Michael Kappeler / AFP

Soldados y Estadistas de esta guerra

Hoy la humanidad enfrenta una circunstancia sin precedentes en su existencia moderna: la confluencia de una pandemia viral y de una crisis económica desatada por las medidas perentorias y esenciales para contener su expansión mundial.

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30 de marzo de 2020 a las 05:02

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“Sólo debemos tenerle miedo al propio miedo”, dijo Franklin Delano Roosevelt en el discurso inaugural de su presidencia,  en marzo de 1933. Los Estados Unidos y el mundo padecían la Gran Depresión, la consecuencia en la economía mundial del crack bursátil de 1929. Según Allan Nevins y Henry Steele Commager, la democracia americana ha sido siempre capaz de encontrar grandes líderes en tiempos de grandes crisis. En muchos casos, dicen estos autores, como el caso de George Washington, la elección fue “razonada y deliberada”. En otros casos, como en Lincoln o Woodrow Wilson, ha sido “largamente fortuita”. Sin duda que Roosevelt, afectado de polio cuando tenía treinta y nueve años, estaba dentro de esta segunda categoría. Desde la Guerra Civil, los Estados Unidos no enfrentaban el desafío de una dimensión de daño tan inconmensurable: el desempleo y la pobreza provocados por la crisis, junto a la gran sequía o el “Dust Bowl” que agravó los efectos nefastos de la depresión económica. Como si aquello no fuera suficiente, a principios de la década de 1930 comenzaba a surgir el oscuro horizonte del nazismo y del fascismo en Europa. La Segunda Guerra Mundial estallaría en 1939 y pondría a prueba al mundo, una vez más. 

En julio de 1941, el primer ministro británico, Winston Churchill, se dirigía a los habitantes de una Londres golpeada por los bombardeos alemanes. Churchill resaltaba el espíritu de lucha y resistencia en contra de los Nazis, afirmando “Prepárense ustedes, mis amigos y camaradas en la Batalla de Londres, por la renovación de sus esfuerzos. Nunca renunciaremos a nuestro propósito, sin importar lo sombrío del camino, sin importar el gravoso costo, porque sabemos que de este tiempo de prueba y tribulación, nacerá una nueva libertad y gloria para toda la humanidad”. Tanto Roosevelt como Churchill fueron creciendo en sus estaturas de líderes mundiales, a través de la tortuosa odisea de su tiempo. Esta pesadilla fue enfrentada y resuelta, mediante el masivo, valiente y decisivo esfuerzo de miles de soldados y de millones de civiles, que sacrificaron sus vidas y pusieron sus hombros para vencer los obstáculos.

Durante la década de 1980 asomó en el mundo, una nueva constelación de líderes. La Historia parecía disponerlos en sus impredecibles y sabias maniobras para convocarlos a la altura de una época y confrontarlos a momentos que llaman a una transformación. En aquel entonces, se trataba de derribar al comunismo soviético, el último vestigio del brutal orden totalitario vigente desde comienzos del siglo XX. En sus roles y visiones diversas y hasta antagónicas, el Papa Juan Pablo II, la primer ministra Margaret Thatcher, el presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan y el propio Mijaíl Gorbachov, gobernante principal de la Unión Soviética, generaron las condiciones para la implosión del régimen de este país y de sus Estados satélites de Europa Oriental. Una ola de protestas se extendió por diversos países gobernados por títeres de Moscú. Esta vez, los protagonistas fueron las sociedades, que perdieron su miedo y salieron a derribar el Muro de Berlín y a fomentar lo que se terminó convirtiendo en inevitable. Sus propias libertades. Esta vez no fue necesaria una guerra, sino el inteligente y metódico uso de liderazgos virtuosos, para intentar sembrar aunque sea parcialmente, las condiciones propicias para un mundo más pacífico. La gente confió en ese liderazgo de estadistas visionarios y acompañó su llamado. 

Hoy la humanidad enfrenta una circunstancia sin precedentes en su existencia moderna. La confluencia de una pandemia viral y de una crisis económica desatada por las medidas perentorias y esenciales para contener su expansión mundial. La primera barrera defensiva impone una clase de disyuntiva, cuya magnitud es sólo observable en acontecimientos en los cuales lo existencial adopta el rol protagónico. Frente a esta nueva guerra en contra de un virus, surge ahora una nueva clase de soldados civiles: se trata del personal sanitario que combate al Coronavirus, ubicado en las trincheras de las salas de cuidado intensivo de los hospitales; de todas aquellas personas vinculadas a las funciones para fabricar insumos médicos y poner alimentos básicos en los supermercados, de aquellos que reparten mercadería a los hogares en cuarentena, como trabajadores en condiciones de precariedad casi extrema, y de todos aquellos servidores anónimos que arriesgan su salud para mantener al mundo funcionando, alrededor del urgente objetivo de derrotar a este nuevo enemigo.

Vivíamos en una época sin liderazgos a la altura de circunstancias que ya eran altamente complejas y amenazantes antes del estallido del primer brote en China. Asistíamos a la descomposición de las ideologías que sustentaron desde 1945 y por más de medio siglo a la democracia liberal, y comprobábamos la degradación de la política como soporte cardinal para organizar a los Estados y desde allí generar las condiciones para la estabilidad, la libertad y la paz. Nos engañamos en la borrachera de una falsa prosperidad económico-financiera, basada en ilusorios y endebles fundamentos, que un virus microscópico ha sido capaz de derribar. Y ante esta nueva confrontación planetaria, nos preguntamos acaso dónde están los estadistas, dispuestos al llamado de esta crisis. Descartemos los fallidos ejemplos de Bolsonaro, López Obrador y Maduro, que el tiempo se encargará de cobrarles sus respectivas omisiones e irresponsabilidades. Abramos un espacio de posibilidades finales para aquellos que, en su despertar errático ante la catástrofe, buscan reaccionar y responder, como Trump, Boris Johnson o Pedro Sánchez. Pero pongamos nuestra esperanza en aquellos líderes como Angela Merkel, la canciller alemana, en Andrew Cuomo –quien como gobernador del Estado de Nueva York gestiona la crisis con calidad presidencial- y en presidentes latinoamericanos como el uruguayo Lacalle Pou, a cuyo gobierno recién instalado el mundo lo recibió con un golpe fulminante y estremecedor. Los fenómenos calamitosos poseen la cualidad de empequeñecer a falsos gigantes, y de convertir en gigantes a pequeños sólo en apariencia. Para éstos últimos, existe un lugar reservado para la esperanza y la Historia.

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