Leonardo Carreño

Uruguay y la peligrosa ausencia del futuro

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18 de septiembre de 2020 a las 05:01

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Un sector de la política y la sociedad dedican horas fundamentales e irrecuperables en el recurrente intento de transformar el pasado reciente –y todavía caliente-, de manera de explotarlo políticamente. Así, se logra entre otras cosas, inflamar antiguas rabias y dolores que toda sociedad madura habría dado ya por superadas, y ensanchar aún más esa grieta criolla que crece con la fuerza que ejerce una marcada polarización. 

Mientras que esto ocurre y nos distrae en el país, como si en ello se abordaran y resolvieran exitosamente los grandes problemas estructurales que el Uruguay padece, el mundo a nuestro invisible alrededor - vaya que existe y al que pertenecemos, en caso de no saberlo-, está entrando en una fase crítica de gran incertidumbre e inestabilidad económica y política, y, tal vez, una mayor conflictividad global, como la que insinúan China y Estados Unidos. Este volátil escenario es acentuado en sus riesgos y amenazas por el efecto que ejerce la pandemia en las relaciones internacionales y en las situaciones domésticas de una considerable cantidad de países. Los efectos de el covid-19 abren ocasiones para el desorden, en un planeta que atraviesa una crisis histórica en materia de calidad de liderazgos políticos poco afines a la democracia liberal. 

Resulta doloroso y frustrante, en este complejo contexto y sin precedentes cercanos, el observar, como un asunto ya laudado de fondo y forma por la ciudadanía, en dos ocasiones y que hoy, en el surgimiento de nuevos casos debería circular por el estricto cauce de la ley correspondiente y sin mayores interferencias con la agenda del presente, sea utilizado como antorcha para volver a encender la pradera de un pasado que aún nos cuesta dejar -en forma colectiva y sin ignorar a todas las posibles víctimas de esa época de violencia extrema-, en el espacio de la historia, esa última jueza de la verdad, cuando se la emplea con honestidad intelectual y moral. ¿Acaso no consideramos lo que nuevas generaciones, piensan y sienten acerca del protagonismo excesivo de ese pasado en la agenda de urgencias y prioridades, más allá del hecho que lo conozcan por la vía educativa o testimonial? ¿Asume quizás, nuestra clase política, que para estos jóvenes que hoy forman el futuro del país, es más importante y prioritaria la atención y solución de los problemas actuales que desafían la viabilidad del Uruguay en los próximos años por los que transitarán sus vidas?

Sin embargo, lo opuesto a estas expectativas sociales más que razonables parece empeñarse en dominar el presente y oscurecer un horizonte hacia el cual proyectar una visión de progreso y bienestar genuino y sostenido. De la mano de la cizaña y de los oportunismos políticos, asoma un preocupante impulso a convertir al opositor en antagonista y hasta en irreconciliable enemigo. Los tonos crispados de la campaña municipal expresan este cambio en las relaciones, de la que tanto nos jactamos en nuestro ejemplar republicanismo democrático. ¿Se instalará el odio como premisa conductora de las prácticas de la política? 

El Uruguay acarrea, entre otros, el lastre de un pasivo político –el pasado reciente e irresoluto- y económico –el excesivo y asfixiante peso del Estado en la vida de la población- que frenan todo esfuerzo en el tránsito hacia el desarrollo. La desmedida y constante discusión bizantina acerca del pasado, por encima del ámbito jurídico, instala el revisionismo acusatorio y divisorio, dentro de una sociedad que debería estar más unida para integrar un proyecto de país colectivo y posible. Esa actitud regresiva opaca y entorpece el tratamiento urgente y prioritario que toda la clase política debería abordar, en una visión ya no sólo de la complicada actualidad que impone la pandemia, sino acerca de una cada vez más ineludible definición acerca de un futuro posible. El país necesita imaginar y alcanzar ese mañana como objetivo, elaborando una agenda de grandes consensos de largo plazo, blindados a la mediocridad de la mala política y de intereses sectarios y egoístas. 

Si la recurrente manipulación del pasado se convierte en el componente protagónico de la agenda nacional, generando fisuras al interior de la coalición de gobierno y acentuando la fácil y perversa dicotomía del “ellos contra nosotros”, habremos desperdiciado la oportunidad histórica que esta pandemia nos presenta como crisis para lograr esos acuerdos fundamentales para un porvenir próspero y armónico. Las discusiones que se registran hoy, distan mucho de un punto de relativo acercamiento, por su falta de profundidad, madurez y realismo, además de un comportamiento aldeano en el distanciamiento del mundo y de sus complejidades. La ausencia de los verdaderos problemas estructurales en la agenda de prioridades políticas o su enfoque tangencial debería ser causa de profunda preocupación.

Un ejemplo reciente se relaciona a la polémica que estallara en relación a los excesivos gastos publicitarios de Antel, como un eslabón más de la pesada cadena que forman las empresas públicas en su tratamiento como caja de promoción política y descarado proselitismo. Una vez más, políticos y sociedad se precipitaron a mirar el dedo que apunta en lugar de detenerse en el bosque al que señala. Los problemas de derroche saudita de los limitados recursos fiscales de un país subdesarrollado y de economía limitada, observados a lo largo de la gestión del Frente Amplio en el gobierno nacional, no deberían existir si la cuestión de fondo, es decir, la existencia de un Estado empresario, hubiera sido resuelta hace años, con la privatización de dichas empresas o la reestructuración de aquellas cuyo valor en el siglo XXI no es justificable en su existencia, más allá de ser empleadores de primera o última instancia. ¿Somos capaces como sociedad de mantener ese comportamiento esquizofrénico, de condenar a estas empresas por sus tarifas e ineficiencias a la vez de no atrevernos a prescindir de éstas de la dependencia estatal? ¿Será acaso, porque tememos que con una hipotética y casi imposible privatización, se genere un desempleo crónico de doble dígito, como resultado de aplicar una base de eficiencia y productividad, propia de las empresas que funcionan en el sector privado?  ¿De dónde surgirán los fondos necesarios para las inversiones imprescindibles que, como toda empresa, se requieren para la mejora continua de la calidad de sus servicios, la innovación y el desarrollo? ¿Será por la vía de impuestos, cuando tal vez, los ingresos que estas empresas generan se destinan en buena parte a pagar salarios, cubrir ineficiencias y a financiar inútiles proyectos de lucimiento personal?

Es curioso este comportamiento, en la aceptación de una mordaza fiscal que nos asfixia cada vez más, coartando oportunidades, alejando a inversionistas y fomentando el exilio laboral entre los jóvenes que tanto se necesitan. 
Es allí donde están las cosas a las cuales deberíamos dedicarnos a solucionar como sociedad. 

Discutir el pasado o equivocar en lo verdaderamente importante, en un momento de gigantescas transformaciones y desafíos actuales recuerda a aquel borracho que se aferra al farol, no para iluminarse, sino para evitar caerse.

Ignorar el futuro ya no es una opción arriesgada. Se trata de un peligroso comportamiento, del cual las nuevas generaciones nos harán responsables, desde el exilio o la frustración, por haber extraviado ese futuro posible.

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