El asesinato de Charlie Kirk, la violencia en las calles en París (no importa cuándo leas esto), los transportes en Estados Unidos que se vuelven escenario de ajustes de cuentas macabros, Europa chocando con sus propios fantasmas musulmanes, Polonia invocando el artículo 4 de la OTAN... y tantos otros episodios de violencia que se reportan a diario. En medio de esas escenas no dejo de pensar en El huevo de la serpiente. En esa película el genial Ingmar Bergman retrata los inicios del nazismo. El momento exacto en que nace el monstruo. La metáfora alude a que en el huevo de una serpiente se ve la serpiente a través de la cáscara. Aún no salió, pero ya está ahí, delineada, inevitable. Frente a la violencia que crece en Estados Unidos y en Europa no dejo de pensar en eso y, en mi perplejidad, preguntarme ¿no será por diseño este caos? Me resulta inasible que el ser humano sea capaz de tanto. De tanta violencia y tanta inacción.
Quizás esa sea la clave. La violencia no necesita un gran plan maestro. Alcanza con la pasividad de los que miran para otro lado. Como cuando uno deja una fruta podrida en la cocina. El moho se expande solo. No hace falta conspiración para que el mal crezca. Lo demoledor no es la brutalidad de los hechos, lo letal es la indiferencia que los rodea.
El ciclo de la parálisis y la violencia
En Estados Unidos, las imágenes se repiten: tiroteos en escuelas, en shoppings, en el subte. Pero también se multiplica la parálisis. Debates eternos sobre armas, gestos políticos de ocasión, nada que interrumpa la rutina de la masacre. En Europa, la paradoja es distinta pero no menos inquietante. Lo que alguna vez se pensó como el proyecto post-nacional de un continente abierto, reconciliado con sus pasados bélicos, capaz de hospedar diversidades, hoy reacciona invocando ejércitos, reforzando fronteras y proclamando enemigos internos sin entender mucho por qué.
Es ahí donde la realidad se vuelve caleidoscópica. Europa convive con los hijos y nietos de sus ex colonias, ciudadanos que habitan en las banlieues francesas, los suburbios belgas, alemanes o ingleses. Jóvenes que son europeos y, al mismo tiempo, siempre "otros"; y conviven también con migrantes que huyen del hambre y muerden desagradecidos y guasones la mano de sus anfitriones abatidos y culposos. Los colonialistas de ayer se descubren hoy colonizados por las consecuencias de esa historia. Lo mismo sucede en Estados Unidos, donde los afroamericanos y los latinos son simultáneamente el motor cultural y social del país, el blanco recurrente de su sospecha y represión, el grupo con mayores índices de conflictividad y violencia y el grupo con menores ingresos. Una combinación más inestable que la nitroglicerina.
No es casualidad entonces que frente a esa tensión florezcan las sospechas de complot. Cuando el caos parece tan sistemático, tan persistente, resulta tentador pensar que hay un guion oculto. Creer que todo está diseñado es una manera de darle sentido a lo insoportable. Preferimos imaginar un titiritero detrás de lo incomprensible que aceptar que lo monstruoso crece a plena luz del día en el corazón de nuestras democracias sin que nadie lo detenga. El complot es un alivio narrativo que nos permite pensar que alguien tiene las riendas, aunque sea para el mal.
La libertad como terreno del monstruo
Lo que asusta de verdad es que quizá no haya riendas. Que el sistema esté siendo hackeado por su propia inercia más que por un gran plan. La libertad, los derechos, la tolerancia -conquistas que Occidente levantó a pulso, sangre y fuego- hoy son el terreno donde prosperan quienes buscan corroerlos. El monstruo no llega de afuera: aprovecha las grietas que siempre estuvieron ahí.
Byung-Chul Han escribió que el exceso de libertad puede volverse una forma de coacción y autoexplotación que lleva a la frustración, el agotamiento y, finalmente, a la violencia. Un poco como el exceso de azúcar: un empalago crónico que termina enfermando al organismo. Algo de eso late en nuestras sociedades, donde la apertura y la permisividad conviven con la frustración, la desigualdad, la falta de horizontes. Y la violencia se alimenta de esa mezcla. Se expande cuando encuentra impotencia y se multiplica cuando el silencio es mayor que el grito.
El arte de Bergman nos advertía que lo siniestro no es el estallido del nazismo, sino el período en que, en apariencia, nada pasaba. Cuando el horror de lo que vendría ya estaba incubándose. Ese instante gris de la inacción de los individuos (no la inacción colectiva, porque si es colectiva ya es tarde) donde la violencia aún no se manifiesta, pero va tomando forma. Lentamente. Bajo la superficie. Quizás ahí estemos hoy, mirando la cáscara de un huevo que ya deja entrever lo que viene, sin animarnos a nombrarlo.
La pregunta honesta es cuánto de nuestra indiferencia sostiene este caos. No si alguien lo pensó, diseñó y ejecutó. La violencia no necesita complots sofisticados. A la violencia le alcanza con que miremos para otro lado. Le alcanza con el gesto cotidiano de pasar de largo, de aceptar como normal lo que debería helarnos la sangre.
Tal vez el monstruo no nace del huevo por obra y gracia de un gran plan. Tal vez se incuba al calor de la abyecta indiferencia y pérfida comodidad.