Eduardo Espina

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Si se calla el cantor

Una reciente visita a la capital de Guatemala inició un viaje en la memoria, al pasado y a la realidad del presente
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09 de diciembre de 2019 a las 05:01

Semanas atrás estuve en Ciudad de Guatemala por una cuestión literaria. La llegada por aire estuvo adjetivada por una infrecuente visualidad, pues entre nubes grises y blancas el avión hizo un extraño recorrido con las montañas casi tocando la punta de las alas, las que agregaron un color verde profundo a las tonalidades de las alturas. Ya en tierra, vino lo demás que tuvo que ver con mirar y conversar, que es lo que uno hace cuando llega a un lugar por primera vez. Dos queridos amigos, escritores ambos, editores ambos, me llevaron a recorrer el centro, el que me gustó mucho, sobre todo un área cercana a la capital, con muchos cafés donde sirven muy buen café. Guatemalteco.

Luego me hicieron un recorrido motorizado por la ciudad, saturada de vehículos. A la hora en que cierran las oficinas, es imposible ir de un lado a otro. En determinado momento, mientras transitábamos por el Boulevard Liberación, uno de ellos me dijo, “aquí es donde mataron a Facundo Cabral”. Con esa capacidad invocadora que tiene el lenguaje, la frase me transportó a otro momento, diez años atrás, en otra ciudad, cuando conocí al cantante que terminó agujereado donde menos se lo debe haber imaginado.

Por muchos años, cada vez que iba a Buenos Aires solía quedarme en el Hotel Suipacha, donde residía el cantante y compositor Facundo Cabral. La última vez que estuve allí, me puse a conversar con Cabral a la hora del desayuno, pues no había nadie en el restaurante. Algo casual nos llevó a hablar sobre los desayunos en México, imponentes, ideales para ejemplificar la palabra gula. En verdad, no sabía quién era hasta minutos después de iniciada la conversación, pues no pude reconocerlo. Estaba muy diferente al que aparecía en la tapa de aquel disco que tanto escuché en la década de 1970. Se le notaba físicamente envejecido y para caminar necesitaba de la ayuda de un bastón. 

Pensé ese día, diez años atrás por estas fechas, que la próxima vez que fuera a Buenos Aires lo entrevistaría, pues el juglar tenía miles de historias para contar, de sus viajes por más de 150 países, y de su vida en la música, aunque hacía años que no grababa un disco con nuevas canciones. Eso nunca llegó a ocurrir, pues Facundo Cabral fue asesinado el 9 de julio de 2011 en la capital guatemalteca, tras haber sido confundido por sicarios muy bien armados con el empresario Henry Fariña, vinculado al narcotráfico. La situación destaca –con verbo en presente, pues seguimos viviendo en la misma época sanguinaria– el contexto de brutal violencia que agobia a nuestro continente: una violencia indiscriminada y sórdida que vive repartiendo daños colaterales y generando, cientos, miles de víctimas inocentes. Un sábado de julio le tocó a Cabral, como mañana puede tocarle a cualquiera, sea o no famoso. 

En la película El Padrino, el personaje principal, Vito Corleone, capo mafioso, era respetado incluso por sus enemigos por aplicar un código de conducta a los procedimientos criminales. La violencia en Latinoamérica hoy en día carece de códigos, favorecida por la también creciente impunidad, pues las mafias criminales tienen relaciones estrechas con grupos poderosos asociados al poder, que se mantienen en ese lugar de influencia aunque cambien los gobiernos. 

Guatemala no es excepción a ninguna regla, sino uno de los tantos lugares de por aquí y de no tan de allá donde la vida perdió estatus y la muerte es cada vez más gratuita. Según la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, las tasas de delincuencia en Guatemala son muy altas. En 2018 hubo un promedio de 101 asesinatos por semana. En ese año, la tasa de asesinatos del país centroamericano fue la 15ª más alta del mundo.
 

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