Los tres hombres detrás del seudónimo Carmen Mola reciben el Premio Planeta

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El engaño, la oportunidad, el escudo: el caso Carmen Mola y la discusión por los seudónimos

El caso de Carmen Mola, un seudónimo que reunía a tres hombres y que se llevó el abultado premio Planeta, disparó las discusiones sobre la obra, el autor y las estafas literarias
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31 de octubre de 2021 a las 05:00

Alejandro Zambra, el autor chileno, tiene una novela que se llama Formas de volver a casa y que publicó en 2011. Como en buena parte de su obra literaria, su vida y sus cosas se le cuelan en las páginas y su protagonista, un tipo bastante parecido a él, recuerda su infancia en la década de 1980 en la comuna de Maipú, en una Santiago de Chile oscurecida por la sombra de Pinochet. Pero este narrador recuerda, más que los secretos a voces, más que los adultos escondidos, más que la gente que desaparece y reaparece, a un sector del barrio que define como la villa de los nombres reales, un lugar donde las calles se llaman Lucila Godoy Alcayaga y Neftalí Reyes Basoalto, y no Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Son calles Lado A; el Lado B que los hizo famosos está ausente. Al narrador le parece curioso, pero no le hace demasiado caso. Sigue con su vida. Se hace grande.

Tiempo después, ese mismo personaje entabla una conversación con dos señoras, en un avión de vuelta de Punta Arenas, y las doñas le preguntan a qué se dedica. “Soy escritor”, les dice él. Y la cosa sigue así:

En vez de preguntarme qué clase de libros escribo, la mujer que iba a mi lado quiso saber cuál era mi seudónimo. Le respondí que no tenía seudónimo. Que desde hacía años los escritores ya no usaban seudónimos. Me miró con escepticismo y a partir de entonces su interés en mí fue decayendo. Al despedirnos me dijo que no me preocupara, que tal vez pronto se me iba a ocurrir un buen seudónimo.

La cita anterior, y toda la explicación relacionada con Formas de volver a casa, no tiene más fundamento en este artículo que introducir la palabra con la que el párrafo anterior termina y que utiliza cuatro veces: seudónimo. Pero en algún sentido, con esa necesidad imperiosa que tiene la mujer del avión de saber cuál es el nombre ficticio bajo el que ese narrador escribe sus novelas, porque no puede ser que sea escritor y utilice su propio nombre, radica una porción del misterio que a veces envuelve a la literatura y que detona el tema que nos atañe. 

“Desde hacía años los escritores ya no usaban seudónimos”, dice Zambra más arriba y eso no es del todo cierto, porque están ahí y siguen ocasionando problemas y discusiones, pero en efecto tienen una historia longeva. Una historia en pasado. Pero antes de ese pasado: el hoy, la pintura fresca, lo que todavía resuena en algunos rincones del mundillo literario hispanohablante, que no es otra cosa que el lío que se armó con el premio Planeta.

Pasó así: el premio Planeta, que es entregado año a año por la editorial homónima, lo ganó hace algunos días Carmen Mola. ¿Quién es Carmen Mola? Una escritora española que, a la manera de Elena Ferrante, siempre fue un misterio, un nombre detrás del fenómeno. Ella había “concedido” entrevistas y se “conocían” datos de su vida, se sabía que era madre de tres hijos y poca cosa más, y así permanecía en las estanterías de las librerías –donde, por otra parte, su obra es best-seller total, millonario– sin una respuesta real a la incógnita. En los papeles, Mola es la autora de una serie de novelas negras protagonizadas por una detective que, en su última entrega, La bestia, se quedó con un premio económicamente nada despreciable: más de € 1 millón.

Y hasta acá todo bien. De hecho, hasta el momento del anuncio del premio, de los aplausos, de los festejos, todo marchó sobre las aceitadas ruedas del mercado editorial. El revuelo empezó, sin embargo, cuando tras los vítores y la expectación por ver finalmente el rostro de la misteriosa autora, subieron a recibirlo tres hombres. ¿Tres hombres? Tres hombres. Y de la señora Mola ni rastro. O sí: ella era ellos. O ellos eran ella. Tres hombres: Agustín Martínez, Jorge Díaz y Antonio Mercero. Tres guionistas y escritores, que tenían su propio derrotero publicando libros que, por supuesto, vendían muchísimo menos que los de la inventada señora.

Entre el estupor de la gente y la sorpresa de quienes entregaron el premio –entre ellos la autora uruguaya Carmen Posadas, radicada en España desde hace tiempo–, los tres Mola sonrieron a la cámara y empezaron a pensar las mejores maneras de gastar o ahorrar la tercera parte del premio que le tocaba a cada uno. En las redes y en los medios, mientras tanto, empezó a correr la pólvora.

Los epítetos más repetidos fueron todos los sinónimos de embusteros, timadores, traidores y embaucadores que se le ocurran. Entre las críticas más sonadas, por otro lado, estaban las que apuntaban a que la estrategia de marketing de ocultarse detrás del nombre de una mujer era, al menos, bastante vil, sobre todo en una época donde las mujeres continúan peleando por un lugar en el mercado que, si bien es más ancho comparado con algunas décadas atrás, sigue siendo acotado. De hecho, hubo librerías que se tomaron el caso como una ofensa personal, entre ellas la madrileña Mujeres & Compañía, que publicó un video mostrando cómo retiraron todos los libros de Mola de sus estanterías y los embalaron para devolver a la editorial. Al final, una leyenda: “De los libros registrados en España en 2018 (año en que se edita La novia gitana, primera novela de Mola), solo el 32% están escritos por mujeres”.

La indignación, además, tiene sentido si se piensa en que durante años las mujeres debieron buscar estrategias similares para poder publicar: debieron, entre otras cosas, “convertirse” en autores hombres, o incluso publicar de forma anónima. Es conocida la historia de las hermanas Brontë, que vieron sus primeras obras rotuladas con nombres como Currer (Charlotte), Ellis (Emily) y Acton Bell (Anne), y también la de JK Rowling, a la que le aconsejaron, mientras “volanteaba” el primer tomo de Harry Potter, que mejor no pusiera su nombre completo porque si los lectores descubrían que era mujer no iban a querer comprarlo. Que mejor probara con JK y ya está. 

Sobre el caso Carmen Mola hubo más comentarios –entre ellos una publicación en Twitter del periodista y escritor Jorge Carrión, que dijo: “Carmen Mola son tres escritores hombres. Preferimos no saber quién es Elena Ferrante”–, y también hablaron los hombres detrás del escándalo, que en una entrevista con El País de Madrid explicaron cómo habían llegado a inventar a la escritora.

Decidimos escribir una novela entre los tres como una diversión. Ni siquiera sabíamos si acabaríamos. Y nos quedó bastante bien y decidimos publicarla. Teníamos nuestros contactos en el mundo editorial y pensamos que nadie leería una novela en la que apareciesen tres nombres en la portada. Y buscamos un seudónimo. Un minuto y medio después de lanzar nombres de varón, de mujer, extranjeros, alguien dijo ‘Carmen’, así, sencillo, españolito, y nos gustó. Carmen mola, ¿no? (Ndr: mola en España es algo así como ‘gusta’, o ’va bien’) Pues Carmen Mola. Y se acabó”.

Un origen al parecer espontáneo, entonces, para una “trama” que luego hizo mucho más ruido y motivó, otra vez, la pregunta por el seudónimo. ¿Cuándo se usa? ¿Hasta qué punto usarlo? ¿Cómo usarlo?

Para empezar, definamos márgenes y separemos las aguas, porque no es lo mismo un seudónimo que un heterónimo, aunque se pueden confundir. El primero es el nombre creado por un autor o autora para firmar sus obras. El segundo es toda una identidad literaria que, además de nombre, tiene una vida, un tono, un universo propio, es alguien a quien su autor puede matar. Lo de Carmen Mola, de alguna manera, se acerca más a esto. Otros recordados heterónimos de escritores son el Richard Bachman de Stephen King, todos los inventados por Fernando Pessoa, Antonio Machado y su Juan de Mairena, y hasta el gran Johann Sebastian Mastropiero, de Les Luthiers. Y está el caso de JT Leroy, la gran estafa literaria de los últimos años, en la que una mujer se hizo pasar durante años por un hombre que supuestamente estaba al borde de la muerte por VIH, que había sido explotado sexualmente desde los 12, que era adicto a la heroína desde los 15, y que decide contar su historia en el best-seller Sarah

Los seudónimos, por otro lado, están más relacionados con lo que sucedió en el premio Planeta, ya que en general se requiere que las obras presentadas no estén firmadas con los nombres reales de sus autores y sí con estas “ficciones” para lograr mayor objetividad en los galardones.

Pero miremos a Uruguay. En nuestro historial seudonímico hay varios casos. En los albores tenemos al querido Conde de Lautréamont, por ejemplo, que se llamaba Isidore Ducasse. Más adelante a Armonía Liropeya Etchepare Locino, a la que conocimos y leemos como Armonía Somers. En el hoy, a María del Rosario González, que publica como Lalo Barrubia. A Daniel Mella, que publicó su primer libro, Pogo, como Daniel Gorjuh. A Mercedes Estramil, que durante mucho tiempo firmó columnas como Iris Play en la revista BLA, y que así recuerda aquella decisión:

“En ese momento escribir con seudónimo esa columna para BLA me gustó. No es que me permitiera cosas que firmar con mi nombre no, pero daba cierta soltura justamente por lo que contenía de metaliterario. No era como escribir una reseña seria en El País Cultural. Me permitía reírme un poco de la seriedad de la crítica y ver la literatura –y a mí misma como escritora– con otra mirada. Luego esa columna se convirtió en un libro y ahí sí puse mi nombre. No me pesó el abandono porque Iris Play puede volver en cualquier momento.”

Para la autora de Washed Tombs y Mordida, además, hay que saber separar los tantos: dejando de lado que los misterios de las identidades de Mola o de Elena Ferrante puedan vender más o no, al final lo que importa es la obra. El seudónimo es lo de menos.

“El seudónimo no tiene nada que ver con el fin literario, y los misterios de la literatura son otros. Claro que lo que importa es lo que se escribe: eso se juzga por un lado. Para mí estos fenómenos son estrategias de marketing para vender productos seriados y pobres, y creo que esa estrategia concibe desde el vamos su oportuna revelación. No me interesan”, sentencia.

Algo parecido establece Jenn Díaz en una nota de la revista española JotDown titulado La importancia de llamarse Elena Ferrante. Díaz asegura que, en la búsqueda por correr la atención del autor a la obra, la autora/enigma logra lo contrario: que su misterio sea el centro de la atención y, así, se transforme en el arma más perfecta del marketing.

“Elena Ferrante quiere, con su anonimato, enseñarnos a leer de nuevo, sin que el autor importe, pero consigue todo lo contrario. Su anonimato es en sí un atractivo literario, porque la curiosidad forma parte del campo publicitario y de cómo vendemos nuestro producto. El marketing literario no tiene límites y de la misma manera que un autor joven y hermoso puede convertirse en un reclamo en sí, cosa que rechazaría Elena Ferrante, puesto que no utiliza su apariencia para llegar más allá, de la misma manera, decía, el anonimato también es una forma de venderse. Lo que me lleva a pensar que nada ni nadie podrá enseñarnos a leer como se leía cuando no existía la solapa del libro con una foto del autor: te muestres o no, la calidad de tu obra quedará en un segundo plano, porque la prensa es así, y es así porque la sociedad es así, y es así porque los medios nos han vuelto así, y podríamos seguir culpando y buscando responsables aquí y allá”.

De todas formas, y al margen de la identidad revelada, es poco probable que el fenómeno de Carmen Mola vaya a ver cómo sus ventas decrecen. Al menos en un futuro cercano. No existe la mala publicidad y es lógico que la polémica del premio Planeta dispare la compra –que no es lo mismo que la lectura– de La bestia, la novela ganadora. Quizá, a lo sumo, más adelante, el trío de autores se cansará de escribir bajo un mote que ya no tiene demasiada gracia, que hizo demasiado ruido, que dejó caliente a un pueblo, y buscará nuevos horizontes. Mola permanecerá en la memoria, así, de la forma que a usted más le guste: como un escándalo, como un ejemplo de oportunismo, como un resabio invertido del pasado, como un engaño, o simplemente como un chiste que fue demasiado largo. Premios y misterios aparte, al final el que decide es el lector.

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