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2 de junio 2020 - 5:04hs

Desde la época de las cavernas el hombre (¿hombra?) se ha enfrentado al mismo problema existencial: la escasez. De alimento, cobijo, salud, energía, sexo, sus necesidades básicas de supervivencia. Tras doscientos mil años, junto con la civilización esas necesidades fueron creciendo casi infinitamente, con lo que la escasez pasó a ser también casi infinita. La solución fue, a lo largo de la historia, casi unánimemente violenta.

El capitalismo es el orden social que mejor resolvió el problema al adoptar como sistema de administrar los bienes escasos dos pilares conceptuales simultáneos: el precio como mecanismo de racionamiento y la libertad como mecanismo de producción. Si bien los libros intentan fijar momentos precisos de la historia, de la filosofía o de la política en que ello ocurrió, la realidad es que esa construcción surgió de una evolución del comportamiento humano. Los pensadores lo describieron, más que inventarlo. De ahí la enorme contribución de von Mises en su libro “La acción humana”, un tratado de sociología, más que de economía.

Los demás sistemas ensayados en la historia conocida se basaron o concluyeron en la esclavitud, la violencia, la opresión, las hambrunas, la miseria o la extinción de las sociedades. Eso incluye al fascismo, al nazismo, al comunismo y a todos los socialismos en sus versiones adaptadas a la corrección política de cada época. Sistemas que negaron siempre el criterio del precio como mecanismo de distribución, la libertad como mecanismo de producción o ambos.

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Las evidencias empíricas de estas afirmaciones son irrefutables. Pero las necesidades, reales o inventadas, siguen creciendo por definición. La globalización ha sacado a cientos de millones de la pobreza, pero ha hecho visualizar a otros cientos de millones de pobres que hasta hace pocas décadas no entraban en el conteo. El simple crecimiento vegetativo de la población planteó una nueva demanda que no se enfrentó en muchos casos con criterios de apertura, sino con soluciones instantáneas de la política, que en nombre de la protección impidieron la formación de precios y la libertad de empresa. A ello se agrega el reclamo de equidad o igualdad, otra demanda que cambia el enfoque de la queja, que supone que hay mecanismos distintos para resolver el problema, rápidos y mejores, tal como la redistribución de patrimonios vía impuestos, que se haría por vía de las burocracias del mundo o la eliminación del precio como metodología de racionamiento de los bienes escasos, remedios tantas veces ensayados y fracasados.

Por eso, aún de buena fe, muchos esperan que de esta pandemia demonizada surja un nuevo capitalismo, generoso, solidario, redistributivo y sobre todo instantáneo. Porque lo que más molesta es la necesidad del esfuerzo previo, del ahorro, del mérito como mecanismo de creación de riqueza. En resumen, lo que se espera del capitalismo es que se vuelva socialismo.

Implícitamente, se disocia la inversión y aún la especulación financiera de la producción de bienes y servicios, un desconocimiento grave, casi fatal. Al menos habría que tener la seriedad de no llamar a eso capitalismo.

Sin embargo, hay algo que debe cambiarse. La ambición, el greed que elogiaba Gordon Gekko en la inolvidable “Wall Street” y que ayer criticara duramente Thomas Friedman en su columna del New York Times, hace rato que camina a menudo por el sendero del delito. Y lo que es peor, lo hace de la mano de los grandes bancos, los grandes fondos y las grandes empresas, en especial las de EE.UU. El modus operandi se llama bonus, el sistema de premio a los altos ejecutivos, que empezó hace 7 décadas, y que, como un virus, mutó para peor con el invento de las Stock Options. De un método para premiar la eficiencia y rentabilidad específicas, se pasó a un premio a los CEOs y altos cargos basado solamente en el valor de la acción, o en la ganancia en cada libro (cada sector de negocios tiene un encargado de rubro que se conoce como libro) de los fondos o los bancos. La idea es esencialmente anticapitalista. Lo que importaba era la ganancia del accionista. Era lógico que se premiara al ejecutivo si el accionista tenía ganancias. Sin embargo, la unidad económica esencial del capitalista es la empresa. El accionista gana, obvio, pero porque gana la empresa y paga dividendos. No porque de cualquier modo aumenta el valor de la acción. Ni porque se dibujan ganancias contables que estallarán a los dos años.

Ese cambio de foco, del interés de la empresa al interés del accionista, condiciona y guía en todo sentido el accionar de los ejecutivos, muchas veces hasta el delito de guante blanco. Todos los episodios de crisis sistémicas en los últimos 25 años que cita Friedman en su columna de ayer se han debido a la fabricación de ganancias, cuando no directamente a estafas. Eso no está en la esencia del liberalismo de ética protestante, base del capitalismo. Como no lo está el concepto del Moral Hazard, el criterio de too big to fail, que ha reinado en el diseño de soluciones de todas las crisis, y que hace que, además de la impunidad delictiva, exista una impunidad económica que impida que las empresas mal manejadas quiebren, en nombre de salvaguardar al sistema. Eso no tiene nada que ver con el capitalismo. Y eso es lo que debe cambiar. No lo que los amantes de la planificación central y el impuestismo quieren que cambie, en un intento de robarle el nombre para camaleonizarse, como antes usó a la democracia cristiana, la social democracia y otros alias.

La próxima nota fundamentará estas afirmaciones y también explicará por qué estos cambios, que son imprescindibles para volver a la esencia, no se harán.  

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