JAVIER TORRES / AFP

¿Otra caja de Pandora?

No pensemos que un cambio de Constitución va a solucionar los problemas de inequidad de Chile

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08 de noviembre de 2020 a las 05:00

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Los experimentos latinoamericanos de reformar las constituciones por medio de asambleas constituyentes no han sido felices. Más bien todo lo contrario: tremendamente negativos para la salud institucional de esos países. Venezuela, Bolivia y Ecuador reformaron por completo sus constituciones partiendo de cero y terminaron con constituciones de tinte netamente populista que no defienden correctamente los derechos y garantías individuales que forman parte inalienable e irrenunciable de un país llamado a regirse por el estado de derecho.

Las reformas fueron impulsadas por líderes populistas y autoritarios, como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evwo Morales. Cada uno a su manera pretendió formar una constitución a su medida, que le permitiera gobernar por largos períodos o incluso por tiempo indefinido, y sin los contrapesos correspondientes de la neta separación de poderes y la independencia de la Justicia. El experimento constituyente derivó en autoritarismo y decadencia económica.

Hace apenas dos semanas, por abrumadora mayoría, el pueblo chileno decidió reformar la constitución aprobada en 1980 bajo la dictadura de Pinochet y hacerlo mediante una asamblea constituyente elegida por voto popular y con representación de pueblos originarios, un gran dolor de cabeza en las últimas décadas para los gobiernos de turno. Ello es parte del proceso para calmar la gran protesta social que hizo erupción el 18 de octubre de 2019, cuando se conjugaron legítimos reclamos sociales y maniobras violentas evidentemente organizadas por autores anónimos que aún no han dado la cara.

El llamado a una asamblea constituyente ha generado alarma y desconcierto en otros países que tienen muy fresco lo ocurrido en el “eje bolivariano”. ¿Se abrirá en Chile una nueva caja de Pandora de donde salgan males imprevistos? En el afán de corregir los defectos que tiene la constitución actual, ¿se introducirán normas que debiliten derechos y garantías?, ¿se añadirán normas que introduzcan otros derechos que no pertenecen a la esencia de la persona y que contravengan las bases de la civilización occidental? ¿se alterará la división de poderes?

Ello se sabrá a ciencia cierta cuando los 155 miembros –donde habrá representación paritaria de hombres y mujeres y representantes de los pueblos originarios– elegidos el próximo 11 de abril de 2021 sometan su trabajo a la consideración popular que deberá expresarse por sí o por no y mediante voto obligatorio (actualmente no lo es en Chile).

Por de pronto, hay algunas salvaguardas. En primer lugar, se deberá respetar el carácter de “república” del Estado de Chile, así como el régimen democrático, las sentencias judiciales firmes y ejecutoriadas, y los tratados internacionales firmados por Chile en áreas de derechos humanos y de resguardo de inversiones extranjeras.

En segundo lugar, las normas de la nueva constitución deben ser aprobadas por una mayoría especial de dos tercios de los votos, lo que evita la prevalencia de mayorías aleatorias o inconstantes. Los dos tercios exigen un consenso mayor.

En tercer lugar, la necesidad de que la nueva constitución se apruebe por voto popular obligatorio da también mayores garantías. En general, la participación electoral en Chile ha ido menguando y se sitúa alrededor del 50%. El voto obligatorio le dará un mayor respaldo el texto constitucional aprobado en la asamblea.

Por último, en Chile no hay una figura autocrática que impulse este proyecto. Y Chile, al igual que Uruguay, ha gozado de una institucionalidad fuerte a lo largo del siglo xx con excepción de la dictadura de Pinochet.

Con todo, no pensemos que un cambio de constitución va a solucionar los problemas de inequidad de Chile. Bajo la actual constitución, a la que sucesivos gobiernos democráticos realizaron enmiendas, Chile se desarrolló como nadie en América Latina en los últimos 30 años y bajó su índice de pobreza del 68% en 1990, cuando se da la transición democrática, a 8,6% en 2017. En equidad tuvo mejoras aunque no tan notables.

Pero el problema no es tanto el índice de equidad sino el hecho de que por más de 150 años ha habido mucha distancia entre las principales familias de la clase alta y una creciente clase media que, a medida que mejora su nivel de vida, tiene mayores expectativas en áreas como educación, salud y vivienda. No es tanto si uno pasa de mal a bien, sino que al hacerlo cambian las expectativas y se aspiran a cosas que antes no se tenían en cuenta y ahora se ven como necesarias.

Lo reconoció el expresidente socialista Ricardo Lagos cuando fue a visitar un asentamiento al que había dotado de viviendas decentes durante su mandato. Había gran descontento porque no se había previsto lugar para los autos, que en aquel momento no existían. Las expectativas frustradas son tremendamente nocivas, tanto como para generar una amplia y justa protesta social. Y eso es lo que se debe atender, con o sin nueva constitución. Y quienes gobernaron Chile no quisieron o no pudieron hacerlo.

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