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El espíritu perdió a un amigo

Luis Eduardo Aute (1943-2020) escribió varias de las mejores canciones en nuestro idioma

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11 de abril de 2020 a las 05:04

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¿Por qué las cosas suceden justo cuando uno pasaba por ahí? Pueden ocurrir en determinada calle, en algún año de la vida, en un instante específico entre el tiempo y el espacio, que los hay. Viajo hasta 1973, Montevideo, otra época. Eran días que se parecían a los de hoy en algo: reinaba la incertidumbre y la misma pregunta: ¿hasta cuándo va a durar? Un régimen político inesperado y sin los cánones de la democracia no es igual a una enfermedad, pero se entiende. El panorama lucía sombrío, sabiendo que íbamos a un lugar donde bien podría haber un baldío.  

Caminando por 18 de Julio como quien va para Plaza Independencia creyendo que la puerta de la Ciudadela era la entrada a una vida en otra parte, y obligado más bien por el semáforo, me detuve en la esquina con Gaboto –donde hay ahora un McDonald’s– y presentí algo afín a una epifanía (sic) debida al olor proveniente de un pequeño local donde vendían empanadas fritas y donde más de un porcentaje alto de la población había ido alguna vez, pues en aquellos años era popular. La plata me dio para comer dos de jamón y queso. La simultaneidad de situaciones invitaba a entonar, “Si yo solo pasaba. / Pasaba por aquí”, lo mismo que en la canción de quien el sábado pasado se ha marchado. Apenas empezó a llover fuerte, decidí entrar al pequeño local aledaño. Vendían discos. El arte es comestible. Gracias al olor a empanadas descubrí la mejor disquería del país. Empecé a revisar las bateas y encontré discos de autores que conocía, a otros desconocidos que con el tiempo pasaron a ser parte del que también soy, e incluso hallé rarezas, como discos con García Márquez y Cortázar leyendo sus cuentos. No exagero si digo –por eso lo digo– que ese día mi vida salió ganando, por haber traído a esta el mundo de un aliado con el cual jamás perdí sintonía. 

Descubrí un disco que fue un antes y un después. Esa tarde de nada, de yo a punto de sentirme casi un poco mejor bajo la lluvia, se transformó en parteaguas (y no solo por el aguacero que arreciaba), por haberme topado con un disco fetiche para mis aspiraciones de alcanzar –al menos por un rato en la imaginación– realidades superiores a aquella donde ya estaba. Tantas vidas luego, no ha dejado de ser mi disco favorito. La tapa había sido diseñada por el propio músico, y el productor era el poeta español José Manuel Caballero Bonald, ganador del Cervantes, quien ha dicho con inobjetable certeza que la literatura que no es barroca, es periodismo. 

Rito, de Luis Eduardo Aute, fue un viaje en primera clase a vivencias que están por venir. No lo compré esa tarde, pues me había gastado mi escueto capital en dos empanadas, sino días después. En la historia de la música universal, hay pocos discos perfectos. Ese es uno de los muy pocos. Quince canciones caracterizadas por su inmaculada brevedad –la más larga dura 2.50 minutos–, canciones haiku que emergen como esas cosas que son reino y región por sí solas. No solo es sin entredichos el mejor disco de principio a fin en la historia de la música cantada en español, sino que además su autor pudo conseguir ahí la inusual hazaña de inculcarle a las palabras emociones intemporales, las que han ido creciendo exponencialmente con el paso del tiempo para convertirse en testamento de la eternidad cuando está bien escrita.

Pasó el tiempo, que es lo único que pasa sin decir ¿puedo?, y casi sin notarlo mi casa se fue llenando de discos de Aute. Llegué a tenerlos todos, y a los de Paco Ibáñez, cada uno que editaban, y que suman unos cuantos, porque ambos han sido todoterrenos de longevo poder creativo. A diferencia de Serrat, cuyas mejores canciones fueron escritas por otros (Antonio Machado y Miguel Hernández), o de Sabina, quien no deja de ser un mero cronista de cotidianeidades inesperadas, Aute es –cuando quiere y se lo propone– un poeta por las suyas, de los que no deben andar pidiendo permiso para marcar la diferencia desde el podio, alguien capaz de sacarle una vuelta de hoja a los momentos menos previsibles de los sentimientos, aunque sean estos los más básicos, en los que la condición humana queda expuesta al derecho y al revés. Con la exactitud que la poesía otorga una vez amaestrada por el vocabulario, Aute se situó en esa dimensión de la experiencia donde aquello que parece lo mismo, termina siendo lo contrario. 

Las canciones pueden resultar benefactoras de la tristeza (hay quienes necesitarán ansiolíticos tras la primera escucha), algo que no es por completo incorrecto. Sin embargo, lo triunfal del todo y de las partes es la belleza que genera el conglomerado de emotividades, ya que ninguna se siente excluida. El vértigo de lo trágico y lo fatídico, del más allá y del muy acá, se entremezcla con vivencias carentes de denominación. Por su poética raigambre, las letras resultan destellos de lo mínimo en expansión. Su efectividad proviene del embate de los versos al representar la bancarrota del ánimo, el cual encuentra en la caída una belleza inaudita, a la que el vocabulario parece quedarle corto. Donde los demás relatan, Aute hace lirismo. Díganme si no: “Reivindico el espejismo / De intentar ser uno mismo, / Ese viaje hacia la nada / Que consiste en la certeza / De encontrar en tu mirada / La belleza.” 

Si en el cancionero hispano hubo un Bob Dylan (con pedigrí de Leonard Cohen y Leo Ferré), ese fue Aute. Algunos se le aproximan, pero ni siquiera en sus tramos de mayor inspiración dejan de estar bastante lejos. En las canciones de Rito, en todas para variar, que son las del amor y de la muerte al amar lo que no sabe, emerge “maestría”, el rumor de lo incomparable. Y no son esas las únicas en un repertorio fenomenal donde lo sublime brilla por su abundancia. Ahí también están, para que el infinito de lo sucesivo las siga poniendo a prueba, canciones magistrales como: Dentro, Cuéntame una tontería, Las cuatro y diez, Sin tu latido, La belleza, Pasaba por aquí, Mira que eres canalla, Si el amor alguna vez, etcétera, en las cuales la poesía nunca se queda de a pie y donde los arreglos, caracterizados por su pureza y falta de estridencia, por su deslumbrante prolijidad, contribuye para hacerlas de escucha permanente. Las canciones exactas que escribió Aute son tantas, que si las contara terminarían siendo tantísimas. Son de esas que por el espíritu se animarían a sacar las castañas del fuego, a decirle a la muerte vení luego: “Háblame de cocodrilos, de profetas y de orgias, cuéntame una tontería cuando llegue una agonía”. En el oficio sagrado de convocar al mismo ágape a sílabas, predicados y afectos, Aute dio cátedra. Fue el gran Confucio de los estados de ánimo, vinieran estos del caos y o del regocijo.

Todas las magníficas tienen eso tan difícil de definir –porque la poesía rehúye las convenciones– que hace a una canción incomparable: nunca cansan ni dejan de traer novedades de las que valen; las que provienen directamente del alma o de por ahí cerca. Las cosas esenciales del corazón, que son las del amor enamorado del amor, las del paso brutal del tiempo y las de la muerte, transcurren más lento de una vez por todas y para siempre en la memoria. A esta precisamente, le toca hacerlas intemporales, inscribirlas a fuego en sitios sin pasado ni solo ya mismo, que es donde residen aquellas canciones que nunca dejan de estar con nosotros desde la primera vez que las escuchamos.

Mientras nadie demuestre lo contrario, la vida es lo único que tenemos. Es obligación por tanto quererla, celebrarla y cantarla por lo que es, con sus gozos, redenciones, e incluso zonas incompletas. Dice la canción más conocida del muerto reciente, “de alguna manera tendré que olvidarte”. A Luis Eduardo Aute, a su torrencial palacio de canciones completas, de palabras resurrectas que hablan en un idioma de vivos, es y será imposible olvidarlo. En todo caso, algún día el recuerdo habrá de llevarnos a donde él acaba de llegar. 

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