Joel Schumacher, un maestro de lo intrascendente

Los filmes del director fallecido esta semana, ayudaron a definir una época

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27 de junio de 2020 a las 05:00

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The Lost Boys fue la mejor película que vi en los años 80 que involucraba a murciélagos. Batman y Robin fue la peor película que vi con ese tipo de murciélagos involucrados”. “Ninguna de sus películas se extrañaría si nunca se hubieran filmado”. “80 es una buena edad. Vivió una vida larga y exitosa. ¿Todos necesitan vivir hasta los 100?”. Estos son algunos de los comentarios que lectores escribieron debajo del obituario sobre Joel Schumacher publicado en la página online de un diario estadounidense el pasado lunes de tarde. Todos ellos sintetizan el sentimiento colectivo asociado a la filmografía del director fallecido de cáncer a los 80 años de edad, y cuya muerte no pasó inadvertida. Con sus logros y errores, irónicamente, producto del éxito comercial de varios de sus filmes, Schumacher fue uno de los directores emblemáticos de las décadas de 1980 y 1990. 

No resulta exagerado decir que junto con John Hughes y John Landis, dos cuyos filmes sintetizan una época, Joel Schumacher fue clave en la configuración de la estética de los ochenta, la cual en su momento de auge tuvo legión de detractores y hoy en día, pasado el tiempo, es vista con otra perspectiva, considerada algo así como un paso adelante en la historia del cine, un tipo de entretenimiento que apeló a narrativas dinámicas basadas en historias que nunca perdían de vista al espectador, mejor dicho, que lo hacían sentir en control de lo que estaba viendo. En este aspecto, la ductilidad de Schumacher –que alcanzó su cima en la década de 1990– siempre estuvo por encima de las expectativas del conformismo, teniendo la suficiente capacidad como para hacer funcionar con eficacia guiones que no pasaban de lo mediocre y que podrían haber conducido al tedio inmediato en manos de otros directores. 

Un buen ejemplo al respecto es el filme St. Elmo’s Fire (El primer año del resto de nuestras vidas, 1985), la cual, lo mismo que las películas de Hughes (muy notoriamente Pretty in Pink), logró captar las transformaciones del recambio en una sociedad complaciente, como la estadounidense durante el gobierno de Ronald Reagan, que parecía celebrar el “viva la pepa”, aunque por debajo de la superficie los problemas eran varios y simultáneos. Schumacher hizo cine pop para la clase media, con soterrada conciencia social. Con inconfundible banda sonora que incluía el tema St. Elmo’s Fire (Man in Motion) cantado por John Parr, que llegó al número uno en ventas, el filme evidencia que su director fue un talento que cuando se esmeraba sabía trascender con historias menores llamadas a pasar inadvertidas en caso de no encontrarles la vuelta.

Resulta injusto, por decir poco, que ante la muerte del director los cables informativos, escritos seguramente por gente que de cine sabe poco y nada, haya insistido en el hecho de que había muerto el director de la “criticada Batman y Robin”. Es algo parecido a informar sobre la muerte de Obdulio Varela y decir que “murió el gran capitán que después de un partido se emborrachó”. Por lo tanto, además de injusto es inexacto. Sí, es cierto, Batman y Robin fue un desacierto mayor, pero la responsabilidad no recayó solo en el director, sino principalmente en el libretista, el prestigioso Akiva J. Goldsman, capaz de adaptar historias con tino (tal como lo hizo en Una mente brillante, por la cual ganó en 2002 el Oscar en la categoría de Mejor guion adaptado) o bien de una chabacana manera, como es el caso de El código Da Vinci, con la adaptación cinematográfica tan mala como el libro. Por otra parte, el personaje Batman no da como para tomarse las cosas tan en serio. Así lo entendió George Clooney, quien con mascara y capa nunca dio pie con bola. Años después dijo que el Batman que interpretó era gay.

Batman y Robin fue un gran error de imprenta, un tiro que salió por la culata, del cual Schumacher logró pronto recuperarse. Dos años después, en 1999, estrenó 8mm, uno de los mejores thrillers de esa década y con la cual demostró que con un buen guion a su cargo podía brillar, por más que un gran sector de la crítica destrozó el filme pues encontraron hiriente el tema y la forma como Schumacher lo trató, olvidándose de que el director no era un moralista sino un contador de historias interesado antes que nada en el formalismo estético, pues venía del mundo de la alta costura. Schumacher tuvo ojo de artista, pero solía disimularlo aceptando propuestas indecentes que se transformaban en fenómenos de taquilla. La combinación entre sensibilidad gay/andrógina y un remix de arte pop con aire de Warhol dotaron a su cine de una atractiva peculiaridad.

En 1976 se estrenó en Montevideo, en el cine Atlas de la avenida Uruguay, la comedia Car Wash, dirigida por el afro americano Michael Schultz y con el desopilante Richard Pryor como protagonista. Por ese entonces yo escribía reseñas para la revista argentina El Heraldo del Cine, que fue mi primer trabajo en periodismo y al cual recuerdo con mucho cariño pues la paga era insólitamente buena. El editor me pidió que escribiera una crítica del filme apenas saliera, por lo tanto fui a la primera función el día del estreno. Salí sorprendido, porque la película, de bajo costo, era una ametralladora de ideas originales, con un humor a contracorriente y con una banda sonora espectacular presidida por la canción homónima cantada por Rose Royce, que llegó al número uno y sigue siendo un clásico intemporal. La dinámica visual de MTV estaba anticipada.

Recordé esta semana Car Wash, pues Schumacher fue quien escribió el originalísimo libreto, algo que en su momento destaqué en mi reseña, y que ahora mismo recuerdo para aportar otro contexto sobre el fallecido. ¿Por qué no siguió escribiendo libretos en esa línea, en la cual la imaginación encontraba las puertas al campo y permitía a la inteligencia lucirse? Creo que ni el propio Schumacher tuvo respuesta, pues su carrera fue una montaña rusa de aciertos cercanos a la maestría, y de desastres sin pies ni cabeza, a los cuales resulta difícil encontrarles lógica. De ahí que cuando la debacle emergía, un amante imparcial del cine se preguntaba, ¿cómo un director que ha demostrado inspiración y talento se metió en semejante mediocridad? Los principales aciertos de su carrera están asociados a proyectos en los cuales Schumacher conseguía que las intrascendencias de la vida diaria cobraran otra dimensión, así la acción sucediera en un lavadero de autos, en una universidad o en las calles de Los Ángeles siguiendo las acciones de un desempleado decidido a liberar su ira. 

Schumacher tuvo un extraño don para adaptarse a cualquier género. Sin embargo, la falta de criterio a la hora de elegir proyectos caracteriza su filmografía conformada por 24 películas. Entre las varias que pasaron sin pena ni gloria y que ni siquiera en su estreno lograron despertar interés, aparecen algunos filmes que nacieron siendo clásicos y que tantos años después no perdieron su encanto y poder de convocatoria. La lista la comandan dos clásicos que marcaron época: The Lost Boys y Un día de furia. El segundo es uno de los filmes que he visto más veces y por algo debe ser. Es, sin duda, la película más conocida del difunto director y una de las mejores en la historia del cine sobre la psicología del hombre común cuando se da cuenta de que la realidad es un espacio inmodificable y que las posibilidades de redención mental son inexistentes. The Lost Boys, por su parte, mantiene su condición de filme legendario.

Además de los ya mencionados, la lista de los principales registros de Schumacher la integran St. Elmo’s Fire, Línea mortal (Flatliners), Tiempo de matar (A Time to Kill), El cliente, Camino de guerra (Tigerland) y Enlace mortal (Phone Booth), lo último memorable que hizo, en 2002. Pongo la fecha, pues ayuda a comprender la pendiente que transitó la obra del director en su tramo final. Después de Enlace mortal dirigió otros siete filmes, todos olvidables, excursiones superficiales a una visualidad carente de argumentos, incluida su versión de El fantasma de la ópera, intento fallido por encontrarle una vuelta de tuerca diferente al musical de Andrew Lloyd Webber. 

La última película que dirigió, Sin salida (Trespass, 2011), pasó desapercibida, pese a contar con Nicole Kidman y Nicolas Cage en papeles protagónicos, y a tener la fotografía virtuosa del polaco Andrzej Bartkowiak, quien había brillado imponiendo tonalidades claustrofóbicas abiertas a Un día de furia, filme por el cual Schumacher será más recordado, y cuyo legado puede constatarse en varios de los grandes relatos de la ficción seriada que prolifera en los servicios de streaming. Hasta en sus más notorios desaciertos fue un adelantado.

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