Siempre quise viajar. Sin ser radical, me imaginaba recorriendo América Latina de sur a norte, conocer las raíces americanas, pasar por el Caribe y luego llegar a Europa de donde, para bien o para mal, conozco más historia y literatura que de mi propio continente. También el norte de África y Turquía. Cuando llegaba a la India mi cerebro comenzaba una pequeña discusión interna donde el hemisferio racional le decía al otro que se dejara de soñar. Cuando quise acordar, llegué a Tailandia. Mi registro geográfico mental sobre Tailandia se resumía a una sola cosa: playas. Pero todos los países son mucho más de lo que vende el folletín turístico y, en ese sentido, Tailandia no desilusiona. Templos, scooters, taxis comunitarios, estatuas del Buda de todos los tamaños y colores, árboles con plegarias y barcas también. Tailandia es más que playas, más que religión, más que prostitución y calles cargadas de motos.
Mi primer encuentro con Tailandia fue en la isla Ko Samui, que es una de las más grandes y que, para mí, no se aleja demasiado de la imagen que tengo del Paraíso. Corría, con la cámara de fotos colgando al hombro, atrás de mis dos amigos filipinos, Carlito y Angelito. Dos minutos antes me habían preguntado si me gustaba la comida tailandesa: no tenía idea. Mi experiencia con Oriente era nula. Poca información, un amigo chino al que nunca le pude decir el nombre real, otro que se fue de intercambio a Japón. Toda la historia universal que había estudiado era, en realidad, historia occidental, y con la literatura pasaba lo mismo. Así que conocía a Vietnam por la película Apocalypse Now (y por la guerra), de Malasia vienen los zapatos y en Japón se tiraron dos bombas atómicas.
Desde la década de 1970, Tailandia es una monarquía constitucional y su rey, Rama IX, decora todas las calles del reino. El monarca tiene una importancia casi religiosa
Para mí, Oriente (Asia, por lo tanto) se resumía a unos pocos países donde China y Japón encabezan la lista. Cuando llegué a Tailandia mi mayor experiencia de comida oriental era el chop suey congelado y recalentado al microondas que había comprado en un supermercado. Entramos a una fonda que estaba frente al puerto y que no tenía paredes. Para dividir el ambiente había macetas con plantas. Atendían dos personas: una señora mayor que no hablaba inglés (y a la que le faltaban todos los dientes) y un muchacho que sabía palabras básicas, las que necesitaba para regatear. Aunque en un par de ocasiones se confundió, por ejemplo, en lugar de decir “50” dijo “70”. Él fue a la mesa a darnos la bienvenida, poner el mantel de papel y los cubiertos: tenedor y cuchara. “¿Y el cuchillo?”, le pregunté a Carlito, “No se usa”, me respondió.
El menú estaba en dos idiomas, igual que los carteles en la calle y hasta las botellas de agua, donde de un lado se leía “Cristal” y del otro había símbolos que me gritaban que era una analfabeta. El alfabeto tailandés está lleno de vueltitas delicadas con círculos cerrados en todas partes, pero ni una sola letra se parece al alfabeto occidental. Para ser más explícito sobre las opciones, el menú tenía fotos de cómo lucía el plato servido. Los filipinos me preguntaron qué quería. Yo pasaba los folios del menú de un lado al otro totalmente perdida por la combinación de mariscos, pastas y verduras. Conocía los tallarines, también sé lo que es una ensalada, pero en ese menú leí nombres de peces que jamás había escuchado y que, admito, no pude pronunciar. Les respondí que confiaba en ellos, que decidieran por mí. Minutos después, sobre la mesa había platos coloridos de sabores extraños. No me daban ganas de soltar la cuchara.
Mi plato principal era una ensalada llamada Papaya (que no tiene nada que ver con la fruta) y que tenía tallarines, verdura y huevo frito entreverado con pollo. A un costado del plato tenía maní molido y azúcar para que no fuera tan picante, me explicaron. El curry no tocó mi plato. En la mesa también había una sopa hecha a base de jugo de coco, pollo (con huesos incluidos) y almejas. Una de las comidas también tenía ananá. De pronto comenzó a llover. Un verdadero chaparrón con relámpagos, truenos y ganas de no parar, como buena llovizna tropical. La fonda sin paredes se comenzó a inundar. Los filipinos cortaron la conversación un momento para cambiar de lugar. No nos cambiamos de mesa, sino que tomamos la nuestra y la corrimos adonde estaba seco, entonces el encanto de lugar creció todavía más.
El equilibrio en Pattaya
Patricio es un chileno que define la expresión latin lover: nos bajamos del bus, él espera en la puerta y extiende la mano para ayudar a las mujeres que bajan. Pattaya es uno de los centros turísticos más grandes de Tailandia. Frente a la playa se extienden los hoteles de las cadenas internacionales más importantes del mundo. Pero la ciudad de verdad comienza cuando uno se aleja un par de cuadras de la costa. Un lugar lleno de pubs donde las mujeres ofrecen masajes con final feliz, donde viejos europeos se acercan a pasar sus vacaciones en un país exótico y media cuadra después de ese panorama, se abren las puertas de los templos budistas más hermosos que he visto. Antes de decidir cualquier destino, Patricio y yo nos sentamos en un bar a tomar una cerveza (Shinga, nacional de Tailandia) y a conversar sobre qué queríamos ver, probar, conocer. Las meseras le dedicaban toda su atención a él, ignorándome descaradamente, algo que jamás me había pasado antes.
El recorrido, más gastronómico que turístico, comenzó en una feria cerca de la costa. Después de ver tantas publicidades sobre jabones que matan todas las bacterias y con la voz de mi abuela resonando en mi cabeza diciendo: “Lavate las manos antes de comer”, ver perros y gatos caminando por todas partes en el mercado de pescados y mariscos de Pattaya me dio hambre. También había una bebé hermosa sentada en el piso, jugando con un perrito y comiendo lo que su mamá le daba. Sin lugar a dudas, al panqueque de bananas más rico que comí en mi vida fue en este lugar. La señora tenía un carrito en la calle del que salían diferentes bolsas: en una tenía las bananas, en otra la basura. Sobre el carro había dos trapos; usó uno de ellos para limpiar el cuchillo que se le cayó a la calle. Ella siguió cortando las bananas como si nada hubiera pasado. A las risas, Patricio me dijo que el fuego mata todo. Y que lo que no te mata te hace más fuerte.
En scooter por Pattaya
Hace falta una fortaleza de espíritu muy grande para manejar por las calles de Tailandia, para unirse a la marea de motos que van sin ningún orden aparente y en sentido contrario (por la izquierda). Por suerte yo tenía a Patricio. Con él nos dedicamos a recorrer la ciudad con el mapa como referencia, pero no como guía. El transporte público ofrece varias opciones. Incluye taxis comunitarios y también de los tradicionales, que están pintados de un rosado chillón, no pasan desapercibidos en ningún momento. También hay motos taxis. Todos los vehículos, públicos o privados, tocan bocina para avisar cuando paran, cuando doblan, cuando se corren de senda, cuando pasan. Por lo que en la calle se encuentra cualquier cosa menos paz. Yo me senté en el asiento de atrás de una scooter alquilada, con un casco rosado y agarrándome de la parrilla como si fuera lo último que quedaba sobre la tierra. Patricio, muy tranquilo, manejaba como si se hubiera criado en Tailandia. Tocaba bocina, se cambiaba de senda sin mirar por el espejo y doblaba sin bajar la velocidad para no perder el lugar. Hice un comentario desaprobando a la primera familia que vi en una scooter: papá manejando, mamá atrás con un bebé en brazos, niño delante y niño en el medio. Ni siquiera llevaban casco. Patricio me dijo: “Todos lo hacen, es cultural”. Entonces mi comentario sonó banal, cerrado y occidental. ¿Qué sentido tiene llegar al otro lado del mundo y no intentar aunque sea comprender las diferencias?
En Tuc Tuc por Bangkok
Llegué a Bangkok sola. Cuando me bajé del bus nada más esperaba dos cosas: que las lecciones sobre el sureste de Asia hubieran sido suficientes y que encontrara un lugar para cambiar dinero. Muchos de los tailandeses que conocí no hablaban inglés, menos español, y yo no hablo tailandés. Sin embargo, comunicarse y entenderse no era tan complejo: para regatear los comerciantes muestran el precio en una calculadora, uno responde borrando y marcando un nuevo precio. Nunca se me dio muy bien ese arte. Para elegir lo que se quiere comprar, se señala, se toca y las manos inventan un nuevo idioma.
Tailandia era llamada Siam. Cambió su nombre al terminar la primera guerra mundial. “Thai” significa libre, por lo que el nombre del país sería: “Reino de gente libre”
Para viajar por la ciudad, se extiende un mapa que tiene más dibujitos que un libro infantil y se marca con el dedo. “Llevame acá”, le dije al conductor del tuc-tuc que paré en una callecita de Bangkok mientras le señalaba el edificio del Parlamento. El hombre, sonriendo, me sacó el mapa de las manos, lo miró y me dijo: primero acá, después acá, después acá… y siguió. Arreglamos el tour por 15 dólares (en bahts, que es la moneda oficial). Un tuc-tuc es un triciclo motorizado en el que adelante va el conductor y atrás entran dos personas. Además, para estar a tono con el clima tropical del sureste de Asia donde llueve y sale el sol sin dar aviso, este vehículo tiene techo, pero aire en los costados.
Con un gran sentido comercial, mi conductor devenido en guía incluyó en su paseo por los puntos de interés una fábrica de joyas. Allí primero muestran a los joyeros tallando anillos y colocando piedras preciosas en pendientes y después se sale directo a una tienda en la cual las mujeres tailandesas más bonitas que uno se pueda imaginar comienzan a hacer un trabajo fino de venta apelando a lo más profundo de la cultura consumista. Pero mi guía también me llevó a lugares increíbles como el templo del Buda Dorado y la Montaña Dorada. La idea que yo tenía, por la que estaba dispuesta a pagar los 15 dólares, era un paseo al mejor estilo bus turístico. Sin embargo, el señor me hizo bajar, entrar, recorrer y sacar fotos en cada una de las paradas. Al salir de los templos, allí estaba él, durmiendo a la sombra, esperándome. Cuando nos despedimos, todas las lecciones sobre el arte de regatear se fueron de paseo.
Sobre lo eterno
Había una vez un príncipe que dejó los lujos del palacio y su vida privilegiada como futuro monarca para encontrar una respuesta al dolor humano y el camino a la salvación. Nosotros hoy lo conocemos como el Buda. Este príncipe era de la India y el budismo es la religión con más adeptos en Asia. Todo lo relacionado con el budismo era tan lejano para mí como Tailandia. Me sonó divertido tener que descalzarme antes de entrar al templo, dejé mis sandalias al costado de la puerta junto a todas las demás y entré como si se tratara de mi casa. Una mano cazó mi brazo y me sacó del templo. Dijo muchas cosas que no entendí y me mostró un manto rosado. Cuando fui a tomar el manto el señor lo alejó y en un inglés muy claro me dijo: “Pague”. veinte bahts después, entré al templo descalza y con mis hombros cubiertos por un hermoso manto rosado.
Adentro había muchas velas, olor a incienso, pequeñas (y no tan pequeñas) estatuillas de oro del Buda en sus diferentes posturas. Además, había un monje mayor que en mi opinión estaba durmiendo, pero que tal vez en opinión de un budista estuviera meditando. También había un monje joven de lentes de sol y sonrisa simpática que me ató un hilo blanco en la muñeca y, mientras me salpicaba agua con un atado de varas, me deseaba suerte y amor. El Gran Buda está protegido por dos dragones de varias cabezas.
En Asia el dragón no tiene mala reputación. Por el contrario, es un animal justo y que trae fortuna. Estos dragones protegen a una estatua gigante del Buda sentado, además de siete más pequeñas (igual, son más grandes que un ser humano alto) que indican diferentes días de la semana. Según la mitología budista, decir algunas plegarias frente al buda del día en que uno nació trae suerte. Estas estatuas también tienen un pequeño cofre a un lado porque, si se deja dinero, entonces da más suerte.
Una de las costumbres más importantes es el wai, que es un saludo compuesto, hay que juntar las manos y bajar la cabeza. Es símbolo de respeto y cortesía
En Bangkok está la Montaña Dorada. Es una montaña artificial, en cuya cima se encuentra el templo Wat Saket. Para llegar a ese templo hay que subir una cantidad de escalones que es inhumana bajo un aire bochornoso. La situación se vuelve insoportable cuando el clima tropical te larga una llovizna pegajosa, que mientras una empuja los pies hacia arriba, no hace más que molestar. Lo único que podía hacer era arremangarme los pantalones y repetirme que iba a valer la pena. No había llegado a la mitad cuando se me terminó la energía; la situación se convirtió en una cuestión de orgullo personal: aunque fuera en cuatro patas yo llegaba al templo.
Los elefantes domesticados superan en número a los salvajes. Durante siglos fueron el medio de transporte para cruzar la jungla tailandesa. En el norte y en noviembre se festeja el festival del elefante
Familias enteras subían los escalones con porte deportista, entonces mi cabeza fue directo a una frase que tenían mis amigos asiáticos: “No rice, no power”. Apunté mentalmente armar una dieta a base de arroz. Y sí valió la pena. Cuando recuperé el aliento, al menos. Desde la cima de la montaña se ve un Bangkok de techos coloridos. También se ven fieles budistas que presentan una imagen igual de colorida que la ciudad. Hay campanas, muchas, con diferentes símbolos y escrituras. Con mi pobre conocimiento sobre el budismo no podía interpretar qué significaban. “Liberan el peso de los deseos”, me explicó una mujer que estaba sentada bajo la llovizna con dos niños. El sonido de las campanas es lo que libera al ser humano, y luego me enteré de que los escalones hacen lo mismo. Seguramente una vez que llegué a Wat Saket me sentí livianita, pero gracias a mi desconocimiento no me detuve a pensarlo o percibir si mi estado era diferente.
Sobre lo mundano
A media cuadra de la mayor calle de boliches que haya visto en cualquier lugar del mundo –donde hombres escondidos en vestidos y rubor y mujeres ofrecen servicios sexuales– hay un templo con personas que cubren sus hombros y descalzan sus pies antes de entrar. Estábamos en Pattaya, Patricio y yo hicimos ese trayecto caminando. “Es lo que me gusta de este lugar”, me dijo él, “todo se mezcla”. No hay una división arbitraria entre una zona roja y una religiosa, sino que una y otra se reconocen como parte del ser humano. Eso es Tailandia: un equilibrio entre lo eterno y lo mundano.
Masaje tailandés
Si uno va a Tailandia, tiene que probar sus masajes. Sin aceites y con ropa, es una técnica creada por quien, se dice, fue el médico del Buda. Este señor mezcló medicinas tradicionales de la India y de China, que incluyen: medicinas herbales, una nutrición balanceada, buena comunicación espiritual y masajes. En Tailandia, por tanto, el masaje es considerado como una rama de la medicina. Se basa en que los humanos tenemos 10 puntos zen y que si estos se estancan, entonces todo el funcionamiento corporal y espiritual se ve perjudicado. El masajista toca puntos específicos para restablecer la energía en el cuerpo y para equilibrar cuerpo con alma; realiza presión con dedos, manos, codos, pies o rodillas para conseguir la relajación total del individuo.