Que sea lo más parecida a mí

Las estatuas personales están de moda y se gastan fortunas en el diseño de una a medida

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19 de septiembre de 2021 a las 05:05

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El venezolano Alexis Márquez Rodríguez (1931-2015), experto como pocos de la lengua castellana, escribió en 2005: “La Real Academia resuelve el problema de las dudas y vacilaciones, motivo de innumerables consultas, sobre todo por periodistas, acerca de cómo debe emplearse ese vocablo cuando se refiere a varias personas. La definición del DRAE no deja lugar a duda sobre que el plural es talibanes”. En Afganistán, han vuelto al poder los talibanes. Es una situación plural. Hay más talibanes que hace 20 años, cuando algunos ilusos dieron por descontado que los grandes enemigos de la civilización habían sido derrotados. Los talibanes son como las moscas: uno mata a una y vienen 20 vivas detrás. En Afganistán hay cada vez más talibanes, pero pronto habrá menos estatuas. Los enemigos de la civilización odian también los embellecimientos del paisaje. Antes de ser derrocados habían estragado su país entero, tirando abajo todo lo que tuviera forma estatuaria. Convirtieron en polvo las históricas que había de Buda. Con el auge de la corrección política y de un cegado revisionismo, el mundo se ha llenado de talibanes que andan tirando abajo estatuas o removiéndolas de su lugar original. La película ¡Adiós a Lenin! no es el único ejemplo de limpieza simbólica de la realidad.

Hoy en día, por ejemplo, Cristóbal Colón la está pasando mal. Han tirado abajo varias de sus estatuas repartidas por el orbe, porque la imagen de Colón está a la baja. De cuajo arrancaron a unas cuantas dedicadas al descubridor de América, acusado de colonialista, racista y esclavista. Así como lo ven, tenía al parecer todas esas cualidades. El pelirrojo navegante genovés ha sido una de las primeras víctimas inmediatas de la guerra contra las estatuas, la que también cuenta entre sus caídos en acción a Winston Churchill, Mahatma Gandhi, Miguel de Cervantes y Theodore Roosevelt, alias Teddy, a quien le gustaban los animales y a quien está dedicado el osito de peluche Teddy Bear. A los niños les encanta, aunque al expresidente estadounidense lo estén dejando sin estatuas que lo homenajean. 

La lista de personajes históricos cuyas estatuas han sido eliminadas es larga. Hermosos parques que antes tenían varias estatuas ahora lucen pelados, con unos pocos bancos para sentarse con la novia y alguna que otra fuente donde echar una moneda. La iconoclastia y el vandalismo son hoy sinónimos. En cualquier momento los talibanes, poderosos nuevamente, saldrán a agradecer al mundo universal por la solidaridad demostrada en este ataque mundial contra las estatuas del cual ellos han sido pioneros.

Por más que no siempre sean una réplica perfecta de la persona evocada, las estatuas tienen vida propia. Simplemente, de la manera que pueden, refieren a una existencia, y a su tiempo histórico. Es la principal tarea que les han encomendado. Cuando veo una estatua siento piedad por ella. Pienso: pobrecita, todo el tiempo debe mantenerse en la misma posición. Llueva o haga frío, está condenada a permanecer. Aunque la piedad, verdad obliga, viene acompañada de admiración: sé que ha durado resistiendo los años que le caen encima como lluvia de tiempo interminable, dando escasas muestras de desgaste. En su indocumentada inmovilidad, las estatuas no envejecen. Al menos ellas lo logran. Por eso todo el mundo quisiera tener una, terminar convertido en estatua. Incluso yo, que detesto la pompa en sus varias envolturas. A pesar de mis antecedentes contrarios a esas banales suntuosidades, creo que es buen momento para cambiar de parecer pues, aunque usted no lo crea –ni yo tampoco– se puso de moda tener estatua propia. Imagine por un instante el jardín de su casita en Las Toscas o Playa Pascual con una estatua suya o de su esposa engalanando la entrada. Ya basta de enanitos, de réplicas de tiernos animalitos inofensivos, y de otras imágenes igual de tradicionales. Ahora usted o yo podemos ser el centro de la atención de los visitantes mientras seguimos regando las plantas del jardín como si nada. Una versión de uno en movimiento y la otra ultraquieta, con la ventaja de que en su cuerpo no crecerán arrugas desmesuradas, ni sus piernas enflaquecerán a medida que los años engorden al tiempo.

Por lo que me cuentan, a Uruguay todavía no ha llegado la tendencia de “tenga su propia estatua y disfrútela en público o en privado”. Un amigo, se sintió sorprendido cuando lo consulté sobre el tema. Su respuesta fue: “Nunca se me había ocurrido, aunque creo que en mi caso no sería una buena idea pues vivo en un apartamento pequeño en Pocitos”. Tiene razón. El living de la casa no es el sitio propicio para tener una estatua, y menos la de uno. El que crea que la caridad bien entendida comienza por casa, que se ponga a pedir limosna en el living. Tener una estatua en esa zona del hogar sería algo parecido. Después que pase la pandemia, que pasará, pues la historia dice que no hubo ninguna eterna (en eso las pandemias y las estatuas tienen un destino similar: algún día llegan a su fin), quizá la tendencia arribe a los confines sureños del mundo, porque, tal cual daba a entender el personaje de la película Bye Bye Brasil, para que los países pobres puedan aspirar a ser algún día como los países ricos deben tener nieve. Y quizá con solo nieve no baste y también la gente, los ciudadanos comunes y corrientes, deberán tener su estatuita personal. Aunque sea chiquitita como la canción de ABBA, servirá para ponerse a la par del mundo civilizado, aquel de donde vienen las vacunas, las superproducciones con muchos efectos especiales y la Coca Cola, cuyo inventor, John Stith Pemberton, tiene una estatua en Atlanta, Georgia, cerca de la fábrica de la bebida refrescante, chispa de la vida. Que a nadie se le ocurra removerla de su lugar. Ya con la de Colón es suficiente.

A dos horas diez minutos en avión de Atlanta se encuentra Houston. En las afueras de esta cosmópolis texana, cuyo crecimiento demográfico es el más sostenido de la Unión Americana (ya ocupa el cuarto lugar en población tras Nueva York, Los Ángeles y Chicago) hay una fábrica que se dedica a la venta de estatuas personalizadas. Es decir, como si fuera una sastrerías de las de la antes, uno va, le toman las medidas, le sacan una fotografía, y luego, chequera mediante, le hacen una estatua a medida. La representación del rostro puede ser sonriendo o en pose de seriedad, para que el autohomenajeado parezca un pensador igual al de la estatua de Auguste Rodin. Son unos cuantos los que se endeudan y mandan construir su propia estatua, para luego instalarla en el fondo o en la entrada del jardín de su hogar dulce hogar. En la fábrica, cuyo propietario atiende a los clientes en impecable toga blanca (supongo que para dar la idea de que seguimos estando en la época romana), pueden hacer monumentos profesionales de quien sea; de un deportista favorito, de una estrella de cine, de un cantante famoso, de un héroe, de un vecino que nadie conoce y que puede ser uno mismo tratando de alimentar el pequeño ego que todos llevamos dentro.

Hay quienes incluso mandan hacer enanitos de jardín con el rostro de familiares queridos o de semejantes admirados. Conozco casos. Está el de un tío que se enojó mucho con su sobrino pues se le había metido en la cabeza que el enanito enclavado cerca de la puerta de entrada tenía facciones idénticas a las de él. Le pareció una broma de muy mal gusto. Así no. La moda de los jardines con estatuas personalizadas comenzó siendo popular entre ricos con abolengo, pero ahora, por lo visto, cualquiera que tenga dinero y poco gusto (y los nuevos billonarios son especialistas en no tenerlo) puede pasar a ser parte de esa elite amante de las figuras inmóviles. De ahí que en enormes mansiones con piscinas fastuosas detrás resaltan jardines con extraños decorados. Desde costosos enanos de jardín (su tamaño no está en relación con su precio) hasta estatuas personales y réplicas de animales, domésticos o no (los dinosaurios con rostro feroz proliferan), algunos de los cuales son una copia bien elaborada de una de las mascotas muertas del propietario. Embalsamamiento en yeso.

Los gustos hay que dárselos en vida. Y como sé que por ahora todavía lo estoy, vivo, me dio por llamar al citado lugar y preguntar por precios. La operadora me pasó con quien era una especie de tasador. Este muy amablemente me preguntó las medidas del modelo de estatua que yo tenía en mente, el material de mi agrado, y los gestos que la réplica debería tener. A los dos días me llamó para darme el presupuesto aproximado. Tal cual yo la quería, sin demasiados lujos, pero tampoco un adefesio impresentable de los que hasta los gorriones que anduvieran cerca rechazarían por baja calidad estética, la estatua costaría entre US$ 10 mil y US$ 15  mil. A eso, claro está, había que agregar el transporte y la instalación. Me presentó también el plan de pago en cómodas cuotas mensuales. Le dije que lo pensaría –en este tipo de cosa con uno de por medio los apresuramientos no son aconsejables– y que le devolvería la llamada pronto. Pensé en todos los detalles hasta los más mínimos, en la imagen enyesada igualita a mí, erguida y a la vista de todos. De concretar el gusto que me quiero dar, y puesto que resido en un lugar escasamente visitado, salvo por aves de paso, ardillas, y alguna que otra alimaña, mi estatua a la entrada de mi casa se convertiría inmediatamente en parte externa de algo así como un museo oculto, una especie de Louvre secreto dedicado a mi ser, una imagen estólida de hierro, bronce o yeso (aún no decidí) que por alguna razón tendría un valor simbólico invaluable, más allá de mis logros específicos que ni siquiera yo mismo sé a esta altura cuáles son. La quiero no tan blanca ni tan enorme como la Estatua de la Libertad, aunque tampoco me gustaría que fuera un bustito de morondanga estilo prócer nacional como los que hay en las oficinas públicas. Y que debajo en letras góticas diga: “Eduardo Espina, columneador”.

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