Noruega, con una diplomacia pragmática, es el último país occidental en mantener su frontera abierta

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En el Ártico, soldados noruegos vigilan la última puerta todavía entreabierta entre Rusia y Europa

La guerra entre Moscú y Kiev modificó la histórica relación amistosa entre los rusos y noruegos que viven a ambos lados de la frontera común, en donde los cruces son cada vez más escasos
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25 de julio de 2023 a las 05:02

Con el fusil de asalto a mano y los largavistas apuntando hacia la orilla rusa, surcan el agua a toda velocidad. En el río Pasvikelva, que nace en el lago Inari en Finlandia y fluye a través de Noruega y Rusia para desembocar en el pequeño fiordo de Bøk, en el mar de Barents, soldados noruegos vigilan la frontera más septentrional de la OTAN, la única todavía oficialmente abierta entre Rusia y Europa.

La onda de choque llegó al Ártico. La guerra entre Rusia y Ucrania cambió la vida en esta región dividida entre una rusofilia histórica, una economía dependiente de los intercambios transfronterizos con el poderoso vecino y una vigilancia necesaria frente a las amenazas híbridas en cada margen del río, donde se elevan miradores por encima de las copas de pinos y abedules.

“Cuando llegué aquí a principios de los años 2000, jugábamos al fútbol con los guardias fronterizos rusos”, recuerda el sargento Lars Erik Gausen, sentado en el borde de una lancha neumática. Ahora, se observan, se vigilan, y apenas se saludan.

En barco, en 4x4, a pie o en moto de nieve, hombres y mujeres de la compañía de Pasvik patrulla el río que corre sobre la mitad de los 198 kilómetros de frontera entre Noruega y Rusia.

Fue cruzando su superficie congelada que un presunto desertor del grupo paramilitar ruso Wagner que combatió en Ucrania, Andréï Medvedev, se fugó para pedir asilo en Noruega en enero. Una evasión rocambolesca, según su relato, a través de alambradas de púa y bajo las balas de los guardias rusos que se lanzaron detrás de él.

“Despertador brutal”

Noruega es el único vecino europeo de Rusia que nunca estuvo en guerra con Moscú. “El conflicto en Ucrania fue un despertador brutal para muchos”, explica el teniente general Yngve Odlo, jefe del mando operativo noruego. Sin embargo, dice el oficial, “la actividad militar en el Gran Norte es más bien estable”.

Hecho poco común, las fuerzas noruegas serían actualmente más numerosas que las tropas rusas en la región fronteriza. Habitualmente estacionadas cerca de la frontera, la 200ª brigada de fusileros motorizados y la 61ª brigada de infantería de marina fueron de las primeras en ser enviadas a Ucrania.

“Seguimos sus actividades y tenemos una buena visión de lo que hacen, pero que haya 1.000 o 10.000 soldados no cambia las cosas”, agrega Odlo. La razón es sencilla: del otro lado de la frontera, la península de Kola alberga también la temible flota rusa del Norte y la concentración de armas nucleares más grande del mundo.

A pesar del regreso de la guerra en el continente, Noruega, que siempre tuvo una diplomacia pragmática, es el último país occidental en mantener su frontera abierta, al menos en los papeles.

El puesto fronterizo de Storskog, a 15 kilómetros de la ciudad portuaria de Kirkenes, es el único punto de entrada terrestre para los rusos en el reino escandinavo y el espacio Schengen; es decir: el área que comprende a los 27 países europeos que abolieron los controles en las fronteras comunes.

La frontera, sin embargo, no está “abierta del todo”, precisa Gøran Johansen Stenseth, jefe de la unidad de Policía a cargo de controlarla.

El gobierno noruego dejó, de facto, de entregar visas turísticas a los rusos y cerró su consulado en la vecina ciudad rusa de Murmansk. Los residentes en las zonas fronterizas, exentos de visados en virtud de un acuerdo bilateral, vieron cómo sus documentos vencieron luego de no poder renovarlos durante la pandemia.

Los cruces de fronteras se volvieron raros y cayeron a 5.600 en junio, frente a los 20.000 o 30.000 por mes hace unos años. En la mayoría de los casos se trata de personas con doble nacionalidad, entre ellos muchos pescadores.

Compartir el bacalao

Noruega, con una diplomacia pragmática, es el último país occidental en mantener su frontera abierta

Un colectivo con pescadores rusos estaciona delante de la barrera fronteriza. Mientras sus pasajeros descienden para la inspección de sus equipajes, un perro de la aduana huele el interior del vehículo.

No es un hecho excepcional, incluso con el trasfondo de la guerra en Ucrania. Si bien el resto de Europa cerró sus puertos, Noruega sigue recibiendo barcos pesqueros rusos.

El gobierno noruego justifica la excepción a las sanciones. Argumenta la importancia de preservar un precioso acuerdo bilateral que permitir administrar de manera conjunta en el mar de Barents el stock de bacalao más grande del mundo.

Sobrevolada de manera permanente por gaviotas chillonas, Kirkenes es uno de los tres puertos noruegos en los que los rusos están autorizados a desembarcar su pesca.

Esto provoca preocupación en un país que se convirtió en el principal proveedor de gas natural de Europa a través de una vasta red de gasoductos submarinos vulnerables, como lo demostró la explosión de Nord Stream en el vecino mar Báltico.

Según un documental conjunto de los canales públicos noruegos difundido en abril, Rusia utiliza varias decenas de navíos militares y civiles en el norte de Europa para vigilar posibles acciones de sabotaje. Equipos de radio de la era soviética habrían sido descubiertos en compartimentos cerrados con llave durante inspecciones de pesqueros rusos.

En el pasado mes de enero, dos marinos fueron multados tras haber desembarcado en Kirkenes con vestimentas que parecían uniformes militares. Un episodio que reavivó el fantasma de los “hombrecitos verdes” aparecidos armados y sin insignias en Crimea, poco antes de que Rusia anexionase ese territorio en 2014.

“Son de los nuestros”

En una colina de la ciudad, un monumento erigido en honor del Ejército Rojo fue nuevamente decorado con una corona de flores con los colores de la bandera rusa. Puede parecer extraños, pero no lo es.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, la región fue, junto con la isla danesa de Bornholm, el único territorio europeo donde las tropas soviéticas se retiraron de manera voluntaria tras haberlas liberado de los nazis.

En Kirkenes, muchos carteles en la calle están redactados en cirílico, una señal de los vínculos transfronterizos tradicionalmente estrechos. No es la única. En la planta baja de la alcaldía, un león noruego baila con un oso ruso, en una estatua destinada a celebrar la amistad entre los dos países.

“No sé cuánto tiempo vamos a dejarla aquí”, afirma la alcaldesa. Desde su oficina, Lena Norum Bergeng tiene una vista directa sobre el consulado de Rusia, un imponente edificio color amarillo con ventanas protegidas por gruesos barrotes, frente al cual cuelgan de los árboles corazones con los colores de Ucrania.

Sobre un total de unas 10.000 personas registradas en el municipio, cerca de 400 son de nacionalidad rusa. “Son de los nuestros”, dice la alcaldesa laborista.

La invasión de Ucrania en febrero de 2022 hundió a la población en el estupor y la incredulidad primero, y en la tristeza después, afirma. La propia alcaldesa, a pesar de estar del mismo lado que el gobierno en Oslo, criticó en principio los suministros de armas a Ucrania. Luego, lo aceptó.

Golpe duro para la economía

Sin haber tenido tiempo para recuperarse tras la pandemia, la economía local de Kirkenes, muy enfocada en Rusia, sufre muchísimo la caída del tráfico transfronterizo.

El principal empleador privado, el grupo Kimek, que vivía esencialmente del mantenimiento de los buques rusos, ya no está autorizado a hacerlo a raíz de las sanciones. La empresa acaba de anunciar una primera ronda de 20 despidos, de un total de 86.

“Todo el mundo está furioso”, dice Kim Rune Lydersen, un padre de 36 años. “No empezamos esta guerra con Putin. Entendemos que hagan falta sanciones, pero entonces que el gobierno nos ayude”, agrega.

Oslo lo hizo. Desembolsó unos US$ 10 millones. Sin embargo, el temor en Kirkenes es que los jóvenes partan a medida que los empleos calificados desaparezcan. El mantenimiento de una fuerte presencia en la región es una cuestión de soberanía frente a un vecino imprevisible.

Antes de la pandemia y la guerra, los rusos venían a comprar pañales, café instantáneo, mermeladas y otros bienes de consumo. Los noruegos, en tanto, iban con sus autos a llenar el tanque de combustible a la ciudad de Nikel, del otro lado de la frontera.

Ahora, los pasillos de Spar Kjøp, una tienda que ofrece grandes descuentos y tiene sus carteles escritos en noruego y ruso, están casi vacíos. “Hay muy pocos rusos que vienen a hacer sus compras”, afirma la gerenta Ann Kristin Emmanuelsen.

Entre el corazón y su billetera, Emmanuelsen tiene sentimientos opuestos ante las sanciones. “Teníamos una relación tan bella con Rusia. Me parece verdaderamente una pena complicarles tanto la vida para que no vengan”, dice.

En Barentssekretariat, organización consagrada a la cooperación transfronteriza, los proyectos están paralizados, ya que es imposible trabajar con las universidades y otras instancias estatales rusas. Para Marit Egholm Jacobsen, responsable interina de la entidad, se necesitará “al menos” una generación para recuperar la relación armoniosa perdida entre los dos lados de la frontera.

(Con información de AFP)

 

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