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Jerusalén, otra mala decisión

El reconocimiento de Trump olvida que la ciudad sagrada es uno de los principales focos de tensión en el conflicto
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10 de diciembre de 2017 a las 05:00
La decisión de Donald Trump de reconocer a Jerusalén como la capital del Estado de Israel es una nueva perla del collar de malas decisiones que el presidente de Estados Unidos adoptó en materia de política exterior desde su llegada al poder.

Hay buenas razones para creer que su revisión de 70 años de política estadounidense respecto al estatus de la ciudad responde, una vez más, a una medida política que apunta a recoger simpatías dentro de su base electoral interna.

En este sentido, el reconocimiento cumple los mismos objetivos que tuvieron otras decisiones desafortunadas, como la retirada del acuerdo climático de París o su boicot al sistema multilateral de comercio –del cual Estados Unidos fue su principal arquitecto– y cuya manifestación se verá los próximos días en Buenos Aires.

El gran pero es que, en esta ocasión, Trump tomó una medida para satisfacer a su público evangélico cristiano y al lobby de la derecha judía estadounidense que puede afectar la dinámica de una región con una alta volatilidad.

Peor aun, la decisión del presidente de Estados Unidos deslegitima cualquier intento ulterior de retomar su lugar de mediador entre israelíes y palestinos, un rol que la Casa Blanca practica desde hace cuatro décadas.

No es que los palestinos confiaran en la capacidad de la mediación estadounidense de privilegiar su interés, ¿pero qué crédito tiene Trump ahora para intentar reanimar un proceso de paz moribundo? Cualquiera con un mínimo de conocimiento sobre las dinámicas del conflicto hubiera advertido que meterse con Jerusalén equivalía a agitar sensibilidades que han impedido avanzar en los últimos 25 años.

Jerusalén, la dorada

El conflicto palestino-israelí tiene componentes materiales y simbólicos. Luchan por tierras pero también luchan por identidad, ideas y valores, por historia y reconocimiento. Desde la creación formal del proceso de paz en la conferencia de Madrid en 1990 hasta los últimos intentos frustrados del gobierno de Barack Obama, las negociaciones giraron alrededor de cuatro ejes básicos: límites, seguridad, refugiados y Jerusalén.

De estas cuatro áreas fundamentales, el estatus final de la ciudad ha sido, por varios cuerpos, el mayor motivo de discordia. Fue Jerusalén y no otra cosa el detonante que terminó de alejar las partes en Camp David cuando la mediación de Bill Clinton había logrado un tenue acercamiento en Ehud Barak y Yasser Arafat.

Quienes negociaron con Arafat e incluso sus compañeros de ruta han confesado que no existió ningún escenario posible en el que el exlíder de la Autoridad Palestina pensara en hacer concesiones en este tema. Arafat nunca negoció Jerusalén solo en nombre de los palestinos. Su palabra y sus acciones estaban conectadas con la voluntad de tantos otros musulmanes en el Medio Oriente. Sin el aval de Jordania y Arabia Saudita, entre otros, el líder palestino jamás hubiera osado tomar una decisión sobre este tema.

Un breve recorrido de pocos metros por la ciudad explica ese apego a sus piedras. La mezquita de Al-Aqsa que contiene la cúpula de la roca, el muro de los lamentos –el último vestigio visible del Templo del Monte que fue destruido por los romanos en el 70 DC– y el santo sepulcro hacen de la ciudad un lugar sagrado y reivindicado por tres religiones.

Israelíes y jordanos acordaron durante su negociación de paz que cualquier decisión sobre el estatus final de la ciudad debía incorporarlos en la custodia de los sitios sagrados. Y las múltiples rondas de negociación subsiguientes desde los Parámetros de Clinton (2000) exploraron una fórmula similar: Jerusalén como la capital de dos estados con una división física de barrios (una fragmentación que, de hecho, ya existe en el terreno) y con los lugares sagrados administrados por cinco países: Israel, Palestina, Jordania, Arabia Saudita y Estados Unidos. Esa fórmula echaba por tierra cualquier aspiración de ambos lados de convertir a la ciudad en su capital "indivisible".

El reciente reconocimiento del presidente estadounidense cuestiona ese proceso, legitima las aspiraciones de la extrema derecha israelí y brinda el pretexto perfecto a la emergencia de una nueva ola de violencia: música para los oídos de los radicales que alimentan la narrativa de que las "cruzadas" aún no terminaron.

No hagan olas

El gobierno de Benjamín Netanyahu, que está comprometido con el mantenimiento del statu quo, aún no debería gritar el gol. En su curiosa alocución, Trump evitó delinear los límites específicos de la soberanía israelí, lo cual es un requisito mínimo al momento de hacer un reconocimiento sobre una base territorial. Tampoco se refirió a la jurisdicción de los lugares sagrados.

Como parte de su estrategia, el presidente estadounidense también anunció que relocalizaría su embajada en Jerusalén dando cumplimiento a una medida que se adoptó en la administración Clinton (1995) pero que nunca llegó a ejecutarse. Desde entonces, cada seis meses, todas las administraciones han evitado adoptar la medida a través de un permiso de prórroga.

Aunque resulte contradictorio con su anuncio, Trump siguió esa misma línea y luego de afirmar que la trasladaría la sede diplomática firmó un permiso para no hacerlo durante seis meses más. Si quería cumplir con su promesa de campaña, podría haber pedido a su delegación que se mudara de forma inmediata a una oficina. Pero no lo hizo.

En función de esto es posible presumir que la embajada no se moverá pronto. Pero hay quienes se quedarán con los anuncios y no con la letra chica. El núcleo duro de votantes de Trump volverá a sonreír sobre la base de una nueva decisión de política exterior desafortunada que, en este caso, puede tener un costo alto. Incluso para los estándares de este presidente.

*Martín Natalevich es periodista y analista internacional especializado en Terrorismo y Medio Oriente. Es máster en Relaciones Internacionales por King's College London y en Diplomacia y Resolución de Conflictos por IDC Herzliya, y es profesor de la Licenciatura en Estudios Internacionales en la Universidad ORT.

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