Imitadores contra la pandemia

La figura de Elvis Presley puede más que el temor al covid-19 y crea ilusión de normalidad

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17 de enero de 2021 a las 05:00

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Bruce Springsteen anunció la semana pasada que, contrario a los rumores, no saldrá de gira durante este año a promocionar su nuevo álbum. Aunque la vacuna ha llegado, la pandemia aún no se ha ido y nadie en la industria musical se anima a invertir millones de dólares en la preparación y producción de una gira con altos costos para después terminar teniendo que devolver el dinero de las entradas vendidas. Grupos de gran popularidad, como Genesis, Depeche Mode y Foo Fighters, que el año pasado por estas fechas habían anunciado giras mundiales y debieron luego cancelarlas, no han dicho si las realizarán en 2021.

En la industria del entretenimiento, al menos en lo que tiene que ver con espectáculos masivos, falta mucho para que la normalidad regrese. Con una excepción: los certámenes de imitadores de Elvis Presley, los cuales, desde la “supuesta” muerte del cantante en agosto de 1977, se vienen realizando con religiosidad cada año, llueva, truene, o haya un virus que tiene desquiciada a la humanidad. Los tradicionales certámenes se reiniciarían en junio, cuando llegue el verano al hemisferio norte y para entonces gran parte de la población estadounidense seguramente estará vacunada.

Por donde se lo mire, Elvis Presley sigue siendo un fenómeno imposible de explicar racionalmente. En Estados Unidos, país con una población de casi 330 millones de habitantes, en 2014 alrededor de 18 millones de ciudadanos creía que todavía seguía vivo. Por tanto, el 8 de enero habría cumplido 86 años, superando el promedio de vida de cualquier persona. Si todavía está vivo, es porque tiene una salud de hierro. La salud inoxidable de su música y de su imagen es indiscutible. Al mismo tiempo, un 81% de los estadounidenses consideraba que aquellos que creían que Presley continuaba vivo estaban “locos”. Un alto porcentaje, superior al 20%, no estaba seguro si “El Rey” seguía vivo o no.

Los certámenes de imitadores de Elvis Presley son un fenómeno fuera de toda explicación lógica. Congregan miles de asistentes y son, sin lugar a duda, divertidísimos. En los últimos 40 años he asistido a por lo menos una veintena, es decir, hablo con conocimiento de causa. Y son muy buenos en términos de entretenimiento porque la calidad de los imitadores (impersonators) es excelente. De tanto ver y oír a lo largo del tiempo a cantidad de participantes ser por unas horas mellizos idénticos en imagen y voz a Presley, he llegado a creer por un momento que sí, que sigue vivo, mejor dicho, que seguía, pues no estoy seguro de que hoy, camino a ser nonagenario, sería capaz de ocultarse tras su propia vieja imagen.

En los certámenes de imitadores hay mucho dinero en juego (el ganador puede hacerse de una fabulosa bolsa), sobre todo en aquellos que tienen a la figura de Elvis Presley como imán y que generan el interés de cientos de participantes de todo el mundo, incluso de África. Años atrás vi a un senegalés imitando al rey del rock and roll de manera perfecta. Me lo encontré luego en el baño y me dijo que también podía imitar a Ray Charles, Michael Jackson y, si había buen dinero de por medio, incluso a Michael Jordan (aunque medía la mitad de estatura) y a Pelé. Por razones ajenas a su talento, esa noche no ganó pero fue ovacionado al momento de abandonar el escenario. Por otra parte, los imitadores de Presley no solo tienen trabajo en época de cosecha, durante el verano, sino que en el resto del año son contratados para fiestas y eventos por los cuales reciben una paga fabulosa. Su agenda está siempre cargada de compromisos y ofrecimientos de trabajo para viajar de un lugar a otro, según las circunstancias. Conocí a un abogado texano que en un año hizo tanto dinero imitando a Presley como trabajando en los tribunales.

La profesión de imitador puede ser muy lucrativa. En estos días es tanta la euforia que generan los imitadores, los cuales viajan en primera clase y en limusinas, que incluso sus representantes deben contratar a guardaespaldas pues la gente puede abalanzarse sobre ellos tras su presentación pública. Si alguien imita bien a una celebridad puede convertirse en poco tiempo en una de ellas y hacer incluso giras, pues le llueven ofertas. Las puertas del negocio están abiertas a todas las caras parecidas a otras, sobre todo si son famosas. Los contratos que se les ofrecen a imitadores con estirpe pueden alcanzar cifras millonarias, ya que la gente en todos los idiomas se ríe al ver, por ejemplo, una buena caricatura viva de Donald Trump, uno de los grandes ubicuos de la perversa cultura popular actual. Durante mucho tiempo Elvis Presley fue el personaje que contaba con más imitadores. Para transformarse en Elvis bastaría con un jopo y tener flexibilidad en las caderas. Cualquier blanco con cierto talento de mímesis estaría capacitado para ser por un rato, o por el resto de su vida (porque es una profesión que puede convertirse en vocación), el doble del icono que no ha caducado con el paso del tiempo.

Dos décadas atrás asistí a un certamen internacional de imitadores de Elvis Presley. Este tipo de actividad, que podría ser considerada tanto artística como industrial, da de comer a miles de personas que logran convertirse en el cantante más famoso que ha dado Estados Unidos. El show tuvo lugar en un gran anfiteatro repleto de gente, la cual parecía siamesa en el momento de aplaudir. Cuando entran en estado de euforia, todos los seres humanos son mellizos. Tanto era el barullo que pensé que cantaría el verdadero Presley y no alguno de sus clonados descendientes. Antes de ocupar mi butaca, hice una visita al baño. No quería perderme nada del espectáculo una vez que comenzara. Al entrar vi a alguien que de espaldas y sin guardaespaldas era tan igual a Presley que hasta era él. Incluso cuando se dio vuelta seguía siendo parecido, demasiado similar. Pero no era el único igualito, pues del otro cubículo (de esos característicos de los baños de hombres) salió otro, aún más parecido a Elvis. Y luego otro. Temí que la larga espera y la cerveza que me había tomado en casa hubieran tenido un efecto diurético y alucinógeno. Sería eso, ¿o bien estos imitadores eran tan buenos que eran más iguales que el auténtico?

Cuando los tres Elvis y yo estábamos en los lavabos enjabonándonos las manos, dije en forma casual, como buscando una imposible respuesta: “Hi, Elvis” (Hola Elvis). Los tres, idénticos hasta en eso, me miraron al unísono como preguntándose: “¿Y este idiota quién es?” Ninguno devolvió el saludo. Por el contrario, apuraron su tarea higienizante y salieron del baño rumbo al escenario donde debían demostrar que todos eran el verdadero Elvis. Cuando el último de los tres estaba por entrar al corredor que lo llevaría al escenario, le grité: “Elvis”. No se inmutó. Siguiendo el consejo de Franklin Delano Roosevelt, quien dijo que con tenacidad todo en esta vida puede lograrse, volví a gritar: “Elvis”, y grité nuevamente todavía más: “Señor Elvis, Elvis”.

Uno de los mutantes personajes en mutis, quien había hecho recién sus necesidades fisiológicas, lavado sus manos y peinado, se detuvo. Mostrando poco agradecimiento hacia mi préslica admiración, se dio vuelta y espetó: “¿Y ahora qué quiere?” Yo le dije que quería un autógrafo. Sin preguntarme si quería la firma verdadera, esto es, la de su persona real (John Smith, Peter Jones, etcétera) o la del personaje imitado (Elvis Presley), el fulano con jopo tomó la lapicera como si fuera una miniespada para matarme y sobre el pedazo de papel que le di estampó en letras grandes una firma que decía: Elvis. ¡Eureka! Sí, era Elvis, no un imitador vulgar como los otros dos que en el baño me habían desairado. Casi no hubo diálogo. Apenas le dije: “Gracias King del rock and roll”. Elvis bis, sin responder palabra, salió disparado rumbo al lugar donde un micrófono lo estaba esperando.

Entré al anfiteatro. El imponente lugar estaba lleno. Por suerte mi butaca seguía vacía, esperándome. Había barullo pues cantaría no uno, sino decenas de Presleys, todos verdaderos. Sentada al lado mío había una mujer rolliza, que comía chocolate y tomaba un enorme vaso de refresco. En verdad, ella como casi todos los espectadores, me parecieron raros, como si fueran parte de una religión que idolatra a varios dioses, todos ellos llamados Elvis. Una extraña manera de politeísmo. Tratando de mimetizar ese sentimiento de absurdo que prevalecía en el ambiente, le dije a la dama del chocolate, iniciando una conversación indagadora: “Es la primera vez en mi vida que veré a Elvis Presley en vivo”.

La mujer, olvidándose de que el rey del rock and roll había muerto hace tres décadas, me respondió con genial facilidad: “Yo también. Recorrí una gran distancia para poder verlo”. Elvis, evidentemente, seguía vivo. Como el inicio del show se había postergado unos segundos debido a una dificultad técnica, nuestra conversación se prolongó. La mujer me confesó que tenía una enorme colección de discos de vinilo de Presley, varios de los cuales habían sido autografiados por el propio cantante. Cuando le pregunté cuándo se los había firmado, la mujer, más joven que yo, respondió: “Hace poco”. Es decir, bastante después de la muerte del verdadero Presley. ¿O seguía con vida? “Él no murió, sigue vivo. Solamente se fue pues estaba cansado de vivir en Graceland. Lo verá en un rato. Es uno de los que cantará esta noche”, agregó la dama. Nunca vi a nadie aplaudir tanto como ella esa noche.

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