Pancho Perrier

Facebook es malo, y nosotros unos hipócritas

¿Hay que preocuparse por que Facebook filtre los contenidos que ven nuestros hijos, o enseñar a nuestros hijos a usar de forma saludable las redes? Es fácil decirlo, pero solemos esperar que alguien más haga algo

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08 de octubre de 2021 a las 15:24

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El lunes, durante cuatro o cinco horas, pareció que el mundo se detenía para muchos de los 2.800 millones de usuarios que utilizan algunas de las aplicaciones del paraguas Facebook, esa empresa que en poco más de una década pasó de ser una red social de adolescentes a uno de los gigantes tecnológicos mundiales.

Es difícil en el mundo occidental escapar a los tentáculos de la empresa de Mark Zuckerberg. Lo más obvio es la dependencia de Whatsapp, que sea en formato texto, voz o llamadas se ha incorporado tan profundo a la vida de las personas que muchos volvimos a descubrir en esas horas que existían los sms. También significa una herramienta de trabajo para miles de empresas que encuentran en Whatsapp o Instagram su principal plataforma de contacto con los clientes. Y para otros millones, menores o viejos, es el pasatiempo de pasar el dedo por la pantalla del celular para ver stories de Instagram o actualizaciones de estado de Facebook, y así sentirse acompañados.

Como empresa global, Facebook fue parte de dos revoluciones que cambiaron nuestra relación con internet. Primero instaló a escala masiva la noción de mostrar nuestra vida online, de relacionarnos con nuestros conocidos o desconocidos a través de una red de contactos. La segunda revolución la había logrado Whatsapp antes de ser adquirida por Facebook en 2014: la masividad de un sistema de chat que explotó de la mano con la revolución de los smartphones, que pasaron a estar en los bolsillos de cada persona. Lo que hizo la empresa de Zuckerberg fue subirse a la ola en el momento perfecto, para maximizar los beneficios de ambas revoluciones.

La caída generalizada del lunes, de la cual la empresa no ha aportado casi información concreta sobre las causas, se dio apenas horas después de que una exfuncionaria del área de integridad de la empresa, Frances Haugen, diera ante Congreso de Estados Unidos un testimonio muy perjudicial para los intereses de Facebook. Haugen no dijo nada muy nuevo, pero ratificó con información interna muchas de las críticas que en este tiempo se le han hecho desde fuera a la empresa: sus muy limitados controles a los discursos de odio y a la promoción de noticias falsas, o a contenido nocivo para menores de edad, sobre todo respecto a la inseguridad sobre su imagen corporal, en pos de maximizar su estrategia comercial. Como destacaron varios medios de Estados Unidos, la fortaleza del discurso de Haugen estuvo en que no mostró a Facebook como un demonio que intenta hacerle mal a la gente, sino como una empresa a la que sus mecanismos internos (básicamente los algoritmos de búsqueda) se le fueron de las manos.

Esos algoritmos están hechos para generar engagement, es decir, que pasemos cada vez más tiempo en sus apps, consumiendo contenido que los robots saben que nos gustan, de acuerdo a los rastros que vamos dejando diariamente en Facebook, Instagram o Whatsapp. Son una huella vital que le permite luego a los anunciantes acertar con precisión milimétrica. Y los recursos enfocados a ese objetivo superan dramáticamente a los destinados a promover un consumo sano de las redes.

Ambas tormentas generaron el lunes muchas opiniones: ¿qué sería del mundo sin Facebook? ¿Por qué no nos alejamos todos del gigante tecnológico y recuperamos el control? 

Frances Haugen

El pico de uso de Telegram en esas horas fue el mejor indicador de esa moda de alejarse del cuco de la F. Pero también mostró que nuestra relación con internet cambió de manera radical respecto hace 6 o 7 años, y es imposible que vuelva al estado pre Facebook.

Incluso, la caída en cadena mostró parte de la filosofía de la empresa de trabajar sola y aplastar a cualquiera que intente hacerle frente en algunas de sus infinitas ramas de negocio. Todas las soluciones para levantar a Facebook de la caída estaban manejadas por la propia empresa, y por ende, también estaban offline.

Finalmente Facebook, Instagram y Whatsapp volvieron a funcionar sobre la tarde noche de Uruguay. Y la posterior caída de Telegram a sus enanos niveles habituales reflejó la relación que tenemos con la mega red social. Nos molesta, la criticamos, sabemos que ha sido fundamental para afianzar muchos de los males de la sociedad actual. Pero se ha metido tan dentro de nuestras vidas que no es realista hacer un esfuerzo por salirse. Sus tentáculos atraviesan nuestras costumbres diarias, sean lúdicas, familiares o de trabajo. El imperio Facebook es tan lucrativo que permite ofrecerse a los usuarios “gratis”, aunque esa gratuidad solo se limita a no sacar dinero del bolsillo: a Zuckerberg le pagamos con nuestra huella de vida.

¿Se necesita reformar Facebook? Sí, y esa parece ser la tendencia que se perfila en Estados Unidos. Pero el efecto de Facebook sobre nuestras vidas no debería decidirse en Silicon Valley o en el Congreso de EEUU. Parece obvio, pero depende fundamentalmente de los usuarios. ¿Hay que preocuparse más por que Facebook filtre los contenidos que ven nuestros hijos, o debemos enseñarle a nuestros hijos formas saludables de relacionamiento con las redes sociales? ¿Nos tenemos que enojar con Zuckerberg por las noticias falsas que le llegan a nuestros padres o tenemos que insistir en explicarles cómo diferenciar información de propaganda? Es fácil decirlo, pero solemos inclinarnos cómodamente a esperar que alguien, la empresa o la política, haga algo.

La empresa de Zuckerberg se ha transformado en un monstruo con más poder que los estados. Y, en el escenario más benigno, es demasiado intrincada como para autorregularse. Todo eso es cierto. Pero abandonarlo no parece una opción viable, al menos hasta que aparezca alguien que tenga espalda para competirle. Todas esas críticas se parecen mucho a las que le hacemos al capitalismo en general, lugar común para caerle a muchas expresiones de nuestra forma de vida actual. En definitiva, todos esos cambios dependen mucho más de las decisiones que tomamos diariamente que de boicots salvadores o cruzadas revolucionarias contra los molinos de viento.

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