Leonardo Carreño

China o el gato arriba de la mesa

Una completa apertura comercial implicará cambios revolucionarios que pocos parecen entender o aceptar

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08 de septiembre de 2021 a las 11:26

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“Mañana seiscientos millones de amarillos, miles de millones de amarillos, negros, morenos, desembocarían en tropel en Europa… y en el mejor de los casos, la convertirían. Y todo lo que les enseñaron, todo lo que habían aprendido los hombres de su raza, todos los valores por los cuales había vivido, morirían de inutilidad”.

El vaticinio, bastante ominoso, está en “El primer hombre”, la novela autobiográfica de Albert Camus.

En realidad, abundan las profecías por el estilo. Cuando China despierte, el mundo temblará.

La revolución comunista de Mao Tse-Tung, triunfante en 1949, unificó a China, un enorme país hasta entonces dividido y humillado por sus vecinos y las potencias occidentales. Mao también propició grandes desastres económicos, como el Gran Salto Adelante, un fallido intento de industrialización colectiva; o la Revolución Cultural, una purga dogmática y paralizante. 

Tras la muerte de Mao, y después de eliminada la resistencia de su viuda y sus socios, el realismo económico de Deng Xiaoping provocó uno de los saltos económicos más asombrosos de la historia. 

El capitalismo y la iniciativa individual, no la colectivización, podían crear mucha más riqueza y poder para los comunistas chinos, proponía Deng. “Da igual que el color del gato, ya sea blanco o negro; lo importante es que el gato cace ratones”.

China lleva más de cuatro décadas ensayando el camino del capitalismo autoritario: un régimen de partido único y una enorme industrialización basada en el comercio exterior, con empresarios agresivos y mano de obra barata y disciplinada. Es una ruta parecida a la que siguieron antes Japón y los “tigres asiáticos”, desde Corea del Sur a Taiwán, y que favoreció su democratización; y que también intentan, con sus variantes, Vietnam, India, Indonesia o Tailandia. 

El péndulo del mundo se desplazó hacia el Pacífico. 

China es, por lejos, el principal comprador de bienes uruguayos: carnes, celulosa, soja, lácteos, lanas. Y también es un proveedor principal, junto a Brasil: televisores, teléfonos, computadoras, herramientas, vehículos, maquinarias, juguetes, vestimenta, calzados.

Una parte de los productos chinos pagan aranceles para ingresar a Uruguay, en tanto los productos uruguayos pagan hasta US$ 200 millones cada año para ingresar a China. Los aranceles favorecen el comercio de los países que no los pagan, como Australia y Nueva Zelanda, que ofrecen productos similares. 

Ahora China golpea a las puertas de Uruguay, el último rincón del mundo, pues fue invitada a golpear. 

Cuando Tabaré Vázquez obtuvo en 2016 el compromiso de China de negociar un tratado de libre comercio, sus problemas apenas empezaban. Pronto comprobó el desagrado de Argentina y Brasil, pero también de varios grupos del Frente Amplio, de los sindicatos y de sectores empresariales. Por entonces la bancada del Frente Amplio ni siquiera aprobaba un tratado de libre comercio con Chile.

Por fin en enero de 2017 el ministro de Economía, Danilo Astori, admitió que China no deseaba negociar un tratado de libre comercio con Uruguay que implicaba contrariar a Argentina y a Brasil.

¿Qué cambió ahora, para coquetear con el gobierno de Luis Lacalle Pou? No está claro, aunque sólo se hable de un “estudio de factibilidad”. Tal vez los chinos entiendan que es mejor una cabeza de playa, un punto de desembarco en el Atlántico Sur, que esperar algo de un Mercosur políticamente imprevisible e irresoluto.

Para Uruguay, un TLC con China debería ser el primero de una serie. No tiene mayor importancia que Uruguay haya “abierto mercados” con centenares de países para sus alimentos, como se pavonea. Lo que importa, realmente, es tener acceso —sin pagar aranceles— a los mercados principales: China, pero también Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón, Corea del Sur.

Sólo quedaría afuera la Unión Europea, un gran mercado que se caracteriza por un pesado subsidio a sus productores rurales. El tratado de libre comercio entre el Mercosur y la Unión es más simbólico que real, debido a las reservas de mercado y las cuotas. El obstáculo no es la política ambiental de Brasil, como suele esgrimirse, sino el lobby de los productores agropecuarios de Francia, Irlanda, Grecia, Hungría, Austria y Polonia.

Los empleos que se perderían en Uruguay por la competencia china sin restricciones, como en la industria química o la vestimenta, se ganarían, con aumento, por la expansión de las agroindustrias. Empresas públicas como Ancap deberían asociarse con trasnacionales para aumentar escala, bajar costos y no colapsar.

La clave está en la complementariedad entre ambas economías, pues hablar de “asimetrías” es ridículo: la economía china es al menos 200 veces más grande que la de Uruguay.

Uruguay, una pequeña potencia exportadora, sin el resguardo de un gran mercado interno, al modo de Brasil o Argentina, debería integrarse sin complejos con cualquier economía del mundo, como han hecho Singapur, Chile o Nueva Zelanda.

Fue exactamente lo que ocurrió entre 1852 y 1888, la fase de desarrollo más rápida del país. Luego las tendencias proteccionistas y estatistas hicieron perder ritmo, sobre todo a partir de 1931, hasta el colapso de las décadas de 1950 y 1960, entre la divinización de la empresa amiga del gobierno y el puesto público y la satanización de la iniciativa y el lucro.

China ya es un gran prestamista para América Latina, y un creciente inversor en infraestructura: ferrocarriles, puertos, carreteras, centrales eléctricas.

Un tratado de libre comercio con China sacará a Uruguay del Mercosur, en todo o en parte. Ni Brasil ni Argentina aceptarán una cabeza de playa de la industria china en su coto de caza. Reconstruirían las fronteras en torno a Uruguay, que en realidad nunca se derribaron del todo. Mientras haya un aduanero revisando bolsos no habrá una auténtica integración. 

La aparente comprensión de Jair Bolsonaro y de su ultraliberal ministro de Economía, Paulo Guedes, parece sólo un accidente en la historia; un ensayo efímero listo a ser borrado por el tradicional proteccionismo brasileño, la vieja alianza entre industriales, oligarcas y militares a la que se ha sumado la izquierda.

Otra cuestión esencial es si los uruguayos comprenden y aceptan las implicancias de un trato de semejante hondura, que incluirá aceptar más presiones políticas e influencia de Pekín, al modo de las que tradicionalmente han ejercido Buenos Aires, Brasilia, Washington o Bruselas.

Al fin, China es un Estado autoritario que usa su poder, como lo está comprobando Australia, después de poner barreras a la telefonía 5G y pedir que se investigue el origen del covid-19.

La resistencia en Uruguay a un TLC con China provendrá de sectores nacionalistas y proteccionistas. Muchos se ubican dentro del Frente Amplio, pero también en la derecha, y en supervivientes del viejo Batllismo. No creen en el libre comercio, salvo en las palabras, pues se gestaron en torno al estatismo, el funcionariado y el proteccionismo: una confortable mediocridad conservadora.

Un TLC con China: al fin un tema de debate trascendente, el gato encima de la mesa, para medir el calado de la clase dirigente nacional, incluidos los intelectuales, y ya no más si el preso se escapó por la puerta o por el fondo.

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