre me pasa que tiendo a vincularme de forma íntima y cercana con personas que, inconscientemente, se hacen esperar. Como que huyo de lo obvio y de lo inmediato, de lo que se da sin mayor esfuerzo, para construir y proponerme desafíos que ponen a prueba mi propia capacidad de espera. La paciencia es, además, una aptitud fundamental en el ejercicio de mis profesiones, tanto en la Filosofía como en la Psicología. La contraparte de una psicóloga es siempre un paciente –etimológicamente; aquel que padece, que es paciente. Y la única manera de ser un buen profesional es ser paciente con el paciente. Y, por otra parte, en la Filosofía la paciencia es una condición sine qua non para dejar que los pensamientos decanten, para “conectar los puntos” y dar a luz nuevas ideas.

Por eso comparto plenamente lo que dice respecto a los influencers New Age y los gnósticos, que promueven la espera comodona e irracional del hada madrina que trae la bonanza, tocándonos afablemente con su varita mágica. ¡No se imagina cuánto me irrita e impacienta esta absurda creencia! Porque lo cierto es que las cosas importantes de la vida cuestan, y a veces mucho. Hay que decirlo Leslie; vivir no es fácil, y mucho menos ejercitando la libertad para pensar, decidir y actuar. La realidad es una experta en el arte de ponernos límites, de frustrarnos, de dejarnos varados en el andén, esperando el tren una y otra vez. Sin embargo, ella es también la fuente más pletórica de oportunidades, a las que debemos aprender a reconocer y tomar. Porque, insisto, no hay hadas madrinas que vengan a traernos la buena fortuna; ésta es una mentira seductora, contada en cuentos infantiles y promovida a través de “fórmulas mágicas” comercializadas a diestra y siniestra en esta insaciable sociedad de consumo. Lo que se necesita para conquistar el bienestar y el éxito (aunque no con un 100% de garantía), son neuronas y manos a la obra, condimentadas con paciencia y esperanza. Muchas veces en el sentido básico del señor que espera el tren pacientemente. Pero el segundo –el de l’espoir– es para mí el más esencial, próspero y significativo. El más profunda y auténticamente ético.

 

 

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