Netflix es una fábrica constante de estrenos. Cada vez que uno entra al menú a buscar novedades, se encuentra con un montón de ellos. La información provista sobre las mismas es mínima, lo cual está bien a los efectos de la sorpresa, pues muchas veces la descripción de cada serie no concuerda con el argumento completo que viene a continuación apenas uno comienza a verlas. Luego de terminar de ver El bosque, de lo mejor que ha hecho la plataforma, y a lo cual me referí extensamente en este diario semanas atrás, quedé a la deriva en un maremagno de novedades de las cuales no tenía noticia alguna.
Casi al azar, como cuando uno elige números al jugar a la ruleta, elegí una de la cual había leído algo, no mucho, y que informaba sobre la presencia de seres mutantes. Estos nunca me han interesado demasiado, pues a lo largo de la historia del cine y de la televisión he sido apabullado por lugares comunes aplicados al tema siempre de la misma forma. Así pues, sin mucho entusiasmo comencé a ver Los inocentes, serie inglesa que sucede en parte en los fabulosos paisajes campestres de Noruega, con fiordos y bosques que parecen milenariamente deshabitados. La envoltura es perfecta. El problema es el contenido, mejor dicho, la falta de uno bueno. Los inocentes no es una serie memorable. Es una muy olvidable. Tiene tantas inconsistencias y situaciones ridículas traídas de los pelos, que uno siente por momentos que está viendo un bodrio total cargado de errores argumentales descalificadores. Además, la blanda historia de amor de los dos adolescentes protagonistas está salpicada de tanta cursilería cercana a la oligofrenia, que a uno le cuesta entender cómo Netflix puso al aire semejante engendro habitado por todo lo malo que no puede tener una serie.
Es tanta la insoportable cursilería que recorre los diez episodios, que al lado de Los inocentes las peores telenovelas de Nené Cascallar o Alberto Migré parecen obra maestras de Ingmar Bergman. Ni siquiera el último episodio se salva. Los cinco minutos finales califican para la antología del desastre. Cuando una serie dramática no consigue que los personajes generen empatía, y a la platea tanto le da lo que les pase, es porque estamos ante un gran fracaso.
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