"Si nacer no es otra cosa que empezar a morir, no hay otro rumbo que la decadencia”, decía en la sala Zitarrosa hace unos meses Darío Sztajnszrajber. La muerte es el destino final de cualquiera. También es el miedo universal más molesto que asfixia detrás del sinsentido, que amenaza al goce del amor, que grita bien alto cuando una enfermedad se diagnostica. Pero ¿qué pasa si la capacidad de pensar y sentir se deteriora primero y los recuerdos empiezan a esfumarse? ¿Qué pasa si las luces del cerebro se apagan de a poco y lo que queda después es solo un cuerpo desorientado? De camino a la muerte, ¿existe peor decadencia que la de la mente?
Vivir dos veces, la película española recientemente estrenada en Netflix que protagoniza Oscar Martínez demuestra que incluso esa decadencia puede tener un propósito.
Emilio desayuna todas las mañanas en la misma cafetería, donde tiene mesa propia y le consienten sus caprichos de veterano tosco. Café en mano y el sudoku del diario. Emilio pide que le sirvan el tomate al costado del pan, porque si lo colocan encima se pierden los sabores puros, como a él le gustan.
En una rutina tan estructurada, una pequeña alteración puede cambiarlo todo. También puede significar mucho. Por ejemplo lo que pasó en aquel desayuno, cuando el profesor de matemáticas jubilado no pudo con el sudoku diario.
“Primero se verán afectados sus recuerdos más recientes”, le explica el doctor. Después la zona del razonamiento, la parte más lógica. Y sigue. “¿Cuál es la solución?”, pregunta Emilio.
No la hay.
El protagonista de esta historia tiene alzhéimer. Su último propósito antes de que la mente le falle por completo es reencontrarse con Margarita, un amor que no fue pero que lo conecta con su recuerdo más valioso de la infancia. Y aunque este podría ser un melodrama más del montón, María Ripoll (la directora) matiza la tragedia con la comedia y logra una película tierna, divertida y punzante de a ratos que, aunque es simple, no es simplista.
El alzhéimer está presente todo el tiempo, pero también es el disparador que trae a cuento al resto de los personajes que aparecen cuando Emilio–un misántropo que dedicó toda su vida al trabajo– no puede solo. Su hija Julia (Inma Cuesta) es la que insiste en que se vaya a vivir con ella, porque él vive solo desde que murió su esposa. Claro que no acepta. Entonces Blanca (Mafalda Carbonell), su nieta de 10 años, lo visita (obligada) en las tardes para enseñarle a usar un celular para estar en contacto. De costado también aparece el yerno, Felipe, un supuesto coach de vida que ni pincha ni corta.
“¿En qué año estamos, Emilio?”. “¿Cuándo es su cumpleaños?”. “Si tengo 30 monedas y uso tres, ¿cuántas me quedan?”.
Al principio eran preguntas ridículas. Pero con el tiempo esa escena repetida, con la doctora que tantea la mente del veterano, se tornó más y más desalentadora. En cuestión de dos años el experto en matemáticas casi que no puede restar.
También se pierde, no reconoce a Luisa y Blanca, grita, llora, se torna violento, ríe a carcajadas.
El alzhéimer no espera, solo avanza.
Los mejores diálogos se dan entre el abuelo y la nieta, el grandísimo descubrimiento de esta película. Entre el talento ya conocido de uno y la gracia y magnetismo de la otra, el combo es perfecto. Emilio y Blanca son crudos, gruñones y sabios a la vez.
“Esas cosas te fríen el cerebro”, le dice Emilio a su nieta cuando se resiste a usar el celular. “Bueno, tú frito ya lo tienes”, le dice ella y le muestra después lo fácil que es buscar qué fue de la vida de Margarita. Descubren que fue profesora de literatura y vive en Navarra. El veterano arma su valija. Debe –quiere– encontrar a esa niña devenida en veterana.
Al principio su hija, que siempre carga con la familia al hombro, se niega a ayudarlo. ¿Para qué?, le pregunta. "Solo quiero verla porque sé que voy a olvidarme de ella", contesta Emilio. También quiere saber si en todos estos años Margarita pensó en él. Entre tires y aflojes la familia entera se embandera en ese viaje delirante y revelador.
Emilio, Julia, Blanca y Felipe marchan desde Valencia hacia Navarra. Y al final, esta roadmovie termina siendo espejo de una familia cualquiera que carga con fricciones generacionales, broncas acumuladas, engaños, decisiones mal tomadas y roles injustos. Pero el camino hacia Navarra se les va a presentar como la oportunidad para desmontar sus estructuras y empezar a transitar una vida más sincera.
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