Miguel Arregui

El día después de una elección ya resuelta

El Frente Amplio vino como reprimenda histórica a los partidos Colorado y Nacional, y ahora podría irse por carencias similares

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21 de noviembre de 2019 a las 11:14

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Termina formalmente una campaña electoral que, de hecho, ya había finalizado antes.

Daniel Martínez, el candidato oficialista, quedó a la deriva tras el debate público del miércoles 13. No pudo abrir brecha en la ciudadela de su rival, Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional, y dijo cosas nada convenientes, aunque tal vez sean ciertas. Por ejemplo, prometió que no aumentaría impuestos, incluso contraviniendo el programa del Frente Amplio, que, afirmó, no es un mandato sino solo una recomendación.

La mayoría de los líderes del Frente Amplio aprovechó ese y otras salidas de ruta para poner cierta distancia. No se puede negar públicamente un dogma, como lo es el programa único. Y si se viene una grave derrota, mejor que sea de Daniel Martínez, y de su entorno, y no tanto del Frente Amplio, ni de quienes aspiran a heredar liderazgos.

Martínez, un ingeniero socialista de 62 años, es un político esforzado y meritorio. En 2015 desafió al poderoso MPP y en las elecciones municipales de Montevideo derrotó por amplio margen a Lucía Topolansky, esposa del expresidente José Mujica y actual vicepresidenta de la República. Cuatro años más tarde, en junio pasado, ganó con comodidad las elecciones internas del Frente Amplio. Pero luego fracasó en la campaña electoral, en parte por su escaso carisma y su conducta errática, pero más por el desgaste de la izquierda en el gobierno.

El conocimiento casi cierto del resultado del balotaje de este domingo, dicho sea de paso, es mérito otra vez de las encuestadoras de opinión pública. Esa herramienta de investigación social, a pesar de los pesares, tiene casi cuatro décadas de pruebas electorales en Uruguay, desde tiempos de pioneros como César Aguiar, Luis Eduardo González y Agustín Canzani. Y ha tenido un amplísimo privilegio de aciertos, salvo que las diferencias sean exiguas (como la mayoría parlamentaria que el Frente Amplio obtuvo in extremis en 2014, por un puñado de votos).

Una derrota holgada de Martínez estimulará tendencias antropofágicas en la izquierda, que deberá revisar líderes, ideas y conductas.

Significará el retiro forzoso de viejos mariscales y de miembros de la guardia pretoriana de Tabaré Vázquez.

Desde cierta perspectiva, la derrota será una suerte. El Frente Amplio se fue demasiado a la izquierda, arrinconado y en minoría, y no tiene chance de hacer un gobierno eficaz y reformista. Ahora, sin embargo, es probable que se sienta más cómodo en la oposición, que facilitará su cohesión mientras se rehace.

El Frente Amplio vino para dar una reprimenda histórica a los partidos Colorado y Nacional, demasiado hinchados de vicios y conformismo. Pero la derrota ahora de la izquierda también podría ser una grave injusticia histórica. Una coalición de liberales y conservadores, con algunos elementos de derecha lisa y llana, liberará al Frente Amplio de sus responsabilidades e intentará sacarle las castañas del fuego, encarando ciertas reformas que el gobierno no pudo hacer por falta de valor y unidad de ideas.

En un sentido histórico, con mirada de largo plazo, el país necesita un sistema maduro de partidos, que asuman aciertos y errores en el ejercicio del gobierno, y que sean capaces de liderar grandes cambios y rectificaciones, como se requieren ahora.

A la larga, es improbable que Daniel Martínez conserve la primacía, salvo a título precario, a falta de mejor opción. Pero no le será posible liderar a su antojo, como hizo Tabaré Vázquez a partir de 1996, cuando representaba una promesa cierta de ascenso hasta la cima.

El primer gran duelo interno se librará por la definición de las candidaturas municipales para las elecciones del 10 de mayo, en las que el Frente Amplio puede perder varios de los gobiernos municipales que tiene desde 2015 (salvo que la oposición se divida).

Si se confirma lo que anticipan las encuestas, el año que viene Uruguay tendría un presidente mucho más joven de lo habitual: Luis Lacalle Pou, un abogado y parlamentario de 46 años, último de una larguísima estirpe de dirigentes políticos que se inició en tiempos de las luchas por la independencia.

Parece que él llevará de nuevo al triunfo al viejo Partido Nacional, 30 años después que lo hiciera su padre, Luis Alberto Lacalle, y a 61 años de la postrera victoria de su bisabuelo, Luis Alberto de Herrera.

Después de unas horas de gozo, vendrán las pesadas cargas de administrar internas políticas complicadas, y tentar reformas sustanciales, con demasiadas esperanzas populares detrás. El periodista y novelista Truman Capote, citando a Santa Teresa de Jesús, recordó que “se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no atendidas”.

La coalición que Lacalle lidera deberá demostrar que es capaz de darle contenido y viabilidad política a una cartilla de intenciones nada simple.

En primer lugar, el país no podrá seguir viviendo a crédito por mucho tiempo más. El dilema es cómo y por dónde cortar la hemorragia.

El sistema de jubilaciones y pensiones, incluido el militar, se financia más con impuestos y deuda que con aportes, y ya tiene un déficit anual de US$ 3.500 millones. Los líderes políticos deberán decirle a la sociedad uruguaya, cada vez más envejecida, que habrá que trabajar unos años más, hasta los 65, antes de retirarse.

El sistema público de enseñanza arroja resultados muy mediocres, pese a un presupuesto cada vez más generoso, por errores de concepción y gestión, y por una politización infantil.

Los gobiernos, como representantes de la ciudadanía, deberán recuperar el control de la enseñanza pública, como ocurre en cualquier Estado que se precie. Tarde o temprano habrá una larga batalla con los gremios docentes, los mismos que derrotaron a Tabaré Vázquez en agosto de 2015.

En la primera fila de prioridades también está el combate al delito, cuyo catastrófico incremento contribuyó a que muchas personas perdieran la fe en la izquierda, excedida en diagnósticos y justificaciones. Lacalle Pou propone el más firme respaldo político a la Policía, un mayor compromiso ciudadano, y el rescate de los espacios públicos y “zonas rojas”. Habrá que ver cómo le va.

Si el país logra incorporar las sucesiones entre partidos diferentes con naturalidad y buen suceso, como al fin de cuentas ya ocurrió en 1959, 1967, 1990, 1995 y 2005, será mucho más de lo que pueden mostrar casi todos los países de América Latina, donde casi cada cambio de gobierno se transforma en opereta o tragedia.

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