Los economistas, cuando hacen de gurúes, pueden pasar vergüenza

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Entre grandes economistas e idiotas sabios

Esta semana se presentó el libro “Economistas, economía y política”, de Adolfo Garcé y Javier Rodríguez Weber
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11 de noviembre de 2022 a las 16:06

Hace algunos años participé de una charla sobre la prensa uruguaya en la Facultad de Ciencias Sociales, ante un pequeño grupo de sociólogos y politólogos veteranos. Sostuve que la prensa uruguaya de hoy es superior a la de los años 60; un poco para provocarlos, pero más porque realmente lo creo así. Uno de ellos hizo un balance muy interesante. La prensa de los años 60 contenía mejor crítica literaria y de cine —recordó—; aunque la de hoy ciertamente es superior en información política, económica y judicial.

En las últimas cuatro décadas, desde la reapertura democrática, los economistas irrumpieron vigorosamente en la gestión pública y privada en Uruguay, y también en los medios de comunicación, como analistas y formadores de opinión.

Un nuevo libro de Adolfo Garcé y Javier Rodríguez Weber, “Economistas, economía y política”, de editorial Fin de Siglo, recuerda ese proceso mediante ensayos y entrevistas a actores principales.

Los economistas (y la economía como ciencia social) comenzaron a emerger hace medio siglo debido a la prédica de la revista mensual “Búsqueda”, y a la designación de Alejandro Végh Villegas como ministro de Economía, un reformista clave durante la dictadura.

“Búsqueda” nació en 1972, de la mano de Ramón Díaz, con el objetivo de difundir las ideas liberales. Luego, en 1981, cuando Danilo Arbilla la convirtió en un semanario de información general, se sumaron muchos economistas jóvenes, que contribuyeron decisivamente a una creciente profesionalización.

Se agregaron otros medios, como el diario “El Observador Económico” en 1991 o ciertos programas radiales, que incluyeron a economistas como informadores y analistas habituales.

Entonces los economistas también estaban en la primera línea de los asuntos públicos, a veces en medio de grandes tormentas, como en la lucha contra el déficit y la inflación en 1990, o en la debacle de 2002.

A veces enfermos de arrogancia, los economistas debieron aprender que la economía requiere saber historia y política, entre otras habilidades, y que deben ser un poco escépticos. Los problemas económicos no suelen tener soluciones puramente económicas. Como alguien dijo hace unos años, los economistas que sólo saben de economía, cegados por las matemáticas, son los idiotas sabios de nuestro tiempo.

Los economistas, cuando hacen de gurúes, pueden pasar vergüenza. Ya se sabe lo que hace el tiempo con los profetas.

Desde la década de 1960 también se ha registrado una profesionalización notable de los estudios económicos, que hasta entonces eran poco más que enunciados políticos o voluntaristas.

En el pasado predominaban las explicaciones conspirativas para fenómenos que, hoy sabemos, son relativamente sencillos; y hubo, y sigue habiendo, superabundancia de simplificaciones demagógicas.

Hace medio siglo la gente solía culpar de la inflación al almacenero de la esquina. Hoy casi todos saben que los culpables fueron los gobernantes que taparon los déficits en las cuentas del Estado imprimiendo billetes, desde la época de los “revalúos” del oro durante los gobiernos de Gabriel Terra (una gran devaluación del peso disfrazada de salto hacia adelante), y sobre todo desde 1950, durante la Presidencia de Luis Batlle Berres.

Uno de los resultados fue que entre 1951 y 1998 Uruguay padeció una inflación anual de dos y tres dígitos.

La irrupción de los economistas fue la versión criolla, amortiguada y tardía, de un fenómeno mundial, que se inició en cierta forma —lentamente— durante la “Gran Depresión” de los años ’30, cuando personajes como John Maynard Keynes intentaron salvar el sistema capitalista, que parecía despeñarse ante el fascismo y el comunismo triunfantes.

La irrupción fue un reflejo del “ambiente espiritual” de una época, dice Adolfo Garcé en este libro, citando a Real de Azúa. La aparición en masa de los economistas también ilustra la transición desde el estatismo uruguayo de mediados del siglo XX, un tipo de nacionalismo económico muy difundido en América Latina por entonces (y en algunos Estados europeos occidentales, como Reino Unido y Francia), hacia el paradigma liberal de los años ’90, luego de la caída del “socialismo real”.

Seis o siete décadas atrás en Uruguay había mucho estatismo burocrático, casi inimaginable hoy en día. Los desastres económicos solían combatirse con más control de cambios, más vedas y prohibiciones, con más proteccionismo de las industrias sustitutivas de importaciones, en medio de una extendida pobreza y escasez. Ahora consideramos el control de cambios o el proteccionismo generalizado como un paradigma de ineficiencia y corrupción, y miramos a Argentina con condescendencia. Así de significativos han sido los caminos políticos e ideológicos recorridos desde entonces.

El libro de Garcé y Rodríguez Weber también recuerda el difícil vínculo entre técnicos y políticos. Y contiene advertencias sobre la falta de lucidez, muchas veces, de la clase política para realizar reformas que son bastante obvias.

Casi todos los economistas coinciden en señalar los mismos problemas, las mismas trancas para el desarrollo a buen ritmo: el mal resultado del sistema educativo, la falta de una mayor inserción internacional, o las ineficiencias de las empresas públicas, por dar algunos ejemplos.

El “Estado de Bienestar” que los uruguayos ansían no se financia con el crecimiento promedio que la economía muestra en las últimas décadas. Hace falta más.

Hay una luz amarilla encendida. Uruguay padeció una larga decadencia socioeconómica desde mediados del siglo XX sin que el sistema político fuese capaz de realizar algunos grandes cambios imprescindibles. Para nuestra vergüenza, esas reformas se iniciaron en dictadura —aunque, para nuestra fortuna, se profundizaron luego, en democracia.

Garcé y Rodríguez Weber, ambos docentes de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de la República, sintetizan en su libro los debates ideológicos centrales de estos tiempos; y describen condicionamientos externos, y también taras y cobardías que nos son muy propias: nuestra aversión a reformas profundas, nuestras tendencias conservadoras, nuestro apego a la mediocridad, factores que, al fin, contribuyen a que nuestros hijos emigren.

Ese rezago de larga data, esa economía incapaz de mantener un buen ritmo (la decadencia relativa a partir de la década de 1890, y más claramente desde 1955), contribuye a explicar nuestro pesimismo, nuestro desprolijo paisaje urbano, nuestra triste música, nuestra literatura, nuestra alma.

Como bien señala Rodríguez Weber, crecimiento económico no equivale a desarrollo. El desarrollo es bastante más que el mero aumento del producto bruto. Pero el crecimiento es prerrequisito del desarrollo socioeconómico. El desarrollo exige una economía en crecimiento constante, no solo porque la población crece, aunque sea lentamente, sino porque las exigencias materiales de nuestros hijos son muy superiores a las de nuestra generación, o la de nuestros padres, mucho más austeras.

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