Es la gran fiesta nacional. Una celebración de la ciudadanía, en la cual se cumple con un derecho que es también un deber y se hace con responsabilidad y alegría.
Ya sé que son frases hechas que se han repetido hasta el cansancio, porque son el discurso obligado de políticos en todas las tiendas. Pero para mí es la pura verdad. Con total independencia de lo que dijeran las encuestas y las chances que le dieran a mi candidato, yo siempre viví el día de elecciones como una fiesta.
El chovinismo que aparece en la hinchada de la selección uruguaya de fútbol, con esos carteles que dicen “yo no elegí nacer acá, tuve suerte” yo lo siento con respecto al sistema democrático local. Y más que al sistema democrático, al sistema electoral.
Ese conteo lento, papeleta por papeleta, que da los resultados un poco más tarde que en otros lares de tecnología más avanzada, es de una transparencia tal que hasta en dictadura el gobierno perdió un plebiscito, en 1980.
Yo estrené la credencial dos años después, todavía en dictadura, en las elecciones internas de los partidos, y voté por primera vez en una elección presidencial en 1984. Recuerdo de forma especial las elecciones de 1994, en la que hubo un punto de diferencia entre el partido que ganó, el Colorado, y el que salió segundo, el Partido Nacional, en tanto que el Frente Amplio quedó tercero a un punto y medio de los colorados.
Pasada la medianoche se supo que el presidente electo había sido Julio María Sanguinetti pero la elección fue tan reñida que un canal de televisión había dado por ganador al Frente Amplio dos horas antes, basado en encuestas a boca de urna.
No hubo protestas, no hubo desmanes. Los dos candidatos que perdieron por tan poco felicitaron al presidente electo y aquí no ha pasado nada.
Porque está claro que no son las reglas las que nos hacen mejores que tantos ejemplos en la región y en el mundo. Lo que nos distingue es la forma en que las respetamos. El sistema se basa en la buena fe y esa buena fe en Uruguay existe. De nada serviría que existiera un sistema perfecto si la ciudadanía no lo acatara.
Este domingo, entonces, es la gran fiesta nacional, como siempre cada cinco años. Para mí, como para tantos, es un día largo, que empieza muy temprano, y quiero saberlo todo. Desde cada detalle del día de los candidatos hasta el inicio de la apertura de las urnas en cada lugar de votación donde haya un periodista y las proyecciones y el veredicto final y las concesiones de los candidatos que quedaron por el camino y el discurso del ganador.
Si pudiera, estaría en todos lados: en la calle trabajando, en la redacción del diario escribiendo y recibiendo las noticias de los periodistas que están en la calle, en familia alrededor de la televisión y la computadora, en la rambla tocando bocina, en el cuarto secreto eligiendo una lista, porque nunca la llevo, como para darme la oportunidad de cambiar de opinión hasta último momento.
Y lo que me da un orgullo enorme es que lo mío es lo más natural del mundo en este país; lo siente una enorme mayoría. Hay una suerte de felicidad de que sea el día de ejercer el derecho más alto que se nos concede como ciudadanos, el de elegir a los que gobiernen la nación. Y por eso es alegría y también una gran seriedad, un compromiso colectivo de tener la fiesta en paz.
Tengo plena confianza en que así será este domingo, una vez más, y desde ya felicito a los dos contendientes que definirán la carrera a la Presidencia en la segunda vuelta, porque si hay algo que tiene de bueno el balotaje es que el 24 de noviembre hay otra fiesta.
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