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Hacia un trabajo sin sindicatos

Al negarse a comprender que su tarea central es ahora mantener y crear más empleo, los gremios han pasado a ser un obstáculo y una carga para los empleados
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08 de mayo de 2018 a las 05:00
La profecía de la desaparición del trabajo, como la del fin del mundo, se viene formulando repetida y fallidamente casi desde el mismo momento en que Adán escuchó la horrible condena: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente", el trabajo como castigo. También los formatos de retribución fueron variando, al igual que la importancia del factor laboral en la formación de riqueza. Al mismo tiempo, fue produciéndose un fenómeno de concentración. Durante varios siglos sólo hubo trabajo con alguna clase de remuneración digna en los países centrales del sistema, los industrializados.

Dentro de esos formatos de trabajo hay que incluir –entre los mejor remunerados– a los soldados, que en una suerte de embrión del sistema de participación en las utilidades, se llevaban una parte del botín. Y hubo épocas que los reyes empeñaban a sus reinos para pagar a la soldadesca. Así nacieron los bancos –sin ofender– y la deuda externa. Tenía sentido. El negocio de los reyes era la guerra. Esa era su industria.

El trabajo era artesanal, pastoril independiente, cuentapropista, precario, sin reglas, sujeto a contrataciones instantáneas, tipo changas, o de lo que hoy sería profesiones independientes, como la seudomedicina, la odontología, la peluquería. El trabajo organizado viene con la navegación, la minería, e industrias muchas veces insalubres que tan bien dramatizaron los clásicos de la literatura. Ya en la Edad Media se agrupaban los oficios en gremios para proteger su actividad, casi siempre impidiendo el ingreso de nuevos protagonistas. Llegaron a existir en Alemania gremios de mendigos que impedían a los pedigüeños de otras ciudades limosnear en Francfort, por caso.

Esto ocurría en un tercio del mundo. El resto eran países con masas humanas sin obligaciones ni oportunidades, con agricultura precaria que era vendida a veces a las grandes metrópolis, sin participar de lo que se consideraba la economía universal, ni eran tenidos en cuenta en ninguno de las elucubraciones de cualquier signo. La teoría económica, desde Smith a Marx, se refería a ese tercio del mundo. Lo demás era ignorado, en el sentido lato del término.

La prédica de Marx tuvo en su momento bastante fundamento. En una Gran Bretaña minera, portuaria, marítima y siderúrgica, el trabajo era como mínimo insalubre y abusivo. Basta leer a Dickens. Equivocado en muchos de sus argumentos técnicos sobre el factor laboral, sin embargo el filósofo alemán, se transformó en la bandera de la defensa del proletariado trabajador, no de los que no tenían trabajo, que nunca cupieron en la teoría marxista.

El sindicalismo adoptó esa prédica, y cumplió una función importantísima en la mejora de condiciones en todo el mundo occidental, a partir de ese origen. Curiosamente, su misión fue más positiva y enriquecedora en el ámbito capitalista que en el universo comunista, donde terminó fusionándose y confundiéndose con el partido-gobierno y en la propia URSS en una maquinaria corrupta paralela.

En los 100 años entre 1870 y 1970 –el período más espectacular de crecimiento del que Estados Unidos fue protagonista excluyente– los sindicatos adoptaron distintos roles en el proceso de producción, que cambiaron según las particularidades de cada país y pasaron a formar parte de la actividad productiva al lado de las empresas, como un mal necesario o como un bien necesario, según el caso.

Entonces, al igual que hoy, los gremios no se ocuparon de la generación de empleos, de eso se ocupaba el capitalismo. Nunca lo hicieron. Formidables innovaciones como el ferrocarril, la electricidad y el automóvil y las que siguieron correlativamente, garantizaban el aumento espontáneo de demanda laboral, de modo que su tarea fue concentrarse en conseguir cada vez mejores condiciones para los que ya tenían trabajo.

El nuevo ciclo de innovación de hoy, sucesor de aquél siglo de oro citado, combinado con la globalización, que incorpora a los otros dos tercios del mundo ignorados antes, cambia el paradigma. El mercado de trabajo no es ya regional, ni nacional. Es global. Y no hay sindicatos mundiales. La innovación no mata y crea empleos en el mismo lugar: los mata en Canelones y los crea en Nanking, por ejemplo. Y si los países tratan de cerrarse o de oponerse a esa ola, terminan pagando caro el intento.

Ello confunde a las sociedades, no sólo a los gremios. Las discusiones sobre la inmigración y el proteccionismo crecen con argumentos que se contraponen y anulan entre sí. Los sindicatos se arriman y aferran al estado en su triple papel de falso empleador, legislador y protector. En Uruguay eso se nota cada vez más, igual que las contradicciones. Desde la antidemocrática decisión de postergar la aprobación del tratado con Chile –transformando a los legisladores en simples mandaderos caros– hasta la demanda de mejores sueldos y condiciones cuando el empleo se cae a pedazos, más el pedido de
nuevos impuestos para mantener un empleador ficticio, el gobierno-Estado.

Con un profundo desconocimiento práctico y teórico sobre cómo funciona el factor trabajo y cómo se genera la demanda laboral, las centrales gremiales se aferran y acosan a su Estado-socio para que prohíba, obligue y cree más puestos laborales vía el gasto público y el proteccionismo. En ese proceso lo hunden como el náufrago hunde en su desesperación al que puede salvarlo. El Estado tampoco sabe, igual que la sociedad, que también cree que algún milagro vendrá a salvarla de la necesidad de competir, como ocurrió siempre.

Al negarse a comprender que su tarea central es ahora mantener y crear más empleo, los gremios han pasado a ser un obstáculo y una carga para los trabajadores y para quien quiere conseguir un trabajo y a lo máximo que atinan es a balbucear que lo que hace falta es una mejor educación. Una doble mentira que tendrá consecuencias graves. Porque las centrales creen que esa mejora implica gastar más en salarios, el mismo remedio fracasado repetidamente, que sólo sirve para justificar más gasto del estado y más impuestos. No para lograr ningún objetivo de mejorar la enseñanza.

La segunda mentira es que tampoco saben cuál es la educación que hace falta. Y sostener simplemente que una mejor educación coadyuvará a la generación de empleos es crear falsas ilusiones. Depende de qué educación, de qué tipo de personas se formará y sobre todo, de qué escenario se creará para que actúen esas personas. De qué grado de inserción mundial tendrá cada país y de qué condiciones para la inversión se generen en él.

Mientras se formen individuos con poco coraje para desarrollar sus capacidades, atados al cordón umbilical del Estado, protegidos por legislaciones pusilánimes y gremios que sistemáticamente impiden con sus decisiones e imposiciones la creación de nuevos empleos, la educación será siempre una estafa. Sólo se educarán emigrantes a alto costo, en el mejor de los casos.

Porque lo que se está muriendo o por lo menos está en CTI, es el trabajo en relación de dependencia como se concibe hasta ahora, con todas sus seguridades y comodidades. Y con él, el gremialismo, que seguirá luchando hasta el último soplo de vida (de sus afiliados-esclavos). En esa lucha, también matará las esperanzas de los que quieren encontrar trabajo, como lo ha hecho siempre, condenándolos a la marginalidad o al éxodo. Basta leer los datos.

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