¿Hay una serie mejor que esta?

La tercera temporada de Sorjonen es un deslumbrante viaje al alma humana en invierno

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06 de junio de 2020 a las 05:03

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En el cada vez más amplio catálogo de Netflix, son cantidad las series que tienen un buen comienzo y consiguen pasar la primera temporada con buena nota. También son muchas las extraordinariamente malas, como es el caso del híbrido hispano-británico White Lines, de reciente estreno, de las peores cosas que se han visto desde la aparición de la televisión por streaming. La lista de series que rondan la mediocridad es larga. Las que conforman el grupo de las excepcionales, en cambio, son minoría. Ejemplifican esos contados casos en que el género “serie en episodios” alcanza condición de obra maestra, de entretenimiento original y trascendente del que se ve muy de vez en cuando. 

Al tope de esa lista, junto con otras series que no son más de tres, debe situarse la nueva temporada de Sorjonen, excepcional de principio a fin. Los capítulos 7 y 8, “The Lady in the Mirror”, son como ver un policial con factura artística de Bergman, Tarkovsky y Theo Angelopoulos al mismo tiempo. En un momento clave, el detective Kari Sorjonen tiene un diálogo con uno de los sospechosos, miembro de una secta. Este dice: “Para mí la religión es esperanza”,  a lo que Sorjonen responde: “Tú eres tan ateo como yo. Yo no creo en 4.000 dioses. Tú no crees en 3.999”. De Sorjonen se han hecho ya 31 episodios repartidos en tres temporadas y, tal como el diálogo precedente lo destaca, no es una serie para olvidarse del coronavirus haciendo binge watching y darse un atracón de entretenimiento por varias horas seguidas. La excelencia requiere concentración.

Lo mismo que las películas de Tarkovsky, Sorjonen no es un producto de matiné para ver con una bolsa de pochoclo al lado. Requiere un tipo de concentración intelectual totalmente contraria a la tendencia de distracción que impera en el mundo desde la aparición de las redes sociales. En más de un aspecto, es un viaje a la mente humana cuando todos los factores que la conforman son considerados con detenimiento. Por eso, a diferencia de sus primeras dos temporadas, en esta casi toda la acción sucede en la nieve, en los helados y oscuros días del invierno finés en los cuales el sol casi no se ve.

Si bien, más por geografía espacial que anímica, Sorjonen puede considerarse parte del nordic noir o Scandinoir que integran series policiales situadas en el sui generis universo de los países nórdicos, su estética de fondo la separa del resto para transformarla en viaje exótico hacia un confín que desafía las definiciones. Por el encare de los personajes, y la peculiar manera de organizar el relato, postergando la aparición del enigma, es una de las propuestas más innovadoras que se han visto en televisión. El televidente tal vez sienta que no está yendo a ninguna parte, pero en verdad se dirige a un sitio totalmente inaugural. Desde el punto de vista estético, Sorjonen es apabullante; es un buen ejemplo de cómo la televisión puede reinventar la forma de contar. La trama no se desarrolla en la capital de Finlandia, sino en una pequeña ciudad situada en la frontera con Rusia, que en las primeras dos temporadas (por tener lugar en el verano) resultaba sitio ideal para vivir; un lugar bucólico entre árboles y con mucha agua. En invierno ya es otra cosa, salvo que en los planes de la felicidad diaria figuren la melancolía, la nostalgia y la tristeza del aislamiento como prioridades.

Sin necesidad de enfatizarlo, la serie insiste en recordar que ya no quedan paraísos y que en lugares en apariencia idílicos puede ocurrir lo peor. Kari Sorjonen (interpretado de manera antológica por Ville Virtanen) es una especie de ángel que debe limpiar a Sodoma y Gomorra. Puede intuir, con sorprendente certeza, la escena donde ocurrió un crimen y cómo este se desarrolló. Virtanen brilla, pues comunica sin exagerar. La suya es una lección de histrionismo contenido, capaz de trasmitir los sentimientos humanos más poderosos librándose de la sobreactuación. Su personaje es una mezcla de Columbo, Sherlock Holmes y Clarice Starling, la obsesiva detective de El silencio de los inocentes.  A Sorjonen, quien cuenta con características sobrenaturales de médium, también lo guía la obsesión por resolver los casos cuanto antes, pues para eso está cerebralmente superdotado y tiene una capacidad mental con carácter de fenómeno. 

Además de un sexto sentido, tiene personalidad magnética. Cuando la resolución del caso se complica, tiene como tic golpearse las sienes, como si su cabeza fuera una computadora que le va a dar la respuesta que busca. Sorjonen transforma los indicios en certezas. Llegamos a conocer su intimidad emocional, algo poco común en series policiacas donde el héroe es un tipo estólido. En la tercera temporada, la vida que tiene no es la que fue a buscar cuando dejó su trabajo en la prestigiosa Keskusrikospoliisi (Oficina de Investigación Nacional de Finlandia) de Helsinki, y se fue a la ciudad natal de su esposa, a quien la operaron de un tumor cerebral. 

La acción de Sorjonen sucede en Lappeenranta, situada a cien kilómetros de San Petersburgo. En tierra fronteriza, los protagonistas transitan las zonas limítrofes de la condición humana. Por noticias de la segunda guerra mundial, sabemos que la frontera entre Finlandia y Rusia es un lugar exótico, en la acepción más modernista de este término. La paz familiar, por lo tanto, y como era de esperarse, nunca llega en ese lugar de tránsito de realidades, en el cual Sorjonen, convertido en insomne, trabaja rodeado de mujeres (esposa, hija, amiga de la hija, y su compañera de labores, la detective Lena Jaakola). La vida es igual en todas partes, y bajo la aparente tranquilidad de un lugar apartado, los ejércitos del mal siguen operando. En la nada pasa de todo. Vista desde dentro, la intimidad del pueblo es macabra y no en vano los dos capítulos finales de la presente temporada lo destacan. Decir más sería contar demasiado, pues precisamente la sorpresa es el principal señuelo de la serie, la cual, además, está pautada en forma atípica. Como en las dos previas temporadas, a cada caso se le dedican más de un episodio, a uno incluso tres. A casi todas las series les sobran capítulos. De los 10 o 12 que tiene cada temporada, la mitad está de más. Sorjonen supera ya la treintena, pero el televidente desearía que la serie no terminara nunca.

La complejidad dramática –cada personaje importa– sobrevuela en varias dimensiones el relato, ambientado en una de las zonas con más lagos de Finlandia. La perfección formal se constata en diferentes niveles, desde Closer, la canción que da inicio a cada capítulo, cantada por los dinamarqueses Kaae & Batz y Maria Holm-Mortensen, hasta la resolución formal suntuosa de cada episodio, que incluye tomas aéreas cenitales de tupidos bosques cubiertos de nieve, lagos y largos puentes congelados, en un escenario afín a la estética minimalista y funcional de Alvar Aalto vestida de blanco, dispuesto de ese modo para comunicar claustrofobia exterior y hacer sentir el mismo frío que tiene el alma cuando la han dejado sola. Con acotados elementos, la serie se convierte en imán de inquietudes, del cual no es fácil desprenderse una vez apagado el televisor. En verdad, el eje central no son los casos que Sorjonen debe resolver, sino sus problemas familiares y los de quienes lo rodean y deben lidiar con enfermedades, incomunicación y soledades devastadoras. Uno de esos problemas encontrará ahora resolución, aunque la serie destaca que las cosas nunca quedan solucionadas para siempre. Detrás de los crímenes y los castigos, emerge la imagen más real y cruda del ser humano cuestionando su condición, preguntándose, como personaje de J. C. Onetti atrapado en medio de la nada helada, cuál, realmente cuál, es el sentido de la vida. 
 

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