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Perfidia programática frenteamplista

El temor frentista a exhibir sus ideas francamente es una señal de peligro a tener en cuenta
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04 de diciembre de 2018 a las 05:02

El congreso del Frente Amplio logró su objetivo fundamental: un programa que no dijera nada. En un sistema que hipoteca la democracia en favor de los partidos y transforma a los legisladores en meros ballots robotizados, esta prestidigitación es otro escamoteo que impide el análisis y reflexión del votante, que al emitir su sufragio no sabrá qué vota, ni podrá discernir entre propuestas. Algo definitivamente opuesto a la conducta política que debe regir en una sociedad que se precia de estar entre las mejores democracias del planeta. 
El mecanismo es coherente con la rutina de convertir a los electores en una masa ideologizada que vota por una consigna o un relato y delega su voluntad en un partido dirigido autárquicamente por un órgano áulico que funciona con reglas propias secretas,  que luego plasma sus viejos ensueños juveniles en leyes, mediante los votos de sus legisladores-bolilla. Esto se complementa con la prescindencia del concepto republicano, porque difícilmente la Justicia pueda permear a través del blindaje político de los tribunales de conducta, un invento artero cuando suple o ralentiza la acción de los jueces. 

En la coyuntura cotidiana este programa de carte blanche tiene otros aspectos graves. Elude exponer el pensamiento de la coalición sobre puntos cruciales como la economía, la educación y el comercio internacional, temas que impactan en el futuro de las familias, el bienestar y la calidad de vida de todos. Deja esas temáticas para dirimirse internamente, después de las elecciones, en una lucha de poderes y contrapesos no democráticos, entre ideólogos iluminados que supuestamente saben mucho mejor que el ciudadano lo que el ciudadano quiere y lo que le hará bien. 

La elección, sin prédica, sin exponer ante la sociedad los pros y los contras de cada propuesta, sin mostrar a los candidatos desenvolverse en lo concreto, se transforma en un juego comunicacional, en la búsqueda de polarizaciones, grietas y emociones que sacudan a las masas y las hagan actuar del modo menos racional posible. Se elige la autarquía. Luego los autócratas decidirán lo que van haciendo. El “pueblo” no delibera ni gobierna, en resumen. 

Se suele afirmar que “cualquiera que gane terminará haciendo más o menos lo mismo”. Frase que, además de su resignación implícita, favorece los no programas, el no debate, la no propuesta y, ciertamente, la no democracia en las decisiones de gobierno. Sin embargo, se omiten algunos hechos. El Frente Amplio, y el país todo, tuvo la suerte de contar durante sus tres mandatos con la acción morigeradora de un político-técnico como Danilo Astori, que puso una cuota de seriedad presupuestaria tanto en los momentos de bonanza internacional como en las etapas de malaria. Fue el único freno a las pulsiones redistribucionistas, reivindicativas y confiscatorias que laten en el seno frenteamplista y que suelen imponerse más allá del respeto a las mayorías interna y general. 

Acaso no se estaría ante la posibilidad de un cuarto mandato consecutivo del Frente Amplio sin ese Catón moderador que evitó parte de las consecuencias del populismo presupuestario con exacciones impositivas y aumentos de déficit, deuda y/o inflación. Imagínese qué habría pasado si las mismas no ideas que se aplicaron en seguridad y educación se hubieran aplicado a pleno sobre la economía. 

Este programa malabarista sirve, de paso, para evitar que la ciudadanía tome conciencia de que un Frente Amplio, sin el freno de alguien como el actual ministro de Economía y con un presidente inexperto y más manejable que los anteriores, será riesgosamente distinto y de que un cuarto gobierno frenteamplista no se parecerá a sus gestiones previas, tanto por la impudicia, la irreflexión y el desprecio de las consecuencias, como porque las condiciones globales requieren un pragmatismo que no entra en la obcecación ideológica de la izquierda. De modo que no es lo mismo por quién se vote, ni por qué ideas se voten. No todos harían lo mismo en las actuales circunstancias. 
Sería peligroso que las demás fuerzas políticas se copiaran y presentaran programas huecos, rellenos de fraseología. Transformaría la discusión electoral en una cháchara insulsa, una lucha de caracteres, una pulseada de rótulos e ideologías vacuas, o en nostálgicos parangones que llevarían a una sola y peligrosa conclusión: todos harán más o menos lo mismo. 

Estas reflexiones valen tanto para el caso de que el Frente Amplio obtuviese la Presidencia con una mayoría legislativa propia o con minoría en la asamblea, y aun si se diera la circunstancia de que la Presidencia fuera de otro partido sin mayoría legislativa, por los precios que deberían pagarse por la gobernabilidad, o los que debería pagar la sociedad, según el resultado. 
Un programa-bandoneón, de puro flexible y lleno de aire, también le evita a la coalición gobernante la tarea de pensar, de hacer su autocrítica, el esfuerzo imposible de modernizarse y de asumir los costos de lo que se hizo y de lo que no se hizo, a lo que es renuente, o mejor, impermeable. 

Por el giro global, las próximas elecciones no serán solo para instaurar un nuevo gobierno. Serán –o deberían serlo–  para empezar a diseñar un nuevo modelo de país, so pena de sumirse en el aislacionismo parroquial y pastoril, con todos sus efectos. Elegir entre programas sin propuestas y sin ideas es elegir, guste o no el término, una autarquía. Las autarquías no son especialistas en persuasión. Y la persuasión es esencial para establecer un modelo de país que no genere ninguna grieta, sino un objetivo común. Con plena conciencia de sus costos y sus beneficios. 
Un plan en blanco es una invitación a firmar una hoja en blanco. Con todos los riesgos que eso conlleva. 

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