Pancho Perrier

La talla de los líderes se mide en malos tiempos

En los próximos años, con un gobierno menos estable y una región convulsionada, se verán la madurez y la presunta “excepcionalidad” uruguaya

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09 de noviembre de 2019 a las 05:04

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Desde marzo Uruguay tendrá un presidente sin mayoría parlamentaria, que dependerá de alianzas generales o de acuerdos puntuales. Ese escenario, que fue bastante común, se olvidó durante los últimos 15 años de gobierno frenteamplista; pero ahora está en el debate hacia las elecciones nacionales.

Una encuesta de Equipos Consultores divulgada el martes señaló que Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional, aventaja a Daniel Martínez, del Frente Amplio, por 47% a 42%, para el balotaje del próximo 24 de noviembre.

Desde 1999, cuando se inauguró el sistema de balotaje, el Frente Amplio suele aumentar su votación entre 9% y 14% entre la primera y la segunda vuelta. De mantenerse esa regla, su registro el próximo 24 de noviembre estaría entre 42,5% y 44,5%. Pero necesita al menos 47,5% para ganar (hay que restar más de 5% que vota en blanco o anulado), lo que por ahora es improbable).

Si bien la izquierda se ha debilitado en todo el país, es el interior el que daría el triunfo a Lacalle.

En el balotaje de 2014 la fórmula frenteamplista Tabaré Vázquez-Raúl Sendic obtuvo 57,4% de los votos emitidos en Montevideo y 49,9% en el interior. Ahora, según la encuesta de Equipos, cuando restan 6% de indecisos, la izquierda obtendría 48% en Montevideo y 37% en los demás departamentos.

El prestigio del Frente Amplio sufrió una caída vertical en el interior. Se debe a la creciente inseguridad, y al deterioro de la situación económica y al desempleo, que se perciben antes en los pueblos vinculados a la producción primaria que en la superestructura de la capital. Montevideo, que es una aldea, se mira el ombligo como si fuese el mundo.

El Frente Amplio también ha sido afectado por la arrogancia y locuacidad de sus militantes y de ciertos líderes, portadores de una fe excluyente y despectiva. Ante el oficialismo se desplegó una potente escuadra opositora: un amplio arco de navíos grandes y pequeños (que representan el 54% de los votos nacionales, 17 senadores en 30 y 56 diputados en 99), unidos por familiaridad ideológica, por un contrato genérico y por la afinidad y ambición de sus líderes.

Los blancos, cabeza de esa coalición, se mostraron abiertos a modificar ciertas propuestas liberalizadoras de su programa para complacer a los socios menores, a quienes necesitan para ganar y, sobre todo, para gobernar a partir del 1º de marzo.

Esta coalición opositora de inspiración liberal o conservadora, que se propone realizar una serie de reformas urgentes o sustanciales, duraría previsiblemente entre dos y tres años, antes de que sus integrantes vuelvan a competir entre sí. Su mayor debilidad es la inexperiencia relativa.

Mientras tanto la izquierda, una muy curtida alianza entre decenas de sectores, grandes o minúsculos, que fue exitosa durante décadas, ahora parece varada por sus vetos internos y la pérdida del impulso reformista.

Desde 2015 su gestión gubernamental fue básicamente defensiva, pese a contar con mayoría parlamentaria, tras el agotamiento de los recursos públicos en el período de José Mujica, y tras ciertos sonados fracasos, como el efímero intento de Tabaré Vázquez de reformar la enseñanza estatal.

El Frente Amplio ha aprendido a no avanzar en aquello que lo divide, para evitarse luchas intestinas y divisiones. Pero ese conformismo puede costarle ahora el gobierno. Para empeorar las cosas, tres de cada cuatro de sus parlamentarios elegidos el 27 de octubre están muy volcados a la izquierda. Eso le dificulta captar votos de centro, imprescindibles para ganar el balotaje, y también para gobernar.

Un nuevo gobierno frenteamplista se vería obligado a aplicar veto tras veto a leyes aprobadas por un parlamento con mayoría opositora; y a buscar acuerdos puntuales con una amplitud y paciencia que no ha exhibido hasta ahora. Le resultaría mucho más fácil llevar una oposición cerrada a un gobierno de coalición encabezado por Lacalle Pou.

Daniel Martínez ha salido a disputar cada voto, y a seducir a los frenteamplistas desencantados, por ahora con más esfuerzo que fortuna. También propuso un equipo de gobierno conocido y probado, con aire de restauración: Mario Bergara (Economía), Gustavo Leal (Interior), Cristina Lustemberg (Desarrollo Social), José Mujica (Ganadería) y Danilo Astori (Relaciones Exteriores).

Casi todos ellos provienen del ala “moderada” o socialdemócrata de la coalición, que es el perfil que el Frente Amplio cultiva ahora desesperadamente. Y si bien Mujica representa una corriente entre radical y populista, sigue siendo el más apto para restar algunos votos decisivos al Partido Nacional y a Cabildo Abierto. A cambio, Martínez toma el riesgo de hacer que su coalición parezca algo muy viejo e inerte.

Los militantes del Frente Amplio están haciendo un esfuerzo consciente por bajar el nivel de soberbia y de satanización de sus adversarios, tan común en las redes sociales. Según un documento que divulgó La diaria el miércoles 6, sus dirigentes proponen “respeto, aceptación de las razones del otro, humildad, autocrítica”.

En otra gran paradoja histórica, el Frente Amplio ahora agita los temores al cambio, y amenazas bastante explícitas, como hicieron colorados y blancos para exorcizar a la izquierda a partir de 1971.

Está claro para todos que el país tendrá más inestabilidad política a partir de 2020, gane quien gane. Para peor suerte, toda la región está convulsionada. Brasil bajo Bolsonaro es poco previsible, aunque su economía se recupera; en tanto Argentina, con nuevo gobierno K, sufre otra gran fuga de capitales desde 2018 y va rumbo a su enésimo default. Entonces se verán el grado de madurez y la presunta “excepcionalidad” uruguaya.

“Las democracias (…) se desploman cuando las fronteras se convierten en abismos”, advirtió Adolfo Garcé en El Observador del miércoles 6. “Si (los dirigentes) siembran vientos, terminaremos recogiendo tempestades. Como siempre, serán los más débiles los que más sufrirán las consecuencias”.

Desde Daniel Martínez hasta la vicepresidenta Lucía Topolansky, pasando por dirigentes sindicales, vaticinan cinco años de conflictos si gana la coalición opositora (y desempolvaron palabras como “combate”, “resistencia”, “vida imposible”). Suena a amenaza, y es un camino sin salida. América Latina se desangra y empobrece por la intolerancia política, de derecha e izquierda, y sus males conexos.

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