El rock uruguayo fue la banda sonora de la crisis y de la recuperación económica
Nicolás Tabárez

Nicolás Tabárez

Periodista de cultura y espectáculos

Espectáculos y Cultura > MÚSICA EN LA CRISIS

Catarsis en el pogo: cómo el rock uruguayo se convirtió en la banda sonora de la crisis de 2002

El rock se masificó como nunca con la crisis gracias a canciones con mensajes políticos y sociales, una profesionalización inédita para el género y un clima cultural favorable
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30 de julio de 2022 a las 05:01

Y de repente, se terminó la fiesta. Los pasitos coordinados ya no tenían mucho sentido. Batir la mayonesa, mover las patas o ser un cocodrilo eran escapismo, y en 2002, los oídos y los corazones de parte del público uruguayo pidieron otra cosa. Con la rabia a flor de piel pidieron catarsis, descarga, sacudirse, saltar. Pidieron gritar hasta quedarse sin garganta algo que dijera que todo estaba mal, que no había más futuro que escapar.

Ya desde fines de la década de 1990, el género más redituable de la música uruguaya era una nueva variante de la música tropical, que con Los Fatales como pioneros se había adueñado de la fusión de la plena con ritmos locales, como la murga y el candombe, a los que agregó una estética y un sonido más pop, un estilo boy band para sus grupos y letras que jugaban con el humor y lo festivo. Se lo llamó pop latino, y tuvo uno de sus picos de masividad con el festival Uruguay en Vivo, que se hizo en julio de 2001 en la tribuna Olímpica del Estadio Centenario, y que tuvo a Omar Gutiérrez como maestro de ceremonias.

Pero para 2002 ya habían empezado a aparecer algunas grietas en el movimiento, con la invasión de la cumbia villera argentina y, a nivel local, con el péndulo moviéndose hacia el rock, que ofrecía al público (sobre todo al más joven) algo más cercano a la sensación térmica nacional después de comenzada la crisis económica, que luego derivó también en una crisis social y política.

La banda sonora de los años más críticos del país fue roquera. Se produjo un boom del género, que se hizo más masivo y popular que nunca, generó una explosión de bandas –y fue la consagración para los grupos que hasta hoy siguen siendo de los más convocantes de la música nacional–, eventos multitudinarios e históricos, y hasta motivó que la industria musical uruguaya se profesionalizara, y culminara un proceso que habían empezado artistas en la década anterior, como Jaime Roos, y que hizo que pasara a ser la norma y no una excepción.

El Pilsen Rock fue el pico de la movida rockera de los 2000

La explosión del rock uruguayo a partir de la segunda mitad del 2002 no fue casual. De hecho, ya se venía gestando desde algún tiempo antes: La Vela Puerca había lanzado en octubre de 2001 su segundo disco, De bichos y flores, que incluía El viejo, un hit que se convirtió en una pieza indeleble del cancionero popular del país, y había bandas de largo recorrido, como Buitres, que ya tenían un público numeroso.

En julio de 2002, una nota de El Observador advertía la presencia cada vez más habitual del rock uruguayo en los medios, tanto en el país como en la región. “El show de Videomatch hace humor en uno de sus sketches con un tema de La Vela Puerca, en tanto que en Malos pensamientos, cuando Orlando Petinatti habla con emigrados a otras tierras elige como banda sonora el tema Vuelve, de Sórdromo." En ese mismo artículo, se anticipa que el reinado de la música tropical se puede ver amenazado y que hay un ambiente más favorable al rock en bares, discotecas y radios.

Para el año siguiente, el contexto económico había ayudado a que el rock se asentara como el género más popular del país. Uno de los impactos más notorios de la crisis fue el despegue en la pizarra del dólar, que pasó de estar a $ 17 en julio de 2002 a $ 27 para fines de ese año. En ese contexto, traer artistas extranjeros a tocar en el país era inviable para los productores. Los locatarios cobraban en pesos.

El periodista Andrés Torrón señaló a Luces que hubo también otros factores que contribuyeron en ese momento. “Había una necesidad de reconocerse en propuestas locales, de mirar a lo propio. Fue un momento de mucha emigración, sobre todo juvenil, entonces el que se quedaba necesitaba un lugar donde reconocerse y juntarse con los que estaban. Y del lado de los músicos surge una conciencia social, a diferencia de la década anterior, aunque en los dos casos, obviamente, había de todo. Los grupos masivos tenían un mensaje político, no partidario, pero sí social”, explicó.

Y así, entre bandas que estaban emergiendo, otras que ya traían a cuestas carreras más o menos largas y ya estaban consolidadas, y otras que fueron descubiertas por concursos patrocinados por empresas multinacionales o productores y managers ávidos, se conformó un fenómeno que explotó rápidamente y se mantuvo durante buena parte de la década de 2000. Fue catártico y crítico con la situación de Uruguay, pero al mismo tiempo permitió seguir divirtiéndose a pesar del colapso.

Sin precedentes

Buitres, una de las bandas insignia del movimiento

La periodista Kristel Latecki, autora del libro Nos íbamos a comer el mundo, en el que se repasa la historia del rock uruguayo en las décadas de 1990 y 2000, vivió como adolescente el período de mayor impacto del género. Considera que si bien el rock ya había vivido otros momentos de efervescencia, como luego del fin de la dictadura en la segunda mitad de la década de 1980, con festivales como el Montevideo Rock y una movida muy convocante, nunca lo había tenido a ese nivel. "En los años 80 fue todo más efímero y su éxito se volvió en su propia contra. Esto fue más sostenido, extendido, bancado por la prensa, y demográficamente fue más amplio”, recordó.

Y agregó: “Para alguien que había crecido mirando la música de afuera, esto era la sensación de que por primera vez en tu vida algo estaba pasando en tu ciudad. Y eso te marca, querés ser parte. Vas a los toques, comprás los discos, vas a los boliches. Había también portales en internet, programas de radio específicos. Con internet y la piratería también se ayudó al boom, porque hizo accesible la música, aunque no era por vías legales”.

El pico del boom del rock uruguayo fue el movimiento de festivales masivos y que tuvo como joya de la corona al Pilsen Rock, que por un lado ejemplificó como ningún otro evento el hecho de que para los espónsores el género se había convertido en un producto atractivo con el que asociarse –llegó a haber hasta productos de papelería de bandas uruguayas, algo que con la perspectiva del tiempo parece increíble–, y por otro fue la mayor expresión de la popularidad del género, y llegó a reunir a unos 150 mil espectadores en sus ediciones más convocantes.

El festival, que se realizó en Durazno en todas menos una de sus ediciones, reflejó otras peculiaridades del momento: en sus primeros años la entrada era gratuita, y había gestos de colaboración y ayuda mutua en el público en el traslado y la estadía. El hecho de que el evento más convocante de la historia de la música uruguaya fuera en el interior también mostró la penetración que el rock había logrado fuera de la capital. Para Torrón, lo importante para el público en estos eventos no era tanto la experiencia musical sino la comunitaria: juntarse con otros y generar comunidad en un momento dramático.

Las banderas, las bengalas y los canticos se hicieron comunes en el rock, igual que el profesionalismo de sus músicos

Con este tipo de eventos también se consolidó el profesionalismo de la música uruguaya. En parte fue gracias a la democratización tecnológica que se había gestado en los años previos a la crisis, que acarreó una mejora sonora para los artistas locales que hasta ese momento partían en desventaja en ese rubro en comparación con sus colegas de la región, pero también por la necesidad de enfrentarse a escenarios más grandes que los que habían ocupado hasta ese momento. Esa profesionalización marcó también un filtro para las bandas, que no todas lograron superar y al que no todas se acostumbraron.

Para Latecki, “el rubro empezó a tomarse en serio por necesidad. Hoy la tecnología es todavía más accesible, pero en ese momento se hizo necesario profesionalizarse. Fue un momento en el que se formaron muchos profesionales”. La periodista considera que ese momento marcó “el comienzo de la era moderna de la música uruguaya”, con giras por el interior más frecuentes, más profesionalismo y bandas que lograron elaborar carreras en el exterior siguiendo los manuales de las bandas internacionales, lo que hizo más frecuentes las salidas al extranjero para los grupos locales, algo que hasta ese momento ocurría como una rareza y no como una constante.

Torrón, por su parte, lo señala como el mayor legado de esa época. “Es muy contradictorio, pero de ese momento de crisis económica surge una industria. Hasta ese momento el rock era un fenómeno de clase media, con músicos que tenían sus bandas pero no se imaginaban vivir de la música. A partir de ese momento, se pudo. Los productores, los managers, los sonidistas, hasta sellos discográficos, se consolidan en ese momento y, si bien es a la uruguaya, con poco dinero y un perfil bajo, quedó una industria. Se armó un circuito. Y muchas bandas se hicieron masivas y sobrevivieron al desinfle del fenómeno. Hoy tenés 10 bandas que llenan un Teatro de Verano, antes era imposible, salvo excepciones, que una banda por sí sola lo lograra”.

En el centro de todo estaban las canciones y los discos que capturaron el sentir de parte de la sociedad de ese momento, y que desde distintas perspectivas ilustraron musicalmente el crítico momento del país.

Caídas, trabajo y culpables

En el libro Nos íbamos a comer el mundo, el periodista Kairo Herrera, uno de los ideólogos e impulsores del Pilsen Rock, comenta: “Cuando vos entrás en crisis, como estábamos en aquel momento, la gente quiere escuchar una letra. Y fue impresionante”. El contenido se hizo tan o más importante que las melodías o los ritmos. Las canciones también debían hacer pensar, o al menos acompañar un sentir popular en el proceso de conectar con los escuchas.

Torrón comenta que había “mucha rabia”, pero a diferencia de la movida roquera de la posdictadura, que tenía un ambiente marcado por la tensión y la violencia, “acá había una sensación de comunidad, una energía positiva. Incluso se empezó a dar que el público se hizo familiar, algo que hasta ese momento era inédito en el rock uruguayo. Y también se generó una futbolización del rock, importada de Argentina, con banderas, cánticos y bengalas. Pero a diferencia de la versión argentina del fenómeno, donde estas hinchadas son rivales entre sí, y vos no podías escuchar a otra banda si eras fanático de una, acá eran todas amigas”.

Uno de los discos claves del período fue Caída libre, de La Trampa, lanzado durante el 2002. Un álbum que abre con el sonido del motor de un avión, al que sigue el punzante riff de guitarra de Santa Rosa, una canción cantada al amigo que decide emigrar. “Te vas, no aguantás este lugar. Te vas, no aguantás el Uruguay que no cambia más”, empieza la letra. Le sigue la canción que da título al álbum, que, aunque no la refiere de forma tan directa, Garo Arakelian escribió pensando en la crisis.

En el libro de Latecki, el cantautor y guitarrista de La Trampa cuenta que hizo “un intento, no existencialista, pero casi". "Como si Sartre hubiera hecho un estribillo con Nietzsche. Y hablar un poco sobre a qué está destinado el hombre, cuál es el propósito ulterior de nuestro significado. Para mí tenía que ver con eso. Nosotros, que fuimos arrogantes, que tenemos todo, porque tenemos las herramientas para decidir un montón de cosas, lo que decidimos fue ‘yo salto antes’. Saltar antes implica que te vas del país, o estás preparado, o le decís a la madre de tus hijos: ‘Bo, mirá que se viene resalada, vamos a hacer esto para poder resolverlo y que no se sufra’. Lo que fuera, desde cosas prácticas hasta cosas filosóficas”.

El clima de la crisis también permea en otro disco de ese año, Todo lo contrario, de Trotsky Vengarán, que abre con una versión de Resistiré, marcando el tono de lo que se vivía en el momento. Ese disco también incluye la canción Todo puede estar mucho peor, e Historias sin terminar, un tema que también puede leerse como un mensaje a un amigo que emigra, o incluso que la canta alguien que tiene que irse, algo que le pasó al vocalista del grupo, Guillermo Peluffo, quien estuvo temporalmente establecido en Chile.

Al año siguiente, Buitres lanzó su disco Mientras, en el que está la canción Perdiendo el trabajo, una captura del momento y de una problemática común del período más crítico del país, y otra con una línea política más directa: Qué pena me da es una canción crítica destinada al presidente Jorge Batlle, y a su llanto televisado al pedir disculpas a los argentinos tras su célebre “una manga de ladrones del primero hasta el último”. “Después de haber pasado todo a dólares, tratando a los paisanos como imbéciles y a los pobres como tus parientes”, canta Peluffo en esa canción.

Ya en 2004, las críticas a Batlle siguieron en el tercer disco de No Te Va Gustar, Aunque cueste ver el sol (un título que también se puede conectar con la sensación nacional). No te quiero acá está dedicada al mandatario y dice “Yo no te escucho, aunque ahora quieras darme pena y te largues a llorar”, y en la misma línea va Fueron, en la que Emiliano Brancciari canta  “si te dicen que todo va a mejorar, ya no los mires, y nunca te olvides que fueron ellos”, en referencia al gobierno colorado del momento.

En ese mismo álbum hay otra composición motivada por la crisis, que con los años terminaría cambiando de significado para convertirse en un himno de la selección uruguaya: Cielo de un solo color. La canción apropiada por la hinchada y que en el pasado Mundial de Rusia 2018 sonó hasta la náusea, fue compuesta con un doble sentido por Brancciari y el entonces bajista de la banda, Mateo Moreno. Si bien la connotación futbolera siempre estuvo en mente de los autores, también era una canción que hablaba sobre el momento del país y el empuje por salir de la crisis.

Ese mismo año, El Cuarteto de Nos publicó un compilado de grandes éxitos y reversiones de algunos de sus clásicos, en el que había una sola canción nueva, que también tenía detrás el espectro de la crisis: Hay que comer. La canción, en la habitual clave irónica del grupo, planteaba una narración desde la perspectiva de un padre de familia que veía como las comodidades burguesas habían desaparecido de un día para el otro, y el clan debía poner en práctica distintas maniobras tragicómicas para sobrevivir.

Y al final volvió la fiesta. El rock uruguayo tuvo cierto estancamiento –los festivales terminaron aburriendo a las bandas y al público, que cada año encontraba un cartel prácticamente idéntico al de años anteriores–, los grupos más importantes empezaron a mirar hacia afuera y una situación nacional más favorable inclinó al público a dejar atrás las canciones furiosas y los pogos catárticos para volver a la música tropical y a la alegría más soleada.

Con un país en recuperación  –e incluso luego en una situación de bonanza– y un clima completamente distinto reflejado incluso en los éxitos de la selección nacional de fútbol, el péndulo volvió a moverse hacia la cumbia, ahora etiquetada como “pop”. Volvieron los grupos juveniles que invitaban a bailar y a pasar noches locas. El rock uruguayo no murió ni mucho menos, pero, en cierto modo, su misión había terminado: la de acompañar un trauma nacional mayúsculo, y ponerle letra y música a uno de esos momentos que guardan los libros de historia.

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