Leonardo Carreño

Un país fracturado es un país imposible

Es necesario calibran mejor el foco de lo prioritario de la agenda nacional así como también la realidad a través de la cual la sociedad contempla la coyuntura

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30 de agosto de 2021 a las 05:03

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En su informe titulado “Política, Populismo y Políticas: el riesgo operacional en América Latina”(*), publicado este año, la revista The Economist señala las diversas clases de riesgos políticos existentes en un escenario post-pandemia. Si bien las perspectivas son cautelosamente optimistas para la región en general, los riesgos políticos son “evidentes” y muy altos, en la medida que, en un año electoral clave  -lo serán en Argentina y Chile, como ya lo fue en Perú, por citar algunos ejemplos- “los votantes castigan a los políticos en funciones y demandan un cambio de políticas, proveyendo espacio para que las propuestas populistas puedan prosperar”.  

Entre los riesgos operativos para la actividad de los negocios y la comunidad mundial de inversores, The Economist  refiere a la efectividad de los gobiernos como uno de los principales, y si bien ubica a Uruguay en una de las posiciones con menor riesgo político en su conjunto, señala sin embargo una amenaza específica, vinculada a la estabilidad política –esencial para un gobierno efectivo- y ésta es la potencial disolución de la coalición de gobierno, en un escenario de conflicto. Si bien la probabilidad de ocurrencia es moderada, su impacto sería indudablemente alto, según el informe.  

Es interesante lo que The Economist señala en lo referente a Uruguay, y de allí la necesidad de calibrar mejor, tanto el foco de lo prioritario de la agenda nacional en lo que le resta al actual gobierno -en términos de tiempo funcional efectivo para operar en el incierto escenario de una post-pandemia-, como así también, el de ajustar la forma en la que la sociedad en su conjunto contempla a la realidad del país, en sus verdaderos problemas y posibles soluciones, y así adecuar su comportamiento en función de esa mirada. Para cualquier gobierno, el tiempo es implacable, y más lo es para una presidencia sin la oportunidad de una reelección, enfrentando una crisis sanitaria mundial, con todas sus implicancias. 

Por primera vez en mucho tiempo, el sistema político uruguayo está constituido en los hechos por dos coaliciones, al interior de las cuales además, se vienen procesando un conjunto de cambios en materia de representatividad y de liderazgos. En todos los casos, se trata de desafíos trascendentales: además de la singularidad en la conformación del gobierno tripartito con un partido nuevo –Cabildo Abierto- como miembro y con capacidad competitiva, el Partido Colorado enfrenta su propia supervivencia y viabilidad, sin desenlace previsible por el momento. Mientras que en su accionar, los partidos que lo  integran se observan entre sí con intenciones cooperativas pero también, con intereses inevitablemente competitivos. En el Frente Amplio tiene lugar una verdadera discusión respecto al giro ideológico que deberá tomar, ante el umbral de las próximas elecciones, pero, más urgente le es hoy establecer la orientación que deberá adoptar como oposición, mientras que la pandemia va despejando la pista para ejercitar un comportamiento menos “solidario” y abiertamente más confrontacional. 

En esa dinámica es donde más esfuerzo se hará para profundizar la fractura que ya está instalada en la política y en la sociedad. Aunque a nuestro elenco político le resulte molesto reconocer su existencia, esa fractura ha existido prácticamente a lo largo de la toda la vida republicana moderna, en las concepciones de un país viable y próspero y en las soluciones de fondo y permanentes para los problemas estructurales. Lo que ha variado históricamente han sido la intensidad y naturaleza de las fuerzas tectónicas, mutando y actuando en su ensanchamiento y profundización, según los tiempos políticos. Se trata de una fractura que atraviesa, prácticamente todos los ámbitos de la vida del país.  

Está presente en nuestro sistema educativo, que lastra carencias estructurales a lo largo de décadas atrás, desde primaria hasta el sistema universitario, viciado de mediocridad de miras y de un fundamentalismo ideológico anacrónico e inútil a las exigencias de un mundo extremadamente complejo y dinámico. De esa fractura sólo surgirán generaciones frustradas y funcionalmente incapaces para actuar en este mundo exigente.  

Esta falla cruza un espacio neurálgico como lo es el rol que el Estado debe tener en la sociedad y en su actividad, en un debate crónico, tan estéril como hipócrita, cuando con una mano levantada protestamos por las tarifas, mientras que con la otra recibimos el sueldo que ese Estado nos provee. Un Estado que derrocha recursos y coarta las posibilidades de abrir espacios en la economía, que en el mundo, y a manos de privados, se han probado como fuentes de empleo de calidad y de desarrollo en inversiones de infraestructura que este país tanto necesita. En los escasos intentos de transformar a ese Estado, fue la misma sociedad quien se encargó de oponerse a esas posibilidades, atizada por intereses de silos políticos, fomentando esa fractura. Esta falla sísmica pareciera acentuarse en los riesgos de polarización entre las dos coaliciones, en el discurso y en los hechos. También palpita, como lo alerta The Economist, al interior de la concertación del gobierno. 

En un contexto muy incierto como el actual, es posible que la coalición de gobierno enfrente futuras turbulencias, de origen externo como las inherentes a las diferencias políticas estructurales entre los partidos. Para un Frente Amplio más radicalizado en su modus operandi, el abrir esas rendijas mediante un engañoso discurso, basado en un gobierno que desatiende las demandas sociales, -o en el carácter nefasto que le asigna  a la Ley de Urgente Consideración, proyecto vertebral del gobierno-, le es propicio, por falsa o inexacta que pueda resultar esa narrativa. ¿Acaso importa la verdad, en los relatos de ciertas prácticas políticas actuales?  

Otro factor de riesgo es inherente a la naturaleza de la coalición, y está relacionada al inevitable ingreso al tiempo de competencia electoral. En un contexto de mayor inestabilidad local y regional –habrá que seguir lo que ocurre en Argentina, Brasil y Chile- los socios del partido Nacional comenzarán a observar ahora su propia suerte en las urnas, con mayor peso puesto en avanzar por medio de sus propias capacidades. Los engranajes de cooperación y de competencia se volverán más friccionados, según la evolución y los resultados del gobierno. En esta mecánica, el Frente Amplio tal vez buscará agudizar el discurso del fracaso, implacable donde allí vea falencias y discrepancias a explotar, además de agitar un clima de crispación en sectores sociales en los que aún mantiene influencia. A esos efectos, la calle es un ámbito al que suelen recurrir los radicalizados. 

Ante este hipotético escenario, improbable pero no imposible, surgen lecciones y advertencias para todos: para el gobierno, su estabilidad dependerá en buena parte de la situación de la economía, en materia de empleo e inflación, en los años que le resta de ese tiempo efectivo cada vez más corto; para sus socios políticos, su suerte electoral dependerá del legado que dejen y de la forma en la que seguirán actuando como soportes de una agenda que una mayoría electoral decidió esta vez, como la más apropiada para el país del presente y mirando al futuro; pero para el Frente Amplio la advertencia es la que dejan Venezuela y Argentina en su actual estado: con la fractura como un destino político, cuando un país se quiebra política y socialmente, se torna en un país imposible de gobernar y en el que vivir. Poco hay para ganar de estos países fallidos. En esos casos, para ciertos sectores de la sociedad, el pasaporte se vuelve más importante que una credencial. 

(*)Politics, Populism and Policies: Operational Risk in Latin America, The Economist Intelligence Unit, 2021.
 

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