8 de septiembre 2024
11 de agosto 2024 - 19:55hs

Alberto Fernández tenía un sueño. Como cualquier otro hombre, como cualquier otra mujer.

No era el de ser presidente de la Argentina ni ser el goleador de Argentinos Juniors, el equipo de fútbol de sus amores. El sueño de Alberto era ser embajador argentino en España. Ni más ni menos. Le había dedicado más de cuarenta años a la política, jugando entre pequeños partidos de derecha y el gran peronismo. Y quería coronarlos siendo el escudero de los intereses argentinos en Madrid.

Después de todo, España no era cualquier país ni Madrid era cualquier ciudad.

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En su imaginario estaban seguramente los videos en blanco y negro de 1947 en los que Evita asombraba a las multitudes españolas junto al caudillo y dictador Francisco Franco.

Era la Argentina rica que ofrendaba sus granos y sus vacas a la España pobre de posguerra. Y en la cabeza de Alberto rebotaban también las imágenes de Juan Perón en Puerta de Hierro, en el portal de esa casona blanca junto a Isabelita y los perros caniches. En un barrio que ha cambiado mucho y donde la mansión fue vendida para montar una urbanización de un grupo empresario que integró el campeón mundial con la Selección de Maradona: Jorge Valdano, estrella luego del Real Madrid y hoy rostro habitual de las cadenas deportivas.

Alberto Fernández quería ser embajador argentino en España. Y así se lo iba a plantear a Cristina Kirchner en 2019, cuando la jefa del peronismo lo citó para hacerle una oferta de esas como las de Vito Corleone, de esas que no se pueden rechazar. Jamás se le pasó por la cabeza que la mujer a la que más temía fuera a ofrecerle la candidatura presidencial.

Alberto, hasta ese día mucho más sensato que Cristina, entendía que no estaba a la altura de ese cargo. Los hechos sucedidos en los cuatro años siguientes le dieron la razón.

Sus amigos, Pedro Sánchez y Rodríguez Zapatero

Cuando Sergio Massa ganó las elecciones presidenciales de 2023 en primera vuelta, Fernández volvió a pensar en aquella vieja idea: la de pasar a ser el embajador en el país en el que gobiernan dos de sus grandes amigos españoles: José Luis Rodríguez Zapatero (en estos días comisionado en Venezuela para legitimar el fraude y la eternización de la dictadura chavista de Nicolás Maduro) y el otro es el actual presidente, Pedro Sánchez.

En este último caso, lo de amigo es una licencia poética porque los dirigentes socialistas afirman sonriendo que Sánchez “no es amigo de nadie”. Por eso, lo llaman el “Perro Sánchez”. Una vez más, el thriller del último jueves en Cataluña con el montaje de la tocata y fuga de Carles Puigdemont le dio vigencia al apodo. Más perro que nunca.

Pero el sueño de ocupar la hermosa casona de la calle Fernando El Santo, en el barrio de Chamberi donde está la embajada argentina en Madrid y tan cerca de donde vive la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, terminó de derrumbarse el 19 de noviembre cuando el impensado Javier Milei le ganó el ballotage a Sergio Massa y por paliza electoral.

Toda una paradoja del país adolescente en el que se ha congelado la Argentina. A Alberto le resultó mucho más fácil convertirse en presidente que en embajador de España.

Hombre insistente al fin, Alberto Fernández dejó a un lado el sueño de ser embajador, pero no el del exilio dorado en Madrid. Consumada la derrota del peronismo y la asunción de Javier Milei en diciembre pasado, comenzó una gestión para vivir un tiempo en la capital de España junto a quien todavía era su esposa, Fabiola Yáñez, y junto a su hijo Francisco. A los optimistas, se sabe, nada los detiene.

La ventaja de tener una nariz peronista

Lo primero para cualquier ser humano que debe procurarse el sustento es conseguir un trabajo. La idea de Alberto Fernández, alentada por Rodríguez Zapatero, era que Pedro Sánchez lo fichara como asesor político. Los asuntos latinoamericanos, la geopolítica, “la sarasa” en definitiva, como la inmortalizó pocos años su ministro de economía, Martín Guzmán, eran materias que el ex presidente dominaba y que le podían servir para tener un ingreso suficiente en Madrid.

Pero el Perro Sánchez debe tener nariz peronista porque olfatea el derrumbe antes que el resto de los mortales. Como decía el salteño Julio Mera Figueroa, "la nariz peronista es la que primero detecta el olor a muerto político”. Lo cierto es que hubo foto de Sánchez en la Moncloa cuando Alberto llegó a Madrid, pero no hubo cargo. Ni de asesor ni nada que se le pareciera.

De todos modos, los amigos del PSOE le prometieron una cátedra, o una clase, o una charla en alguna universidad amiga, de las que siempre ayudan a financiar a los aliados políticos. Y a Alberto Fernández ya lo conocían. En la Universidad de La Rioja (la española) o en la Camilo José Cela. La cháchara latinoamericana también iba funcionar allí.

Tampoco pudo ser. El sueño del exilio en Madrid comenzó a deshilacharse por dos circunstancias.

La primera es que Alberto Fernández había comenzado a gestionar su jubilación de privilegio, la que tienen todos los ex presidentes. Y la Anses, el organismo previsional de la Argentina, se la concedió a comienzos del año con una condición que no había previsto. Los ex funcionarios que quieran cobrarla deben residir en el país.

Los poco más de siete millones de pesos argentinos iniciales (unos 5.500 euros mensuales) restringieron su estadía madrileña a viajes de ida y vuelta.

El smartphone, esa caja de Pandora

Pero el verdadero problema era el que tenía con su esposa, Fabiola Yáñez, y que se había agigantado.

Las diferencias en la pareja habían dejado de ser privadas. Todos los amigos y muchos de los dirigentes más cercanos a Alberto Fernández estaban al tanto de las discusiones, de los gritos y del inquietante relato que la ex primera dama de la Argentina hacía del asfixiante y violento vínculo conyugal. Las personas de mayor confianza supieron que la pareja había dejado de ser pareja.

El estallido de la causa judicial por la venta privilegiada de seguros del estado (a través de Banco Nación Seguros) a organismos públicos fue el escándalo que marcó un antes y un después.

Un mecanismo que se aceitaba a través de un broker que era amigo íntimo de Alberto Fernández (Héctor Martínez Sosa) y cuya esposa era su secretaria privada cuando era presidente (María Cantero, célebre por el mal humor con el que recibía a los visitantes de Fernández en la Casa Rosada), y que llamó la atención del juez argentino Julián Ercolini, un compañero de Alberto en la Facultad de Derecho con el que tenía un largo y áspero enfrentamiento.

Los chats de la secretaria privada de Alberto Fernández fueron la caja de Pandora.

Allí encontró la Justicia las frases y las fotos que hablaban del calvario de Fabiola Yáñez y un muy buen artículo del periodista Claudio Savoia en Clarín enhebró las conjeturas necesarias para determinar que en esos diálogos desesperados y esas imágenes tremendas había algo mucho más escabroso que un episodio de corrupción.

Hasta tiene algo de paradoja. En los tiempos en que la moda de la política es crucificar al periodismo tradicional y proclamar su inutilidad en el éxtasis de las redes sociales, un periodista que insiste en el ejercicio arcaico de leer con atención los expedientes judiciales y hacerle las preguntas imprescindibles a jueces, fiscales y dirigentes políticos obtiene las primicias que ayudan a reforzar las instituciones.

Quién sabe. Quizás hasta se revalide el papel del periodismo profesional como le pasó a los discos de vinilo, que todavía tienen a millones de fans en el planeta escuchando a las mejores voces de la música como se hacía en el siglo pasado.

Allí está Alberto Fernández desde hace unos días. Transitando los círculos del infierno en la barca de Caronte. Prisionero de una estafa con los seguros en la que parece haber sido el principal instigador. Abandonado por la mayoría de los peronistas que lo idolatraban en los primeros meses de su gestión presidencial. Abandonado incluso por algunos de los que tuvieron un cargo y un despacho oficial gracias a él.

Y qué decir de Cristina Kirchner. Escribiendo un posteo en las redes acusándolo de mal presidente y hasta de ejercer algún tipo de violencia contra ella misma. No fuera a ser que Fabiola le quisiera robar el lugar de la víctima, ese papel protagónico que ella siempre ha atesorado para si misma.

El pecado original de Cristina y del peronismo es que fue ella quien lo eligió como candidato a presidente; fue ella quien se dejó adular diciendo que era la jugada maestra del mejor cuadro político de los últimos cien años.

Porque Cristina se cree la mejor de todos, mejor incluso que Néstor Kirchner y que Juan Domingo Perón. Ella, la que seleccionó a Alberto.

Allí está ahora el ex presidente, lloriqueando en los sillones del apartamento en Puerto Madero que le presta y no le cobra el publicista Pepe Albistur. Viendo como el fiscal Carlos Rívolo se lleva su smartphone y su computadora sabiendo, como se sabe ahora, que lo usaba para armar sus citas amorosas y filmar sus breves triunfos eróticos pasajeros.

Nadie quiere arriesgar su futuro defendiendo a Alberto Fernández. Apenas si lo contienen viejos amigos de la política como Julio Vitobello y Alberto Iribarne. El resto ni siquiera lo llama. Y muchos menos le escribe.

El teléfono del ex presidente es una marmita que arde y que ninguno quiere agarrar por temor a quemarse. Hay cientos de hombres, y también mujeres, que se aterrorizan de solo saber que ese contenido puede volar por el universo digital como los moretones de Fabiola o los juramentos de amor de las chicas fascinadas por el poder.

Lo que queda de esta explosión tan argentina son los restos de una gestión imperdonable.

Los 130.000 muertos de la pandemia, la inflación de tres cifras, la pobreza infantil superando el 60%.

Los chicos pobres e indigentes del país de Alberto Fernández. El mismo que puede terminar preso por una sumatoria de delitos que trazan una parábola triste que va desde la corrupción con la plata de los argentinos más necesitados y termina en el subsuelo de los golpes a una mujer indefensa.

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