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28 de abril 2024 - 5:00hs

La abulia de los de a pie y cierta parsimonia que abunda en la clase dirigente revelan las particularidades de una campaña electoral que se muestra poco atractiva para los votantes.

Ya se ha hablado en este espacio acerca de la escasa capacidad de propuestas de los candidatos, de las también módicas diferencias que separan a los dos bloques en pugna (la coalición multicolor y el Frente Amplio) más allá del ruido de sus declaraciones, y de la ausencia de liderazgos que entusiasmen a la platea.

Las encuestas adelantan que multicolores e izquierdistas se reparten el electorado en partes casi iguales y que serán un puñado de algunos miles de uruguayos quienes decidirán cómo será el pasamano del poder. Lo cierto es que ninguno de los que fueron líderes indiscutidos en su partido estará encabezando la disputa y sobre aquellos candidatos que ocuparán ese lugar pesa el desafío de estar a la altura de las circunstancias que en épocas anteriores protagonizaron los Vázquez, Mujica, Lacalle Herrera, Lacalle Pou, Larrañaga o Sanguinetti.

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Porque, según las encuestas, en una elección que se definirá -como la anterior- por ventaja mínima, los atributos personales pesarán en los indecisos a la hora de su, seguramente tardía, decisión. Para ellos, las cualidades personales de los candidatos pueden ser más definitorias que las “pertenencias” políticas. Pero hay una mochila extra para el que aparece como favorito del continuismo, el nacionalista Álvaro Delgado, quien tendrá buena parte de la responsabilidad en una decisión que los blancos sienten como una reivindicación histórica.

Por primera vez, después de casi sesenta años, los nacionalistas pugnarán por una reelección partidaria que le permita a un mandatario blanco pasarle la banda presidencial a un correligionario.

Delgado tiene el respaldo de la mayor parte de la estructura partidaria y eso le permitirá, según las encuestas, un triunfo con mucha distancia sobre sus rivales internos.

Además, el ex secretario de la Presidencia debe lidiar con el legado nada despreciable del 46% de aprobación, puntos más puntos menos, que las encuestas le otorgan a la gestión de Lacalle Pou. El desafío no es menor: si Delgado pierde la elección no faltará quien lo acuse de no haber estado a la altura de su predecesor y lo señalará como padre de la derrota.

Pero esa circunstancia también representa una oportunidad para el dirigente blanco. Porque si finalmente llega a la presidencia, tampoco se podrá negar que fueron sus atributos personales los que jugaron un rol preponderante en la batalla electoral contra el Frente Amplio.

Hay una mochila extra para el que aparece como favorito del continuismo, el nacionalista Álvaro Delgado, quien tendrá buena parte de la responsabilidad en una decisión que los blancos sienten como una reivindicación histórica.

Así, Delgado será dueño de su triunfo y le deberá un poco menos a la herencia de Lacalle Pou. Vendrá así un tiempo nuevo para los blancos. El de la convivencia de un líder en el llano –el rol de Lacalle Pou en los años venideros será primordial ya sea desde el gobierno o desde la oposición- y de un presidente legitimado por un triunfo del que podrá presumir como un logro personal más allá de la gestión que lo precede.

Acaso porque muchas veces convoca más el futuro que el presente, mientras Lacalle Pou comienza a sentirse “raro” al no poder participar de lleno en la campaña, los focos empiezan a iluminar cada vez más la figura de Delgado develando sus aciertos y sus errores.

Habrá que ver si a quien ofició de lugarteniente del presidente, le calzan bien “las botas de potro”, como decía el difunto Jorge Larrañaga.

Si logra la histórica reelección nacionalista, Delgado será un presidente legitimado por sus atributos y con espalda propia para ocupar la Torre Ejecutiva sin tener que pagarle la renta a nadie.

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