AFP

Que 20 años no es nada…

Parece ayer, pero pasaron ya dos décadas del día en que el mundo cambió para siempre

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11 de septiembre de 2021 a las 05:03

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Al volver a la universidad de Salamanca tras pasar cuatro años preso en la cárcel de Valladolid, Fray Luis empezó su clase diciéndoles a los estudiantes: “Como decíamos ayer”. Ayer, quiero decir, la noche previa al 11/9/2001, decíamos otras cosas del mundo. Aunque en verdad, ya no hablamos de ayer cuando mencionamos la histórica fecha en la que la lógica del mundo se vino abajo junto con dos rascacielos. Seguimos estando en ella, y ella en nosotros. Es una fecha designada a permanecer. Primero, porque trajo un relato nuevo a la forma de relacionarnos con la realidad. A pocos días de cometido el ataque terrorista, Don DeLillo, que poco tiempo antes había escrito Underworld (Submundo, 1997), una de las últimas obras maestras del siglo pasado, vaticinó que con las imágenes de la destrucción originadas ese día había muerto la ficción, tal como la teníamos entendida. Por consiguiente, la literatura no volvería a ser escrita de igual manera. La profecía de DeLillo se ha cumplido. Si bien la novela no murió, es un género moribundo en cuanto a innovación. Las novedades que vienen de ahí son casi nulas. Nada más que más de lo mismo. Su lugar de importancia literaria ahora lo ocupan el ensayo y la poesía, reina de trono eterno. También el cine ha tenido serias dificultades para abordar la problemática estética vinculada a los hechos catastróficos del martes que parece ayer nomás. A las pruebas me remito. Sobre el ataque terrorista no se han filmado muchas películas y apenas dos han conseguido replicar con dramatismo fidedigno lo ocurrido en aire y tierra: Las torres gemelas (2005) y United 93 (2006). Así pues, el 11-S motivó la búsqueda urgente de nuevas formas de encarar la ficción. Auspició asimismo un relato intransferible sobre lo ocurrido a las víctimas, a ellas y a quienes fuimos testigos indirectos de lo sucedido, aunque no tan indirectos, pues han sido tantos los replays de dos de los aviones al estrellarse, que terminamos creyendo que estábamos ahí cuando la historia vino a decirle al mundo que mirara. La ilusión de simultaneidad presencial fue notable.

Tan impactante fue lo sucedido el 11 de setiembre que todos podemos recordar lo que estábamos haciendo en la hora fatídica a media mañana. Pasará mucho tiempo antes de que olvidemos el momento cuando una noticia cambió la forma de prestar atención a la historia. Sin embargo, si bien una visualidad inédita tomó posesión de la realidad por minutos que se hicieron eternos, no todos recuerdan con minuciosidad el “contenido” de los hechos. Los aniversarios ordenan la historia de manera antojadiza. ¿Por qué algunos detalles sobre determinados sucesos potencian su importancia, en tanto otros se disuelven en el olvido hasta desaparecer por completo del radar y transformase con la acumulación de años en algo así como información apócrifa? La observación viene a cuento por lo siguiente. Días atrás, a raíz del 20º aniversario del hecho, les pregunté a varias personas elegidas al azar si alguna de ellas sabía por qué son recordados los vuelos 11 y 77 de American Airlines, y los 93 y 175 de United Airlines. Ninguna supo responder, incluso siendo todas ellas estadounidenses y gente con buena preparación. En una hipotética clase de historia reciente, recibirían una nota final de 0.

Sobre el ataque terrorista del 11 de setiembre los entrevistados pudieron comentar algunos aspectos obvios, como la caída de las torres gemelas, imágenes de gente tirándose de los pisos más altos (asunto sobre el cual hay poca literatura periodística) y la condición de fundamentalistas religiosos de quienes cometieron el ataque. Más allá de eso, muy poco. Estamos hablando de un hecho sucedido hace apenas 20 años, no uno de la segunda guerra mundial, ni de la anterior. Puesto que no les di una respuesta a la pregunta que les había hecho, días después uno de ellos vino y me dijo: “Dos de esos aviones ¿no son los que chocaron contra las torres gemelas?”. Correcto, los vuelos 11 y 175, dos aviones Boeing 767, fueron los que impactaron de manera impresionante contra las estructuras de acero y vidrio tirándolas abajo en menos de una hora. Fue incluso más lejos, y agregó que ambos aviones habían despegado de Boston. Sobre la historia de los cuatro vuelos la gente conoce poco. Incluso en el país donde ocurrió el ataque terrorista son cada vez menos quienes tienen presente lo sucedido en ellos. Hace unos años el avión en el que viajaba hizo una escala de seis horas en el Aeropuerto Internacional de Washington-Dulles. Aproveché la ocasión para intentar conocer los pormenores del vuelo 175 de American cuyo destino era Los Ángeles y terminó siendo estrellado ahí cerca, contra el Pentágono, 77 minutos después de haber despegado. Nadie en el aeropuerto sabía de qué estaba hablando. Mientras a través de un ventanal veía despegar aviones, imaginé el posible escenario en el interior de ese Boeing 767 cuyos ocupantes terminaron pulverizados. ¿Qué habrá pasado por su cabeza durante los últimos 77 minutos de su vida? El 11 de setiembre sigue siendo una fuente extraordinaria de conjeturas imposibles de resolver.

Hay situaciones llamadas a permanecer en el recuerdo: un casamiento, el nacimiento de un hijo, la muerte de una persona querida, la compra de la primera casa. Y la canción se equivoca. El olvido es bastante más que la distancia, aunque la memoria puede con mucho. Cuando ocurren hechos que toman a la realidad desprevenida, esta empieza a ordenarse de manera distinta; sentimos que todo puede ser vulnerable al desorden, esto es, a la imposibilidad de control. Por eso la fecha del 11 de setiembre de 2001 seguirá regresando cada vez que un aniversario terminado en cero la recuerde. Sabemos que 10 días antes del final del verano en el hemisferio norte la fragilidad llegó también a las expectativas. Nadie esperaba algo de tal infrecuente magnitud. Y menos en la historia actual, cuando hasta los meteorólogos pueden dar el pronóstico del tiempo con un mes de anticipación. Pero la historia, sobre todo la del presente, arremete contra cualquier pronóstico. Estamos en la incertidumbre total, en ella vivimos. Mañana será otro día, es lo único que sabemos. El 11/9/01 el mundo cambió de manera irreversible.

El lunes 10 de setiembre de 2001 me acosté tarde. Hablé por teléfono con mi esposa y mis hijos, y estuve escribiendo un artículo para esta misma página que nunca llegó a publicarse. Como hacía siempre, anoté una serie de ideas para posibles “Historias”, la contratapa de este diario que por entonces escribía cinco veces a la semana. Pero la historia modificó drásticamente esas ideas, y otras que vinieron después. El artículo que terminé de escribir a las 2 AM está hoy perdido en un disquete, de esos que encontraron su futuro imperfecto en cajones que nunca abro. El día que me quede sin temas lo buscaré para publicarlo. Por ahí todavía mantiene vigencia. Las cosas van y vienen, y pocas cosas más reciclables que las palabras. Me acosté tarde y cuando temprano sonó el teléfono para darme a conocer que un avión se había estrellado contra el World Trade Center, me sentí confuso. Mi hermano Alejandro, quien me llamó para darme la noticia, dijo: “Tenés un buen tema para la contra de mañana”. Hasta ese momento era solo un avión, no cuatro. Mientras trataba de despertarme caminé hasta el televisor sin poder encontrar el control remoto. Estaba más remoto que nunca y la realidad que encendí estaba fuera de control. Quería seguir durmiendo, al menos una hora más, pero el ver al segundo avión estrellarse contra la gigantesca torre me sacó el sueño. Por varios días. Quién iba a decir que la noche del 10 de setiembre sería la última plácida de un peíodo en la historia que ya nunca volvería a ser igual. Cada vez que hoy subimos a un avión lo constatamos. La realidad quedó a la intemperie y sus ocupantes sentimos de pronto que la televisión podía ser algo más que entretenimiento y noticias: podía servir para estar en la sorpresa cuando esta recién llega. Fue la primera vez que la televisión logró sorprenderme poderosamente, a mí uno de sus principales detractores. El 11 de setiembre la televisión alcanzó un sentido de proximidad que nunca antes había conseguido, ni siquiera con la llegada del hombre a la Luna, ni con la transmisión de CNN de los bombardeos en Bagdad durante la guerra del Golfo. El 11 de setiembre ocurrió –estaba ocurriendo– para que la gente pudiera verlo, y por eso empezó en la ciudad que todos quieren conocer pues, como dice la canción de Frank Sinatra, quién no quiere vivir en una ciudad que nunca duerme. Esa mañana brillante, con un sol radiante que no quería perderse nada, la ciudad ganó todo el insomnio que le faltaba, en caso de que sí.

Por ese don relacionado con la nostalgia que tienen los aniversarios, en estos últimos días la televisión ha vuelto a repetir las imágenes de 20 años atrás, tal cual se repiten los mejores goles de un mundial de fútbol luego de que este terminó. Sin embargo, hay una diferencia notoria. Las imágenes de 11 de setiembre no terminaron aún de estar completas, pues el carácter evocatorio de la fecha impar sigue recordándonos que cosas similares pueden volverse a repetir en cualquier momento. En estos tiempos, cuando nada permanece demasiado vigente en la memoria, todavía pueden ocurrir cosas de esas que vienen a permanecer para siempre, ya sea como horror o como eco inquietante de este. A los efectos del 11 de setiembre, son lo mismo. En televisión, los aviones volvieron a estrellarse, las torres a desplomarse, el humo a estar en su sitio, y los gritos de pánico y desesperación a oírse como si fuera ayer. Ayer en pleno hoy. Después de todo, el presente no es más que un replay del futuro que quizá algún día volvamos a vivir. 

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