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11 de junio 2019 - 5:02hs

En una reciente conferencia de la que diera cuenta El Observador, respetados economistas opinaron sobre las medidas que se deberán aplicar desde marzo de 2020 para resolver lo que consideran que no es una crisis, sino una estanflación agravada por factores externos.  

El diagnóstico unánime fue que la salida pasa por un aumento de impuestos, ya que el gasto es rígido, por su composición, porque sus partidas están inexorablemente fijadas en el presupuesto, y por la indexación sistemática de los salarios y demás componentes por inflación. Antes de apresurarse a colegir que da lo mismo por quién se vota ya que quienquiera fuera electo no podrá bajar el gasto y hará un festival de impuestos, caben algunas reflexiones.

La situación a la que se llegó no es el fruto de un cataclismo, ni de ninguna causa exógena. La columna, junto a otras voces, expresó hasta el aburrimiento que la indexación de todo el gasto por inflación era suicida. Como la forzada indexación de los salarios privados y el reparto de bienestar vía aumento de impuestos, endeudamiento, rigidez laboral y todas las fantasías que se fomentaron en casi quince años. Como lo fue continuar la repartija cuando se acabó el milagro de las commodities. La situación de hoy es el resultado anunciado de tanta irresponsabilidad, no un avatar. La suma, además de los Antel Arena, las Pluna, las Ancap y la aún no evaluada rendición incondicional ante UPM, escondida tras el secreto que usan las burocracias cuando no pueden explicar.

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Por eso esta diagnosis debe necesariamente ser precedida por una severa acusación al gobierno –no a los políticos en general– por haber traído al país a esta encrucijada. Lo contrario es diluir las responsabilidades entre todos, en un momento electoral donde es muy importante discernir quién es culpable de qué cosa. Así se entendería mejor que se haya dejado de herencia un presupuesto 2020 sin financiamiento serio, que ahora se esgrime como justificación para continuar el mismo nivel de gastos y subir los impuestos.

No hay un solo caso en la historia moderna en que no se haya dicho del gasto lo que dice el gobierno y lo que dicen los conferencistas citados: es inamovible, de contenido social, imposible de bajar por la Constitución, la ley, la práctica, la protesta sindical, los derechos adquiridos, la solidaridad. Todo ello porque se parte de creer que bajar el gasto es opcional. Que el crédito es infinito, que un puntito más de déficit o de inflación se tolera en función de los sueños de la sociedad, que siempre se puede poner algún nuevo impuesto.

Nada peor que acostumbrar al estatismo a que siempre habrá algún modo de pagar sus excesos incesantes, dice la teoría de la economía clásica. El próximo presupuesto será siempre más alto. El legendario C. Norcothe Parkinson, el mayor experto en el comportamiento de la burocracia estatal, lo estampó en su famosa Segunda Ley: “el gasto crece hasta cubrir todos los ingresos”. Proveerle más ingresos al Estado vía impuestos o deuda es comprarle más cocaína al adicto. (Lo de adicto es deliberado).

Los economistas, en general, no saben bajar el gasto. Solo lo explican, lo critican o lo justifican. El gasto se baja con tozudez, con gestión y con valentía. Con una decisión política de hierro y luego con jerarcas que embistan y se estrellen una y otra vez contra la maquinaria burocrática que trata de defender su savia vital, su razón de ser y a veces su corrupción, no a los pobres ni a los desprotegidos. Desbrozando cifras incomprensibles ocultas en partidas indescifrables, soportando insultos y agravios, acusaciones de insensibilidad y epítetos inaceptables. Y claro, muchas veces perdiendo votos. 

Por eso no habría que desestimular a quienes tienen el coraje y el empuje de atreverse a proponer una baja o una eficientización en el gasto. Y mucho menos ponerlos sutilmente en el mismo plano que los autores del desastre presupuestario, que no han evidenciado en su campaña ningún intento de bajar el costo del Estado, al contrario. Tampoco se debería calificar de ilusos o inocentes a quienes quieren hacerlo. Es un modo de descalificación in límine intolerable. 

Habría que preguntarse si ilusos no son los que creen que se puede seguir en este espiral de implosión para siempre, o los que sostienen que no constituye una crisis tener 5% de déficit creciente, inversión casi nula, estar al borde de la pérdida de grado inversor, mantener con alfileres un sistema jubilatorio explosivo, enfrentar una huida de empresas y empleo privados, y sufrir la destructiva presencia omnímoda del PIT-CNT que ahuyenta toda credibilidad y viabilidad. 

¿O serán menos ilusos los que creen que aumentando y creando más impuestos se logrará recuperar la confianza en el país y atraer inversiones y empleos? ¿O quienes sostienen que el problema es solo pasar el obstáculo del presupuesto 2020, y que luego sí bajarán los gastos? 

Si se aceptase el argumento de la seguridad jurídica que en teoría impide cualquier cambio en el nivel de gastos, se inutilizarían los procesos electorales, ya que el presidente y los legisladores nada pueden cambiar, salvo seguir subiendo las erogaciones. (Seguridad jurídica selectiva, en un país donde el monumental despojo a Ancap se licúa en una sanción por rendir como gasto de representación la compra de ropa interior).

Este nivel de gasto y este modelo son inviables y llevan a las inmediaciones del incumplimiento, al estallido cambiario o a Venezuela, lo que ocurra primero o todo junto, aunque se prefiera creer que no hay una crisis. Concepto que habría que redefinir: se está en crisis cuando los economistas serios creen que el gasto deficitario es inflexible a la baja y hay que aumentar los impuestos.

Temas:

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