Carlos Páez Vilaró

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Las caras de Carlos Páez Vilaró, un artista inmortal con una vida de aventuras cinematográficas

El artista uruguayo, que habría cumplido 100 años, se convirtió en uno de los nombres más populares de las artes uruguayas
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05 de noviembre de 2023 a las 05:00

Carlos Páez Vilaró nació en Montevideo, el 1º de noviembre de 1923. Hace cien años. El hijo de doña Rosa Vilaró Braga y el Dr. Miguel Ángel Páez Formoso, creció en el barrio Malvín junto a sus dos hermanos, Miguel y Jorge pero se aventuró en una vida de aventuras casi cinematográficas.

Perteneció a una generación integrada por artistas como Juan Ventayol, Manuel Espínola Gómez, María Freire, Raúl Pavlotzky, Rómulo Aguerre, Alfredo Testoni, Washington Barcala, Hilda López, Américo Spósito, Jorge Damiani entre muchos otros, incluyendo a su propio hermano Jorge. Fue autodidacta, por lo que su investigación y experimentación artística estuvo fuertemente vinculada a sus experiencias sociales así como la incansable búsqueda de inspiración. 

"Si tengo que definir a mi papá lo hago como un gran laburador incansable. Por ahí se creía que tenía una vida más bohemia pero si hay algo que recuerdo es que era un gran trabajador. El título del libro que presentamos el otro día, El hombre que lo intentó todo, lo define porque realmente intentó desde ser patinador, golero, estudiar a máquina en la Pitman, pintor, escultor. Hizo todos los tablados. Siempre intentó todo, fue un gran intentador", recuerda ahora su hijo Carlos Páez en diálogo con El Observador.

Carlos Páez Vilaró

Esa búsqueda inquieta lo llevó a Buenos Aires, donde la vida porteña lo sedujo y se coló en sus pinturas.

Su primer trabajo fue en una fábrica de fósforos en Avellaneda. Meses después se vinculó al medio de las artes gráficas como aprendiz de cajista de imprenta en Barracas, donde conoció a algunos de los grandes dibujantes de la época y se aventuró a sus primeros cuadros con trasfondos sociales.

“Yo era un muchacho lleno de ganas de viajar y de vivir, de sostener a mi familia, y como buen valiente me tiré a cruzar el río. Porque para los uruguayos el río es una tentación: queremos saber si lo que dice Gardel en sus tangos es verdad”. Pintó las noches, la bohemia, el tango, la milonga y el bar en la Buenos Aires de Juan D’Arienzo y Paquito Busto.

Cuando decidió volver a Montevideo, a fines de la década del 40, necesitó reconectar con esa fuente de inspiración cultural. “Montevideo me resultaba cerrado. Por más que buceara en los más secretos rincones de la ciudad, nada me motivaba para llevarlo a mis telas. Me transformé en un detective que hurgaba la vida del Mercado Modelo, el Mercado del Puerto, la Feria de Tristán Narvaja y los pocos cabarets que sobrevivían en la noche capitalina. Me introduje en los corralones de cereales, visité los frigoríficos del Cerro o los aledaños de Maroñas, donde en rueda de timba se reunían los criadores de caballos de carrera”, escribió el artista.

Estaba en los comienzos de su pintura y sabía que solo encontraría los motivos para pintar “cerca del trabajo y del hombre”. Y fue una tarde de diciembre en la que fue a pintar la silueta del tanque del Gas en Barrio Sur que sintió el temblor de las lonjas. 

Carlos Páez Vilaró, un Mediomundo y un mundo entero

“Me quedé petrificado sobre las baldosas de la vereda. Un hormigueo recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Comencé a vislumbrar que a partir de esa humilde cumparsita retornarían mis ganas de pintar”, así describió Carlos Páez Vilaró su primer encuentro con el candombe en su libro Entre colores y tambores. Ese hormigueo que le recorrió el cuerpo lo llevó a seguir el sonido del tambor hasta la entrada del conventillo Mediomundo.

En la parte alta, a la que se llegaba por una enclenque escalera de hierro, una pieza era la posada del candombe. “Al tomar el primero de esos tamboriles y acariciar con mi mano la piel de potro que lo cubría, me sentí revisando el mapa que desde ese instante comenzaría a recorrer. Y así que. El negro uruguayo me abrió generosamente sus brazos y su vida, ofrendándome con ternura la riqueza de su folklore, para que yo pudiera expresarme como artista”.

Páez Vilaró se incorporó a la vida del Mediomundo y su arte trasgredió los límites de los soportes convencionales –en los que pintó la vida de la comunidad afrouruguaya en sus diferentes formas, desde celebraciones hasta velorios–, dibujó ropa para los lubolos, pintó tanto sus caras como los tambores y estandartes. También compuso letras de candombes y se colgó su inconfundible piano durante más de cinco décadas.

“Aquel caserón resultó ser el conventillo Mediomundo, que más adelante se convirtió en mi mundo entero”.

La cultura afrouruguaya se volvió parte de la obra de su vida. “Cuando subí la cuesta de la calle Cuareim rumbo a 18 de julio para regresar a mi casa, ya no me importaron mis dibujos de los tanques del gas. En ese momento sentí que algo me había rozado, que algo nuevo habitaba en mí. En aquella comparsa surgida del anonimato y la pobreza había descubierto mi razón para volver a pintar con más fuerza y más fe que nunca”.

Desde entonces, Páez Vilaró avanzó a paso corto desflecando las alpargatas contra los adoquines en cada Desfile de Llamadas. "Tocando el tambor me sentía liberado y propietario de una inexplicable felicidad. Sabía que jamás iba a tocarlo como los negros, pero lo intentaba poniendo mi mayor esmero para no perderme del compás. Era algo más fuerte que yo, absolutamente inexplicable. (...) Ser protagonista de esa atropellada de tambores es como caminar envuelto en la tormenta".

El 25 de febrero de 2014 el coche fúnebre que trasladaba el cuerpo del artista hizo una única parada, después de ser velado en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo: Mediomundo. Dos formaciones de tambores flanquearon el cortejo y empezaron a sonar por última vez para el artista que se había convertido en parte de la familia de Cuareim 1080. Cubrieron el ataúd con un dominó con los colores de la comparsa y una rosa blanca. La batea subió y la vibración de las lonjas lo envolvieron. Se despidió así del candombe y la cultura aforuruguaya. 

Doce días antes había desfilado en Isla de Flores. Había decidido que esa, a sus 90 años, sería la última vez que lo haría. Que caminaría tocando aquel piano que le regaló Juan Velorio, confeccionado en cedro, desde Carlos Gardel hasta Minas. 

“Él tenía 90 años y desfilar casi 15 cuadras con un gran tambor no es sencillo para nadie, así que cuando iban unas pocas cuadras le dije a Carlitos que dejara, que ya nos había recontra cumplido y muy a su pesar, porque no quería aflojar, se fue con sus hijos. Poco después una señora parada sobre su silla me preguntó por dónde venía Páez Vilaró con su tambor: era lo que más quería ver. Y bueno, Carlitos murió y ni siquiera se lo pude contar. Por un lado mejor, seguro me iba a rezongar, me iba a decir: ¡viste que tenía que seguir por la gente!”, contó entonces el fundador de C1080 –referente del candombe e hijo de Juan Ángel Silva– Waldemar “Cachila” Silva a El Observador. “La tristeza es enorme, realmente es brutal, se fue un gigante de la cultura uruguaya, ya lo extrañamos”.

La celebración de las Llamadas 2023 llevó el nombre del artista plástico, que este año cumpliría 100 años, por su vinculación con el candombe y la cultura afrouruguaya. 

"Con todos sus defectos, mi pintura es de franqueza y de sinceridad. Será porque la semilla de mis primeros cuadros germinó a ritmo de candombe en el corazón de los barrios Sur y Palermo, donde cuando muchacho desde la  pobreza y la humildad quemaba en fogata mi entusiasmo para salir las noches de luna a tocar mi tambor".

Carlos Páez Vilaró, un artista peregrino

Páez Vilaró hizo de su vida una permanente y profunda investigación. En esa búsqueda ha dejado la mayor parte de su obra diseminada por los caminos que recorrió uniendo su pasión por la pintura y su indomable interés por conocer países, culturas y personas.

“Pintar en tránsito es mi estilo. Poner mi oído contra la tierra para escuchar el corazón de los pueblos y que sus latidos se impriman en mis telas”, decía el artista en Arte y Aventura. Las épocas en las que sus cuadros y sus dibujos fueron moneda de cambio en un trueque para pagar hoteles por el mundo.

Jorge Amado y Vinicius de Moraes inspiraron su primer viaje a Bahía, antes de decidir continuar son su investigación sobre lo que llamaba "negritud" en el continente africano. Senegal, Liberia, Congo, Chad, Gabón, República Dominicana, Haití, Camerún, Nigeria. Comenzaba la década del 60 y el artista fue testigo de los primeros soles de libertad en un continente que –en sus propias palabras– "hervía por romper cadenas". Pintó centenares de obras, realizó múltiples exposiciones y dejó su sello en grandes murales. "Ofrecí mis colores a su independencia".

Cruzó el río Ogooué en una canoa de tronco ahuecado para llegar un leprosario de Lambaréné donde vivió con el Dr. Albert Schweitzer, ganador del Premio Nobel de la Paz en 1952.

Años más tarde regresó a África como parte de la expedición francesa Dahlia para con el objetivo de filmar una película"Ahí contraje paludismo pero eso no detuvo mi idea de hacer un film de homenaje al negro. En territorios tribales, samburus, masais y turcanas con un equipo de aviones, camiones y jeeps durante medio año filmamos Batouk, montándola en los laboratorios de París", relató el artista en sus memorias.

El filme fue distinguido para clausurar el Festival de Cannes y fue valorado por su "temática poética, fuerza y dramatismo en escenas desplegadas en delirante cinemascope techniscope color, paralelamente a una magnífica banda musical".

Fantasías africanas. En el marco del Centenario de Carlos Páez Vilaró el Museo Nacional de que se podrá ver hasta el 18 de febrero de 2024 en el Museo Nacional de Artes Visuales (MNAV). “El centenario del natalicio del artista es propicio para conmemorar la figura del creador singular, y en ese sentido este proyecto busca a través de una selección de más de 50 obras señalar y destacar la importancia y la originalidad de su producción artística dentro del panorama de las artes visuales americanas”, escribe el curador de la muestra, Manuel Neves.

Pero no fue su única película. En 1964 se estrenó el último largometraje junto al grupo de artistas franceses, titulado Pulsación. Una película que fue musicalizada por Astor Piazzolla. "Pinté los árboles de rojo, teñí los autos de azul....Tomé la filmadora y la usé como aspiradora. Absorbí el dolor, el color, el ritmo, la alegría y también la miseria del mundo. Después los lancé como un proyectil sobre la pantalla", escribió Páez Vilaró en ese entonces, según había informado la periodista Camila Cibils en El Observador. Pulsación se proyectó en un cine privado en Montevideo una sola vez.

En la década del 50 conoció a Pablo Picasso y el artista español invitó su residencia-taller de Villa California en los Alpes Marítimos. Aquel encuentro marcó Páez Vilaró, tanto en su hacer artístico como en su memoria. También conoció a Salvador Dalí, Giorgio De Chirico y Alexander Calder en sus talleres en un peregrinaje europeo que le dio un nuevo entusiasmo en contacto con la pintura, los museos y los artistas.

Expuso en Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Vivió tres años en Nueva York y desparramó su vida entre Uruguay, Estados Unidos y Brasil. Pero siempre estuvo Maldonado para regresar: "Es Casapueblo de Uruguay, mi timonera, mi barco blanco inmaculado, mi trampolín para partir y al que siempre regreso".

Con la necesidad de promover a la nueva plástica uruguaya, en 1958 va a fundar el Grupo 8 junto a Oscar García Reino, Miguel Ángel Pareja, Raúl Pavlotzky, Lincoln Presno, Américo Spósito, Alfredo Testoni y Julio Verdié. Un conjunto de artistas, que con diferentes técnicas y miradas, expusieron su obra en conjunto tanto en Uruguay como en el exterior durante cuatro años.

Carlos Páez Vilaró, en 36.500 soles

“¡Hola Sol! Gracias por volver a animar mi vida de artista. Porque hiciste menos sola mi soledad. Es que me he acostumbrado a tu compañía que si no te tengo, te busco por donde quiera que estés”. La voz de Carlos Páez Vilaró sigue sonando en Casapueblo cuando comienza la ceremonia del sol. Esos minutos antes durante el atardecer en los que el artista vuelve a conversar con su amigo más antiguo. 

100 años, 36.500 soles. Símbolo de la obra de Carlos Páez Vilaró, el sol se convirtió en su guía y su mentor, iluminando siempre sus cuadros. El sol fue lo primero que le enseñó a pintar a su hija Agó.

Y Casapueblo es su "escultura habitable". La empezó en 1958 y la modeló con sus manos a lo largo de tres décadas, ignorando los principios de la arquitectura o el diseño tradicional. Siguiendo formas orgánicas y acompañando el paisaje de los acantilados rocosos de Punta Ballena. "Pido perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero", dijo luego.

En su poema al sol, Páez Vilaró recuerda que el día que comenzó la construcción de su hogar-taller era un día "inflamado de tormenta". "El mar había sustituido el azul por un color grisáceo empavonado, en el horizonte un velero escorado afinaba el rumbo para saltear la tempestad, el cielo se llenaba de graznidos de cuervos en huida, la sierra se peinaba con la ventolera alborotando a la comadreja y al conejo", relata.

Entonces, salió el sol. "Como un anuncio sobrenatural el cielo se perforó y apareciste vos. Eras un sol nítido y redondo, perfecto y delineado, puesto sobre el escenario de mi iniciación con la fuerza sagrada de un vitreaux de iglesia. Desde ese instante sentí que Dios habitaba en ti, que en tu fragua derretía la fe y que por medio de tus rayos la transmitía por todos los sitios donde transitabas".

Su casa-taller se transformó en un símbolo de puertas abiertas a sus amigos y artistas como Pelé, Vinicius De Moraes o Isable Allende. Con pasillos que llevan nombres de cantantes, escritores o músicos.

Pero no solo fue amigo del sol. Durante el largo período en el que buscó a su hijo Carlos entre los picos nevados de Los Andes se hizo amigo de la luna. "Entre Carlitos y yo estaba la luna que me miraba desde el cielo. Y yo le había chiflado detrás de la Cordillera, como para que supiera que estaba ahí", escribió después de aquella tarde en la que leyó desde San Fernando la lista de nombres de los sobrevivientes en Radio Montecarlo. Y en quinto lugar dijo: “Carlitos Miguel Páez, mi hijo”.

Carlos Páez Vilaró, muralista

“Tiene una figura ambivalente. Por un lado fue de los tipos más populares que pasaron, tuve que caminar por la calle con papá en Montevideo y era imposible porque te saludaba todo el mundo, y por otro lado tiene una faceta más de jet set a raíz de que hizo una película que clausuró el Festival de Cannes en Francia y entabló amistad con Brigitte Bardot y con Gunter Sachs. Pero papá era un tipo popular. De hecho, fue un gran muralista y él pedía la pintura para el pueblo, para que todo el mundo la viera”, considera su hijo Carlos en diálogo con El Observador.

El artista dejó su marca de estilo en las paredes intercontinentales. En 1960 pintó el mural Raíces de la Paz en la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington D.C. Una obra que, con 162 metros de largo, fue considerado en ese momento "el más largo del mundo".

En Argentina, como homenaje a Buenos Aires pintó uno en la Avenida Figueroa Alcorta. En la Polinesia hizo uno en la casa de Marlon Brando. En el Congo dejó uno en el Palacio Presidencial. En Uruguay regó sus murales desde el Aeropuerto de Carrasco hasta la Cárcel de Punta Carretas. Su vida de artista, decía Páez Vilaró, se podría revisar recorriendo los murales que ha pintado: "Siempre pensé que la pintura mural es el arte generoso que se expresa en la frente del pueblo para el goce de todos".

"Yo siento que mi padre es como inmortal para los uruguayos. Que ha quedado grabado en su arte, en todos sus murales, en sus pinturas. En todos los lugares para mí hay un mensaje. Encuentro que siempre hay una señal. Lo veo presente. Para mí, más allá de que ya partió, sigue siendo inmortal por todo lo que trabajó, por todo lo que hizo y por todo lo que dejó para este país. Me gustaría que creciera su imagen a través del arte de nuestro país en cada persona que se conecte con el arte", dijo su hija Agó Páez a El Observador.

Carlos Páez Vilaró habría cumplido 100 años el 1 de noviembre. Pintó con el mismo entusiasmo tanto los restos fósiles de una ballena, el fondo de una piscina, las velas de un barco, un cuerpo desnudo, un mural récord o un escudo tribal. Dejó su estilo presente en las artes uruguayas, acompasado por su popularidad: "Soy feliz de haber dedicado mi arte a lo general, poniéndolo al alcance del pueblo despojado de elitismo".

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