Opinión > OPINIÓN - D. GASPARRÉ

¿La multiplicación del empleo?

Oponerse a negociaciones que abaraten costos laborales, es impedir que el empleo se recree en otras actividades
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28 de noviembre de 2017 a las 05:00
La semana última, en el cierre del Encuentro Internacional de Organizaciones Sindicales, el papa Francisco canceló su asistencia a último momento, pero envió una carta que parece contener una crítica a los sindicalistas y también una exhortación.

La crítica se resume en esta frase: "Es terrible esa corrupción de los que se dicen sindicalistas, que se ponen de acuerdo con los emprendedores y no se interesan de los trabajadores dejando a miles de compañeros sin trabajo; esto es una lacra, que mina las relaciones y destruye tantas vidas y familias". Por un lado, parece destinada a las situaciones del estilo Tienda Inglesa, por otro, parece inducir a que no se llegue a ningún acuerdo con el sector empresario, como si ello constituyera una entrega o una traición.

La exhortación es aun más dura: los insta a preocuparse no solo por sus afiliados que tienen trabajo, sino por quienes no lo tienen y en un paso superador, por toda la miseria de la humanidad. Habrá que aclarar que toda persona de bien debe compartir estas preocupaciones del Santo Padre, sin condicionamiento. Las discrepancias surgen en el modo de resolver esas situaciones, reducirlas o agravarlas.

El punto de conflicto es que, si se analizan las cifras de los últimos 100 años, el único sistema que seriamente ha reducido la pobreza y aumentado el trabajo y el bienestar es el capitalismo y en especial la libertad de comercio. Paradójicamente, tanto la Iglesia como los gremios creen y predican que ese sistema es el que genera la pobreza, la falta de oportunidades y priva a los trabajadores de su dignidad y bienestar. Paradójicamente también, los sistemas de redistribución, de progresismo, asistencialismo y proteccionismo han logrado el efecto contrario.

Entra a escena la amenaza de la tecnología y la robótica. Esa combinación no sólo torna inútiles muchas funciones laborales humanas, sino que altera las relaciones de comparación de costo máquina-hombre-capacidad de producción, que está siempre latente en la industria y los servicios. Con lo que se instala un contrasentido, una demostración por el absurdo entre el planteo del marxismo –que sigue inspirando el discurso sindical– y la realidad. El marxismo y sus clones de hoy sostienen que el trabajador es el dueño de la plusvalía que crea su trabajo y como tal merece la mayor parte de ella, por eso la disputa con el capital, el riesgo y la innovación. Curiosamente, ahora la tecnología les está diciendo que su trabajo no interesa y que el propio capital se ocupará de crear los mecanismos de producción que generarán esa plusvalía, con lo cual sus servicios no harán falta.

La reacción ante esta realidad es algo histérica. Los sindicatos se niegan a flexibilizar sus condiciones laborales y a ceder algunas de los que llaman sus conquistas. Pero al mismo tiempo, parecen creer que las empresas - o sea los consumidores - deben continuar usando un método que se ha vuelto caro, lento y obsoleto, pagando los mismos altos costos que antes, "porque el trabajo no es una mercancía", ¿será una limosna o un gravamen?

El problema empeora porque, a diferencia de pasadas revoluciones industriales, la nueva tecnología no se desarrolla en el mismo país o zona donde se pierden los puestos de trabajo. Como consecuencia inevitable de la globalización, un robot sueco usado en Vietnam le quita el empleo a trabajadores uruguayos o canadienses. Los conductores de diligencias, para usar el remanido ejemplo, fueron reemplazados por trabajadores ferroviarios de los mismos pueblos que recorrían. Eso no ocurrirá esta vez.

Cuando los sindicatos, o el Papa Francisco, se oponen a cualquier negociación que abarate los costos laborales, impiden que el empleo desplazado se recree en otras actividades, con lo que van a agravar los efectos de la sustitución y a aumentar dramáticamente el bache entre la pérdida de una fuente de trabajo y la creación de otra. Debe aprovecharse que el límite que encuentra el empresario –por muy egoísta y cruel que fuere– en esta sustitución, es el riesgo de quedarse sin clientes, al perder todos ellos el empleo. El teorema de Henry Ford.

Por eso Bill Gates, Warren Buffet, muchos billonarios tecnológicos y sus economistas auspiciados, han propuesto una especie de nuevo socialismo, tan paralizante como el de Marx. La idea es crear un salario universal que permita a todos los individuos del mundo vivir dignamente, trabajen o no. Obviamente, esto sería solventado con un impuesto universal a la riqueza, o sea a los ahorros de la sociedad. El disparate marxista de subsidiar un flujo con el impuesto a un stock, que termina en hiperdepresión mundial. Se supone que administrado por un nuevo ente tiránico supranacional.
Queda para otro trabajo analizar las consecuencias sobre la soberanía y la libertad del individuo de semejante idea, ingenioso dislate que han encontrado los grandes billonarios tecnológicos para que el estado provea de fondos a sus clientes que ya no serán sus empleados. La mención tiene por objeto mostrar los extremos a los que lleva el razonamiento voluntarista, la terquedad ideológica y la incomprensión del funcionamiento de la economía, que siempre han sido características destacadas de todos los sistemas solidaristas que se ha querido implementar a lo largo del tiempo, con el resultado conocido de empobrecimiento económico, educativo y social.

La carta del papa, de paso, pone a los sindicalistas ante la obligación de tener que hacer su contribución al tan amado coeficiente de Gini, otro invento trotskista para fogonear la anhelada equidad, esta vez con recursos propios. Hasta se sueña con obligar a los robots a compartir su ingreso con los que menos tienen. (sic) Pero este impuesto para financiar el salario universal bien podría ser el leitmotiv de la nueva lucha de todas las izquierdas, incluida la papal.

Lástima que, una vez más, todos estos sueños chocarán con la realidad, arrastrando a muchos seres humanos en su fracaso. La flexibilización laboral ocurrirá de todas maneras, de un modo inteligente o desordenada y caóticamente. Los países y los sectores que adviertan la importancia de realizar estos cambios, volverán a obtener una ventaja relativa sobre los que se abroquelen en su voluntarismo solidarista y su gremialismo siglo XX.

China, contrariamente a lo que muchos suponen, paga hoy mejores sueldos que Japón. Por supuesto que para ello tuvo primero que salir a competir al mundo usando justamente su sistema de salarios bajos, sin costos de seguridad social ni de conflictos laborales. Pero si hubiera pensado entonces como piensan la izquierda y el gremialismo hoy, su población se estaría muriendo de hambre en las calles. Como pasa en algunos países, como pasará en muchos más si se sigue creyendo que el empleo crecerá o se mantendrá por obra de algún milagro multiplicador.

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