Estiman que el vínculo cárcel-droga-calle tiene cada vez más dependencia.

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Calle, drogas y cárcel: los días de Matías en un círculo vicioso cada vez más extendido

El vínculo entre la droga, la privación de libertad y la falta de un techo propio explican el escenario cada vez más acuciante en Montevideo: el Mides hará un censo el próximo julio
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13 de mayo de 2023 a las 05:04

La puerta metálica de la cárcel de Punta de Rieles se abrió con su chirrido clásico y Matías salió otra vez a la “libertad”. Llevaba unos championes sin medias, un pantalón desgastado y una remera de manga corta. Todo el resto se lo había dejado a sus compañeros celda, como mandatan los códigos carcelarios. Ese mediodía, pese al descenso de temperatura característico del otoño montevideano, sintió que el “solcito” lo iría a calentar. Afuera no lo esperaba nadie. Ni siquiera el Estado.

Caminó unas pocas cuadras sin nada en los bolsillos ni en el estómago. Dio pasos lentos, como arrastrando una de sus piernas que tiene que operarse desde que en la cárcel —en otra de las veces que “perdió”, el verbo que usan los presos en referencia a la privación de libertad— se cayó de un andamio en un taller de herrería y se “rompió” a la altura de la rodilla.

Una señora de 60, 61 o 62 años se apiadó de aquella imagen de un hombre joven a la deriva —31 años, la mitad de ellos de adicto problemático de drogas y sucesivas entradas y salidas a la prisión—, fue hasta la cocina de su casa, le dio una vianda con algo comida y un buzo abrigado.

La mano de Matías quemada por el consumo de pasta base.

Matías sonrió. Buscó un árbol de tronco ancho y con buena sombra, puso el buzo de almohadón, se sentó, estiró las piernas y suspiró. Con sus manos sucias abrió la vianda. Incrustó sus dedos índices —de piel quemada, agrietada y amarillenta de tanto encender la pipa para la pasta base de cocaína— en el papel film y se llevó un pedazo de tarta a su boca.  Estaba tan rica que no le dio tiempo para tragarse el primer bocado y ya estaba sumándole otro, y otro, y otro. No le importó que las migas se le hayan pegado en sus labios carnosos ni que la espinaca le manchase la única remera que se traía.

Allí, un poco completo por la comida y otro tanto vacío por su soledad, pensó qué haría en la noche, cuando el solcito cayera y la temperatura se desplomara.  No tenía demasiadas opciones: con su familia no se hablaba desde que la droga lo dejó solo y nadie le había ofrecido una habitación. Su única opción era “achicar” en una plaza o conseguir un cupo en un refugio del Ministerio de Desarrollo Social (Mides).

Dejó el envoltorio de la vianda al costado del árbol, se masajeó la rodilla rota para que el calor de la fricción le quitase el dolor, y caminó hasta la parada de la línea 103 con destino al centro de la ciudad.

—Acabo de salir de la cana, no tengo un mango para el boleto y voy para la Dinali (Dirección Nacional de Apoyo al Liberado)

—Pasá, pasá. Estoy acostumbrado —, le respondió el chofer un tanto resignado.

Descendió en una de las primeras paradas de la avenida 18 de Julio, a pocos metros del obelisco a los constituyentes que clama por la Ley, Fuerza y Libertad, y marchó hasta su destino en busca de ese cupo en el refugio para amainar la noche.

“Ya era la tarde y me dijeron que tenía que ir hasta la puerta de entrada para conseguir un cupo, pero entre tantas vueltas me volví re loco y me fui a buscar algo para consumir (…) esta, la adicción, es una enfermedad de mierda que aparece cuando menos la buscás”. Matías habla con frases coherentes, maneja un léxico que se adapta al interlocutor de turno, y le escapa a cualquier prejuicio de quienes asocian “la calle” con la falta de educación.

Matías fue a un colegio privado en Santa Lucía. “Venía de una familia digna de esas publicidades de la Coca-Cola”, pero en la adolescencia todo cambió. El joven recuerda aquel pasado con cierta incomodidad. Su pierda derecha empieza a temblar, con movimientos espasmódicos, típicos del consumo de drogas.

—Fue una sucesión de hechos: en cuestión de poco tiempo se murieron mis cuatro pilares (dos abuelos, un tío abuelo y el bisabuelo), mi mamá no dio abasto, mi papá nunca sirvió para nada y yo empecé las malas juntas. Primero fue dejar el deporte y empezar a fumar, algún porrito, algo de merca y más tarde bazuko (el extracto crudo de las hojas de coca sin refinar).

A la edad en que muchos adolescentes experimentan sus primeras relaciones amorosas y la mayoría no acabó de desarrollar sus vellos púbicos, con solo 14 años, Matías estaba con un bolsito de patitas en la calle. Era la génesis de esta historia de calle-droga-cárcel-calle-droga-cárcel…

Cuando el Mides realizó el conteo de personas que dormían a la intemperie en Montevideo, en 2016, el 43% declaró que había estado preso alguna vez. Tres años después, el porcentaje ya se elevaba al 48,3%. Y al año siguiente, ni bien iniciaba la pandemia, trepaba al 53,4%.

Desde entonces el Mides no cuenta con información de calidad que le permita conocer a ciencia cierta la población en calle con la que lidia. Por eso una noche del próximo julio —cuyo día exacto se mantiene en reserva para no alterar la escena de conteo— el Estado volverá a hacer un censo en profundidad a las personas sin techo.

Por ahora —y hasta que se conozcan esos resultados— el Mides prefiere no declarar a nivel oficial. Fuera de micrófonos, sin embargo, las autoridades reconocen que “es probable que la cantidad de personas en situación de calle se haya incrementado o a lo sumo mantenido” y “algunos indicadores, dan a entender que se incrementa el porcentaje de personas con experiencia de privación de libertad y de consumo de drogas… sobre todo de pasta base”.

Matías llevaba menos de 12 horas de liberado de Punta de Rieles, aquel día otoñal, cuando le entró la ansiedad. Fue a un banco, poco antes del cierre, y sacó parte del dinero que había juntado en una pasantía entre la penúltima y última caída carcelaria.

—Lo quemé todo, pasé dos días seguidos sin dormir, dando vueltas…

Los adictos a la pasta base suelen moverse errantes, avanza como poseídos en busca de un destino y enseguida pegan la vuelta y van para otro. Por eso algunos policías de la zona I de la capital, esa que nuclea los barrios más céntricos y donde se concentran buena parte de las personas en situación de calle, dicen que en la noche es “zombilandia” y a primeras horas de la mañana los uniformados acaban siendo el “servicio despertador”.

—Cuando el cuerpo no me dio más, cuando llevaba más de dos días consumiendo después de Punta de Rieles, caí rendido en algún lado que ni recuerdo… creo que era cerca de Tres Cruces.

El antropólogo Marcelo Rossal, especializado en personas en situación de calle y consumo de drogas, tiene “la impresión de que la crisis derivada de la pandemia (del covid-19) retornó el consumo de pasta base entre jóvenes bien jóvenes (alrededor de los 20 años), algo que parecía haberse corrido de edad en los años previos”.

Los sin techo que consumían pasta base en 2019 tenían, en promedio, 33 años.  En 2012 la media se ubicaba en los 29 años. Y tras la crisis de 2002, cuando esta droga adquirió notoriedad, se estimaba que la población promedio rondaba los 20 años. Así lo analizó el Observatorio Uruguayo de Drogas.

—A diferencia de lo que muchos creen, a la mayoría de quienes estamos en la calle no nos fue mal en un trabajo, quedamos sin un mango y acabamos pidiendo comida. A la mayoría la droga nos hizo mierda, rompió con lo que más queríamos y nos llevó (nos lleva, se corrige) a volvernos intratables, a volvernos dependientes del consumo —, Matías narra desde el escalón de entrada a un edificio en la calle Uruguay, sin perder de vista un camión que está enfrente.

—¿Ves ese camión? El chofer se acaba de bajar, dejó la puerta entreabierta y su celular quedó al lado del volante… si ahora quisiera consumir me chafo el teléfono y lo vendo. Ayer mismo vendí un teléfono y me quedé fumando por Tres Cruces —, muestra otra vez sus dedos índices quemados de cuando enciende la pipa en la que coloca la pasta base.

Entre la población reclusa, el 80% consume sustancias. El 40% de las personas liberadas que salen a vivir en las calles regresan a la cárcel entre seis y nueve meses después. Así lo describió el último censo de personas encarceladas, una radiografía de la puerta giratoria que, en los últimos años, se intensificó aún más. Cada menos de una hora un uruguayo es encerrado.

Matías lo sabe por su propia experiencia: la última vez “perdió” porque rompió una vidriera en 18 de Julio y Gaboto en busca de algo para revender. Antes había ido preso por rapiña en grado de tentativa, antes por disturbios en la vía pública, y antes por…

Durante los meses de mayor frío en que el Mides despliega su plan de contingencia, solo el año pasado pasaron por los refugios estatales 6.689 personas diferentes. Durmieron al menos una noche 6.689 Matías que, esa vez, no estaban deambulando por las calles de la ciudad.

Está claro que no todos son consumidores, ni todos tienen un historial de encierro, ni todos rompieron los vínculos con su familia, ni todos fueron a un colegio privado. Pero si hay algo que el antropólogo Rossal está convencido es que en la inmensa mayoría de esas personas que cada día uno ve revolviendo tachos de basura, pidiendo plata para comer o drogarse, entre los que acampan en plazas, parque o debajo de cualquier techito hay trayectorias que hablan de “una sociedad que no está sabiendo cuidar a los suyos”. Porque: ¿qué explica la situación de calle de Matías? ¿Es un sistema carcelario hacinado que no prepara a sus reclusos para el día después? ¿Es el Estado que no ofrece la alternativa a la prisión? ¿Es la droga? ¿Es la falta de la figura paterna? ¿Es el trauma en plena adolescencia? ¿Es una madre desbordada? ¿Es una psicología propia?

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