Estilo de vida > Una librería de antes

El sueño del librero propio y un pequeño paraíso en Las Piedras

En la era de la ansiedad, las librerías son el último bastión donde perder el tiempo aún está bien visto
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05 de agosto de 2019 a las 05:00

No hay en el mundo un lugar más acogedor que una linda librería. Esos viejos estantes de madera, desbordados de ejemplares, esconden algunas de las historias más atrapantes que algún día descubriremos. Nadie debería dudar del inmenso poder que las buenas novelas ejercen sobre nosotros. Algunos personajes tienen mucho para enseñarnos y otro tanto para cuestionarnos. Solo hay que tomarlos en serio y animarse a observar nuestras vidas a partir de sus andanzas. Al igual que nosotros, ellos deben lidiar con sus inseguridades y sus frustraciones, pero también con los sueños que les mueven el piso, esos que ni siquiera se animan a contar. 

Crecí entre libros. Jamás me pregunté dónde surgió ese interés, pero ahora, mientras escribo estas líneas, pienso que tal vez tenga algo que ver con la historia de mi abuela Inés, una croata nacida en 1927 que llegó Uruguay junto a su familia escapando de la eterna inestabilidad de los Balcanes.

La Yaya –así le decimos sus nietos– es una lectora seria y metódica. Hace 65 años que los diarios acompañan sus mañanas, pero elige pasar sus tardes entre novelas. Es capaz de realizar los elogios más inteligentes a los buenos escritores, pero también, a sus jóvenes 92 años, es despiadada a la hora de cuestionar a los mediocres, a los que crean personajes poco creíbles o repiten desenlaces que ya leyó una y mil veces.

La imagen de mi abuela disfrutando sus lecturas en el living me acompaña desde muy pequeño. Siempre me transmitió paz esa escena en la que la veía conmovida ante la trama que estaba descubriendo. Solo necesitaba un buen ejemplar y algo de tiempo. Ni más, ni menos.

Y de buenas a primeras, influenciado por ella, el niño que algún día fui comenzó a disfrutar de la soledad alrededor de los libros. Las hazañas deportivas de Mayte, la protagonista de Pateando lunas, de Roy Berocay, alegraron mis tardes durante algún verano en Costa Azul. Y luego seguí leyendo.

Mi curiosidad estaba en aquel entonces absolutamente satisfecha, pero algún día crecí y en ese mar de inseguridades que algunos llaman adolescencia necesité ayuda. Y ahí apareció Frida, la pequeña librería de Las Piedras que me acompaña desde mis primeras lecturas.

Tal vez suene ridículo, pero siento que ese lugar tiene mucho que ver con mi historia. En la era de la ansiedad, mientras corremos contra el reloj y pareciera que andar “al palo” tiene cierto prestigio (como si fuera algo parecido a la productividad), encontré en Frida un sitio donde perder el tiempo está bien visto. Es algo así como una burbuja repleta de aventuras por explorar, pero hay tantos títulos que ahogan. Por eso, estoy convencido de que un buen lector necesita tener a un librero de confianza para escapar a las novedades marquetineras y escoger lo realmente valioso.

La referente durante mi adolescencia fue Mariana, una emprendedora que marcó a fuego a toda una generación de lectores de mi ciudad con sus sugerencias. El librero cumple el insustituible rol de guiar a los amantes de la literatura. Mariana conoce mis intereses mejor que nadie. Tal vez hasta mejor que yo mismo, que siempre he sido muy desordenado con mis lecturas. Sabe qué autores me conmovieron y cuáles llegaron a mi biblioteca con más pena que gloria.

Su librería de puertas abiertas siempre me ofreció un espacio de intimidad para conversar de lo que sea. Generamos una inusual confianza. Sé algunas cosas sobre ella, pero ella sabe mucho más sobre mí, tal vez debido a una verborragia crónica que detesto.

Supo qué recomendarme en los diferentes momentos de mi vida porque conoce mi historia. Nada del otro mundo, a decir verdad. Una infancia feliz, una marcada vocación por el periodismo, un gran padre que se murió, una madre luchadora que salió adelante, un hermano mayor que aprendí a admirar con el paso del tiempo, y otras cosas que no vienen al caso. Porque ustedes no pretenderán que yo exteriorice en estos pocos párrafos las charlas que mantengo con Mariana desde hace casi veinte años. Y, además, tengo bien claro que mi historia no le importa a nadie; mucho menos merece salir en las páginas de un diario.

Y luego de leer bastante (aunque siempre es poco), quise escribir un libro. Mariana fue la primera persona en saberlo. Y me ayudó muchísimo a dilucidar si aquella historia que tenía entre manos realmente merecía ser contada.

Algo ya me había adelantado, pero una mañana entré a Frida y escuché la frase que no quería oír. “Vendí la librería”, me dijo. El cansancio, la competencia y las ganas de viajar a España a visitar a sus hijos la habían ayudado a tomar esa difícil decisión. Pero, para ahuyentar mi cara de susto, Mariana me explicó que los nuevos dueños mantendrían la esencia que ella comenzó en el lejano junio de 1996.

Resultó ser que Camilo y Marcos, dos viejos conocidos con quienes llevaba años charlando de libros (y de otras cosas, por supuesto) mientras tomábamos cerveza en los bares de Las Piedras, serían mis nuevos interlocutores culturales. La nueva era de libros Frida comenzó el 15 de agosto de 2018.

El legado de Mariana está protegido por dos amantes de la literatura que, aun a sabiendas de lo difícil que es hacer un mango en este rubro, asumieron el desafío porque lo soñaron desde siempre. Reparten sus horas entre los trabajos que ya tenían y la librería. Aunque insignificante para el mundo, su aporte es inmenso para la ciudad. Para mejor, sumaron a María al equipo, otra voz en quien confiar en la búsqueda de nuevos autores.

Frida sigue siendo un lugar acogedor para evadir la locura diaria. Allí siempre suena buena música. Sus nuevos dueños rejuvenecieron la librería, pero siguen ayudando a los lectores a conocer nuevas historias. Hace un par de meses, Camilo me recomendó el libro que acababa de leer. Era Almas grises, del francés Philippe Claudel. Esta novela –dueña de una sombría belleza y personajes condenados a la melancolía eterna– es tan poderosa como dura. Por eso, cuando la terminé, le rogué que me diera un respiro, que me permitiera ir en busca de una opción más entretenida para olvidarme por un rato de la historia de aquella hermosa niña asesinada en un pueblo del norte de Francia en tiempos de la primera guerra mundial.

Camilo me entendió, y me sugirió descubrir La biblioteca de los libros rechazados, del también francés David Foenkinos. Esa magistral comedia fue el título perfecto para ese momento. Pude volver a sonreír, luego de los golpes en el pecho de la prosa de Claudel. Así es la dinámica de un lector con su librero de confianza.

Marcos me habló bien de Conversaciones entre amigos, de la joven irlandesa Sally Rooney. Lo trajo a la librería porque había leído buenas críticas, creo que en El País de Madrid. Me encantó esa novela. Ahora, esta vez por obra y gracia de Camilo, tengo Leche derramada, de Chico Buarque, sobre el escritorio de mi casa. Luego de un tiempo en el que estuve bastante desmotivado con los libros, gracias a las charlas en Frida volví a tener esa linda sensación de estar creciendo como lector.

Hacía mucho que no veía a Mariana. Me escapé un ratito del trabajo para tomar un té con ella. Me contó de su nueva vida. Está contenta porque la operaron de cataratas y ahora ve mucho mejor. Disfruta de sus nietos, pero extraña un poco su rutina en la librería. Todavía no pudo viajar a España.

Quise saber su opinión sobre el libro que estoy escribiendo. Le gustó la trama, lo cual me generó un alivio difícil de describir. La alegría de publicar es inversamente proporcional a la ansiedad por saber si esa historia logrará conmover a alguien. Cuando nos despedimos me di cuenta de que, luego de casi dos décadas de charlas, nunca supe su apellido. Está registrada en mi teléfono desde siempre como “Mariana Frida”. Y así seguirá.

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