Por una coincidencia que constitucionalmente se puede dar cada veinte años –o nunca– los vecinos del Plata tendrán el 27 de octubre sus elecciones presidenciales y legislativas. Definirán también, se supone, sus rumbos económicos en un momento global de incertidumbre, temores y revisionismos, donde los paradigmas son desafiados no por la razón, sino por la fuerza bruta de la democracia en sus formatos más precarios.
Es osado un pronóstico, porque las emociones que impulsan el voto son imposibles de medir a esta altura y porque ni siquiera están definidas las estrategias internas de las fuerzas. Por razones diferentes, ni Uruguay ni Argentina permiten predecir un triunfador ni cómo se conformarán las mayorías –si las hay– legislativas. Eso sin contar los imponderables, desde climáticos o judiciales, hasta geopolíticos, que pueden acontecer en 9 meses, en este parto electoral programado.
En Argentina, como en tantos países, se votará por cualquier cosa: por enojo o fanatismo, por la grieta, por odio, temor o revancha, por pañuelos verdes o celestes o siguiendo las consignas que la tecnología del manejo de masas imponga. Y por tecnología se entiende tanto los formatos goebbelianos sublimados, como la inteligencia artificial, con sus algoritmos de manipulación de última generación invadiendo las redes.
Si la aseveración parece exagerada, habría que ver cómo se explica que la intención de voto sea encabezada por Cristina Kirchner, multiprocesada por corrupción rampante e inepta para todo servicio, y por Mauricio Macri, cuyo gobierno fracasó en casi todos los objetivos económicos que se propuso, dejó incólume el aparato burocrático kirchnerista, tomó deuda cara y desaforada para pagar gastos corrientes y terminó casi en default mendigando el salvataje del Fondo, sin contener la inflación que juró eliminar en dos meses. Y no se incluyen las sospechas de neocorrupción que no se suelen ventilar sino con posterioridad a la gestión.
Para complicar los intentos de futurizar, las encuestas dicen además que Macri perdería contra cualquier peronista que no fuera Cristina Kirchner. Inocencia evidente de los votantes, que siguen creyendo que hay otro peronismo que es bueno, un truco dialéctico que se han comprado varias veces, siempre con nefasto resultado. Cualquier predicción sería entonces una moneda al aire. Por falta de espacio, no se consideran aquí los micromundos de gobernadores, intendentes, caudillos y otros ladrones provinciales, con sus intrigas y traiciones mafiosas que reservan para último momento.
En Uruguay los síntomas no son similares. La discusión electoral oriental es más civilizada, la tecnología política es menos perversa y menos avanzada y también los extremos están más cercanos. Aún los más quejosos contra el Frente Amplio critican mucho más la gestión, el gerenciamiento, que la concepción económica o ideológica. Se discute la eficacia en gerenciar el socialismo, no tanto el modelo en sí. Lástima.
Falta por mensurarse algo que aún no surge con claridad en las pesquisas, pero sí se nota crecientemente en los comentarios de la calle: el peso en la decisión de voto de la violencia y la inseguridad. Los partidos morigeran en este punto sus propuestas, temerosos de ser acusados de gatillo fácil o mano dura, que es el modo en que tiene el abolicionismo de desarticular las sociedades y cualquier intento de defender los derechos a la vida, la libertad y la propiedad, que la izquierda tiende a no considerar esenciales.
El otro factor que no parece ser aún influyente, en contraste con Argentina, es el de la corrupción. Se aduce que las transgresiones en este plano son mínimas, apenas unas compras de shorts o sommiers o unas comidas no autorizadas. ¿Será así, o se prefiere confundir transparencia con invisibilidad, como se confunde en el triste caso de Venezuela complicidad y papelón con neutralidad y soberanía? De eso no se habla. El hecho cierto es que pareciera que ninguna de las dos cuestiones, ni el saqueo al estado ni el daño a los intereses geopolíticos de Uruguay serán tomados demasiado en cuenta por el grueso de los votantes.
En tales condiciones, puede que lo que defina el resultado de la elección local sea el nivel de desilusión o sensación de insuficiencia de los partidarios del Frente, algo previsible en un sistema de populismo calmo cuando se acaba lo que hay para repartir. Se podría llamar el síndrome de abstinencia de la redistribución de riqueza ajena, cuando la riqueza ajena es sólo residual. Los próximos meses Macri velará para que no se dispare ningún indicador clave, que el tipo de cambio no suba ni baje mucho más, y rogará que se esboce una reactivación algo difícil de imaginar hoy, salvo para quien crea en algún gurú, (sin alusión personal) conteniendo la respiración y rogando que ningún vientito externo vuele las chapas del rancho. Y, por supuesto, cultivará propuestas intrascendentes que distraigan a la sociedad de la discusión económica.
Por su parte, Vázquez hará la plancha hasta las elecciones rogando que no se le caiga más el empleo privado, el tipo de cambio y la inversión, que UPM no lo desaire, que Adeom junte la basura, que el Mercosur no le cobre su chavismo, que no se pierda el grado inversor y que las muertes violentas no batan más records. Contendrá los desubicados reclamos gremiales hasta después de las elecciones, cuando la ausencia de la cordura de Astori permita soñar con nuevos manotazos al patrimonio ajeno, si gana.
Con cualquier resultado de las presidenciales, hay que esperar en ambos países un gobierno sin mayoría legislativa, salvo alianzas posteriores. Eso augura una complejidad económica que analizará la próxima nota. Giran dos monedas en el aire.