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Lluvia de estrellas y Lo que nos toca

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30 de agosto de 2020 a las 05:00

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Lluvia de estrellas

Querida Magdalena:

Cuánto me ha confundido su última carta, no sabría decirlo suficientemente. ¿Cree usted verdaderamente que reside en nosotros el poder suficiente como para ser dueños y no esclavos de la tecnología? Se ha dicho que los nietzscheanos son sólo kantianos sentimentales, pero usted no encaja en ese cliché. Le encanta el deber ser, la voluntad ejercida. Como en aquella sentencia del paseante de Königsberg: “El entendimiento no deriva sus leyes de la naturaleza, sino que se las prescribe”. ¡Ojalá fuera así!

Cuando, por oposición, he sostenido que las pantallas pueden ser máquinas de guerra al servicio de una tiranía invasora, mi lado de la página tomaba un aspecto primitivo y conspirativo, mientras el suyo se iluminaba con las luces de la Ilustración. Me atreveré, sin embargo, a sostener mi rústico punto de vista.

La invito, en primer lugar, a considerar que Siri -la célebre asistente virtual del iPhone a la que usted se refería- no sólo es una ingeniosa aunque limitada invención de la ingeniería, sino un momento dialéctico dentro de la Historia de la Cultura, en una línea de tiempo: …el cálamo del escriba egipcio, la pluma del monje medieval, la lapicera fuente recargable de Hemingway, el bolígrafo BIC con que hacemos los crucigramas del Times, la máquina de escribir, el procesador de textos, y… Siri. (Y, en todo ese camino milenario, sólo con Siri el ser humano ha dejado de escribir. Si nadie más se ha dado cuenta de esto, entonces Frank Navasky y yo estamos realmente solos en el mundo). 

Pero la descripción evolutiva que hemos propuesto nos enseña algo quizás más importante. Y es que nuestro smartphone no es meramente una cosa neutra, sino una herramienta del pensamiento y un hecho cultural.

Pierre Bourdieu desarrolló, sobre todo en los años 70 del siglo pasado, un concepto de cultura muy interesante. Había leído, en el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels que el motor de la historia, era la lucha en torno a la propiedad del capital y de los medios de producción.

En su interpretación, Bourdieu extendió el concepto. El capital, dijo, no consiste únicamente en activos materiales. Es, sobre todo, la cultura, que no es un ecosistema para la comunión, sino el medio que permite que unos dominen a otros, mediante la propiedad de un saber y de un modo de actuar y de comportarse socialmente.

Personalmente no creo que la cultura sea solamente eso. Pero no es difícil para nosotros -pues la Historia ha convertido las grandes distopías de Huxley y Orwell en profecías- imaginar un mundo en el que la cultura, consciente o inconscientemente, se convierta en un medio eficaz de sometimiento y esclavización.

Emmanuel Levinas era bastante pesimista al respecto. Pensaba que el totalitarismo -esa deriva intelectual que legitima que en nombre del todo se sacrifique a la parte, y en nombre de la causa se elimine a la persona- era un producto natural, y no un accidente de la cultura. No hablamos aquí de un individuo malvado, el tiranuelo que reduce el bien común a su bien particular y utiliza el avión presidencial para irse de vacaciones. En el totalitarismo -“la ideología al poder”, en palabras de Arendt-, puede darse la dictadura incluso sin un dictador físico, visible, cuando una teoría “que confunde la realidad y la ficción” se hace hasta tal punto dominante y extendida, que legitima entre quienes la comparten el uso de la violencia hasta excluir e incluso eliminar a quienes reclaman el derecho a pensar de otra manera. Pero ¿no es exactamente eso lo que sucede ahora, por ejemplo, con la ideología de género o el movimiento Black Lives Matter?

Vuelvo ahora al smartphone, pero más ampliamente a las Tecnologías-que-nos-conectan-con-el-todo. La pregunta pertinente es: ¿A qué todo nos conectan?

Bourdieu no es un marxista más. Nos enseña que no hay un todo culturalmente neutro y eso abona el uso de la tecnología como herramienta de colonización y de poder. De un poder potencialmente totalitario que, como dijeron Levinas y Arendt, no reviste la forma de un dictador físico sino de una cultura dominante. Quizás la cultura dominante sea el meteorito. Y nosotros los dinosaurios que miran divertidos esa fascinante lluvia de estrellas.

Lo que nos toca

Estimado Leslie:

No coincido para nada con que los nietzscheanos son kantianos sentimentales (aunque debo admitir que sí existen algunos pseudo-apóstoles de Nietzsche -aficionados a sus sentencias, pero de su obra completamente ignorantes- instigadores de ese cliché). Si hubo un filósofo de la voluntad ejercida, ese fue, sin lugar a duda, Nietzsche.  En efecto, su Superhombre (tan diversamente interpretado) es el hombre “soberano de sí”, capaz de ejercer su voluntad para auto-determinarse y elegir quién quiere ser y qué quiere hacer. Pero lo que define a la libertad humana es, antes que nada, el empeño y la capacidad para dominar los impulsos y tendencias inherentes que coartan nuestra autonomía.  El hombre espiritualmente superior de Nietzsche entiende que las amarras más difíciles de soltar son las que se encuentran dentro de sí mismo, bajo la forma de miedos, resentimientos y creencias no examinadas.  El “soberano de sí”, en fin,  reconoce el conflicto entre sus deseos contradictorios y ejerce su voluntad para potenciar al que estima más idóneo.

Nosotros, por el contrario, solemos mirar hacia afuera, desde el celular pasando por las personas, los hechos, las ideologías y la cultura, buscando a qué o quién culpar por nuestro sentimiento de alienación.

Y si bien existen hechos y credos claramente injustos y despóticos -a los que debemos hacer frente con el objetivo de desmantelarlos- de nada sirve intervenir sobre la realidad sin antes revisar nuestra, generalmente inconsciente, complicidad con los mismos.

Es verdad que me encanta (¡tanto como me cuesta!) el deber ser. Pero no el impuesto por una voluntad ajena, a la que no se me permite examinar o cuestionar, sino aquel que me obliga a hacerme cargo de lo que me toca. Pero lo importante no es mi agrado o simpatía por el sentido del deber ser, sino el entendimiento de que es necesario separar el trigo de la cizaña (o, como enseñaban los estoicos, a distinguir entre lo que depende y no depende de mí) para no caer en la auto-indulgencia absurda, que solo sirve para perpetuar la desidia, el error y el malestar.

Vivimos en una época en que la agenda de derechos está a la orden del día (¡y bienvenida sea!), pero el problema es que la de las obligaciones y responsabilidades permanece archivada en el cajón de lo demodé, cuando no políticamente incorrecto o, lisa y llanamente, censurable.

Responsibility, en inglés, alude a la habilidad para responder a las personas, los hechos y también a la cultura de la que somos arte y parte. Y es pertinente decirlo, porque el concepto de responsabilidad se suele confundir, erróneamente, con el de culpa. La habilidad para responder refiere, no al reconocimiento de una falta o error, sino a la capacidad para pensar y elegir el sentido del deber ser. Aunque no seamos instigadores directos de “la ideología al poder” (ya sea la de género, la de Napoleón -el despótico cerdo en la novela de Orwell- o la de la tiranía tecnológica), sí somos responsables de cómo respondemos a ella. Ya lo enseñó Thoreau, y también Gandhi: si una ley es inmoral, es nuestro deber moral desobedecerla. El derecho a solicitar la rectificación de una circunstancia o norma injusta o perniciosa es tan sustantivo como el deber de responder o reaccionar a ellas, conforme a lo que nos dicta la conciencia.

Sí, Leslie, a todos nos debería encantar el sentido del deber ser y la voluntad ejercida. Cuando menos, para no ser esos dinosaurios -no divertidos sino auto-embaucados-, creyendo que los meteoritos son un accidente natural o una infamia confabulada por otros, y no un estrago propiciado por nuestra falta de voluntad para responder a lo que nos toca.

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