La magia del cuerpo en acción

Tokyo 2020 llega a su conclusión y deja detrás una estela de recuerdos para enmarcar

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08 de agosto de 2021 a las 05:05

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Las olimpíadas de Tokio ya pertenecen a la memoria. Quienes las disfrutamos, las recordaremos con nostalgia. A los que tanto les dio las mantendrán lacradas en la indiferencia, como tantas otras cosas que pasan sin pena ni gloria por esta vida. En la capital japonesa hubo sobredosis de gloria. Yo me quedo con dos momentos que permanecerán en el recuerdo hasta el fin de mis días. Primero, el triunfo del atleta noruego Karsten Warholm en los 400 metros valla, batiendo un récord mundial que parecía imposible de superar, y estableciendo una nueva marca que seguramente permanecerá poco, pues Warholm es una bestia con alas en las piernas, por lo tanto, es posible que vuelva a bajarla. Nadie en la historia de la humanidad había corrido esa prueba en menos de 46 segundos. Lo imposible dejó de serlo. 

El otro triunfo para enmarcar fue el de Athing Mu, atleta estadounidense nacida en Sudán, quien ganó con amplia ventaja los 800 metros llanos, convirtiéndose en la primera atleta de ese país en 53 años en ganar oro en esa disciplina. Lo increíble del caso es que Mu, estudiante de Texas A&M University, tiene solo 19 años, por lo que su reinado promete durar muchos años. Puesto que ninguna otra corredora le opuso resistencia, no estableció marca mundial, siendo esta ahora la asignatura pendiente de la alta y flaca atleta que corre con una facilidad y confianza inauditas. Además destaca por su humildad, producto de una vida difícil como refugiada. Decir que lo de Warholm y de lo Mu fue maravilloso es quedarse corto. La rutina fue pulverizada por dos competidores sin parangón. A ese parnaso de piernas, concentración y disciplina debe agregarse a la venezolana Yulimar Rojas, récord olímpico y mundial en salto triple femenino, y a Sydney McLaughlin, la más fotogénica de todas las atletas (Hollywood puede esperar), nuevo récord mundial en 400 metros vallas.

Lo apasionante de los juegos olímpicos son las historias agazapadas tras las personas que un hito deportivo convierte en personajes, aunque sigan representando la condición humana en una de sus mejores versiones. Por eso no ha sido solo un asunto de medallas y adrenalina; en la cita con la gloria, una épica de héroes de último momento se impuso. Atletas que vivieron su infancia como huérfanos, refugiados o marginados lograron un lugar en el podio. La vida dijo: el éxito se hace desear, pero llega. ¿Qué sería del mundo sin los deportes? Para empezar, las trampas de la emoción dejarían de tener sentido, algo faltaría para que el alma se sintiera completa. Gracias, Tokio, por este remanso en el que incluso la ansiedad ante el estado actual del mundo fue mansa. El espíritu la pasó fenomenal.

En tiempos caracterizados por una pandemia que no tiene pinta de que vaya a desaparecer a corto plazo, aunque haya amainado bastante, Tokio fue un descanso en medio del agobiante camino que todos venimos recorriendo desde hace año y pico. Con tribunas semivacías, los atletas cumplieron lo que fueron a hacer para estar a la altura de las circunstancias, tal cual la emoción y el entretenimiento lo exigían. Cinco años atrás, en Río de Janeiro participaron 11.151 atletas de 206 países,  en 306 actividades correspondientes a 28 disciplinas olímpicas. En Tokio compitió la misma cantidad de países, pero los deportistas fueron 11.656 –incluidos 29 del Equipo Olímpico para Refugiados, atletas que han sido desplazados de sus países de origen debido a conflictos o desastres naturales–, los que participaron en 339 competencias en 33 deportes. El más joven fue el sirio Hend Zaza, que a los 12 años de edad compitió en ping-pong; la más vieja fue la atleta ecuestre australiana Mary Hanna, de 66 años. 

El deporte con menos participantes fue ciclismo BMX estilo libre, con solo 19 competidores. Los estadounidenses participaron en todas las disciplinas, menos en balonmano y hockey sobre césped. Fue el país con más deportistas, 657 (158 en atletismo, la mayor cantidad de cualquier deporte olímpico). Sin embargo, por primera vez en la historia olímpica, la rama masculina no ganó ni una sola medalla de oro en 100, 200, 400 metros llanos y en vallas. Uruguay mandó 11 atletas, pero no fue el país con menos competidores. Otros 13 países le ganaron. Andorra, Bermudas, Brunéi, República Centroafricana, Dominica, Lesoto, Islas Marshall, Mauritania, Nauru, San Cristóbal y Nieves, Somalia, Sudán del Sur y Tuvalu enviaron cada uno solo 2 competidores, Batman y Robin, y uno de ellos, Bermuda, vivió algo parecido a un milagro. Su atleta Flory Duffy ganó oro en triatlón. 

En español, los nombres de casi todos los deportes son masculinos: el fútbol, el básquetbol, el ciclismo, el boxeo, el rugby, el béisbol, el tenis, el atletismo, el vóleibol, el salto con garrocha, el lanzamiento de disco, etcétera.  El único femenino que me viene a la cabeza es la natación. Y las bochas (aunque no es disciplina olímpica). Los deportes, tradicionalmente y hasta hace no mucho, han sido un espacio dominado por el hombre. En el más popular de todos, el fútbol, el interés por los partidos disputados por hombres en el profesionalismo supera ampliamente a los de las mujeres, aunque, debido a la insistencia con que la FIFA ha promocionado y auspiciado el fútbol femenino, este va ganando popularidad. Los partidos de esta categoría disputados en Tokio tuvieron tan buenos ratings televisivos como el de los hombres. ¿Estaremos en el umbral de un gran cambio en lo que refiere a popularidad de algunos deportes? El debut de los antes llamados deportes extremos, como skateboarding (patineta), puede considerarse extraordinaria. Los ratings televisivos fueron excelentes. En estos tiempos, todo puede ser posible, incluso lo que parecía imposible, como que algunos deportes ya les están pisando los talones a otros que habían dominado la palestra olímpica desde los primeros juegos modernos a principios del inolvidable siglo xx.

Los juegos olímpicos de Tokio tuvieron como lema: “Más rápido, más alto, más fuerte – juntos”. Por dos semanas, el mundo estuvo unido en torno a algo. Fuimos parte de una tribu universal adicta a las aventuras del ser humano con el tiempo. Somos parte de la civilización del apuro. En la vida diaria nos falta tiempo, y en las olimpíadas hemos celebrado a quienes cubren una distancia en menos tiempo. Somos respetuosos de la escasez temporal relacionada con justas deportivas; no pasa tan así en la vida. El tiempo que para nada sobró en las velocísimas competencias ahora nos sobrará a nosotros. ¿Qué hacer con el tiempo que por tantos días seguidos dedicamos a repasar los resultados antes de irnos a dormir, sabiendo que los atletas a los cuales les tenemos simpatía pasaron a la ronda semifinal y los tendremos en la final para hinchar por ellos, aunque no sepamos bien cuál es su nombre y tengamos dificultad para pronunciar su apellido? Habrá que acostumbrarse (y volver a Netflix).

Los juegos olímpicos siempre logran encantarme, de la misma forma que lo hacía el flautista de Hamelin. Esta vez en el respetuoso y aseado Tokio –mi admiración por los japoneses es infinita– vi algunos deportes, sin entender bien lo que estaba viendo. Mejor dicho, entendí mientras veía, pero dejé de entender una vez que intentaban explicármelo. Vi a gimnastas volar por los aires, hacer cosas con su cuerpo que yo no me animaría a hacer ni siquiera con ayuda de efectos especiales, disfruté la escena, terminé sorprendido, pero siempre me quedaba a mitad de camino al querer comprender por qué a uno le quitaban puntos y al otro competidor no, cuando para mí los dos habían hecho lo mismo, exactamente. Debería haber una olimpíada previa a la verdadera, como una especie de clase colectiva para todos quienes quieran aprender los reglamentos de cada deporte y conocer los criterios de los jueces a la hora de recompensar a unos y quitarles puntos a otros. En fútbol es fácil: gana quien mete la pelota en el arco. En básquetbol, quien la mete más veces por el aro. En otras disciplinas, en cambio, para un neófito no resulta tan fácil dictaminar al ganador.

En varios aspectos han sido unos juegos olímpicos espectaculares, no solo por haberse realizado contra viento, marea y covid 19 cuando nadie creía que podrían llevarse a cabo. La belleza física asociada a la velocidad, la fuerza, la resistencia y la persistencia actualizaron la estética inconfundible de los deportes en todas sus gamas. Al verlos todos juntos, en una seguidilla de días para guardar en el archivo más inexpugnable de la memoria, cualquiera puede llegar a la conclusión de que el más popular de los deportes pierde por goleada en comparación con otros en los cuales la cuota de técnica y dificultad supera lo posible. Comparado con otros más cercanos al arte de lo sublime, el fútbol es un deporte estéticamente sobrevaluado. En las canchas abundan perros con shorts que no pueden parar una pelota, y sin embargo, consiguen jugar en primera división. En natación, gimnasia o atletismo, ese escenario de carencia técnica es inconcebible. Solo los excelentes pueden competir. Su arte es laborioso, y depende del detalle, del trabajo coreográfico de cada músculo del cuerpo. Les lleva años, entrenándose diez horas diarias todos los días de la semana, poder conquistar el perfeccionamiento de su técnica y, por ende, bajar una milésima de segundo y aspirar a conseguir un récord. Tokyo 2020 ha sido la fiesta magistral de todos esos logros. 

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