Camilo dos Santos

Epidemias de hambre

Lejos del buen abastecimiento de alimentos de Uruguay, hay países que están sufriendo fuertemente debido a la escasez de producción de granos por la langosta

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26 de abril de 2020 a las 05:00

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Otra semana que pasa y la segunda ola del covid-19 sigue sin llegar, algo positivo que trae el riesgo de la autocomplacencia. Uruguay y el mundo están erizados de riesgos y bajar la guardia sería fatal. Viene el frío, más gente circula por las calles, la frontera con Brasil es un riesgo cada vez mayor. Pero a nivel global viene otro desastre que seguramente matará muchísima gente y tendrá menos visibilidad. Y aquí no solo la construcción ha vuelto al trabajo, hay otros trabajos fundamentales que están saliendo bien.

El espectro del hambre se cierne sobre distintos lugares del mundo. Y eso lleva a otra, una tercera enseñanza que deja la pandemia: producir alimentos es más importante que nunca, incluidos los más básicos como el trigo y el arroz.

Naciones Unidas advirtió esta semana que vienen “múltiples hambrunas de proporciones bíblicas” pero eso quedó en un segundo plano. Es tanto lo que pasa en la región y el mundo –desde la disparada de casos en Brasil y el desmoronamiento del gobierno de Bolsonaro a Trump recomendando sarcásticamente que la gente se inyecte desinfectante– que lo que no sea covid-19 queda en segundo plano. Entre ello, los miles y miles de muertos que se vienen por hambruna.

Es otra imagen de esta era de desequilibrios en la que estamos. Otra cara de la doble trama de pérdida de biodiversidad y cambio climático. Es una gran catástrofe que sin acaparar titulares arrasa zonas de Asia, África y esta semana llegó a Australia. La langosta. Millones y millones van en nubes desde Kenia y Etiopía a Pakistán y Australia devastando todo vegetal que encuentran en su camino y acercando el espectro de hambrunas masivas.

Unas 300.000 personas podrían morir de hambre todos los días durante un período de tres meses

Al menos en parte, los científicos consideran que la plaga se ha desatado por las recientes lluvias torrenciales y la inusual actividad de tormentas en la región de África Oriental. Estos impactos están relacionados con el dipolo del océano Índico, un sistema que afecta el clima desde el este de África hasta el oeste de Australia.

Los enjambres de langostas llegaron por primera vez al Cuerno de África a fines del verano (boreal) de 2019. Llegaron desde el desierto de Arabia, donde las buenas condiciones de reproducción en los meses anteriores (poco frío y más humedad de la habitual) les habían permitido multiplicarse por unas asombrosas 8.000 veces, según la FAO.

En el segundo semestre de 2019, los insectos se extendieron desde Somalia y Etiopía a Kenia y Uganda. En Kenia, el servicio de observación de langostas de la FAO identificó un enjambre de hasta 60 kilómetros de largo y 40 kilómetros de ancho. Una “nube” de unas 20.000 millones de langostas. Y desde entonces siguen de aquí para allá arrasando todo a su paso.

David Beasley, director del programa de alimentos de Naciones Unidas, advirtió que 2020 será en año con un mayor desastre humanitario desde la segunda guerra mundial. Beasley, quien se está recuperando de covid-19, dijo que si no se puede asistir a unas 30 millones de personas, su análisis “muestra que 300.000 personas podrían morir de hambre todos los días durante un período de tres meses”, y eso no incluye el aumento de los problemas alimentarios debidos al coronavirus.

“En el peor de los casos, podríamos estar en situación de hambruna en 36 países y, de hecho, en 10 de estos países ya tenemos más de un millón de personas que están al borde de la inanición”, agregó.

La fenomenal invasión de langostas nos muestra una vez más una situación de desequilibrio que afortunadamente sucede “del otro lado del mundo”: Kenia, Somalia, Etiopía y Sudán del Sur son los países que más han sufrido hasta ahora.

Por supuesto que el hambre no es novedosa. Cuando las langostas llegaron a Yemen, la población las devoró. Ya forman parte de la dieta de ese país, devastado por años de una guerra absurda.

Pero el hambre que se viene generará otros desequilibrios, probablemente facilitará el resurgir del fundamentalismo, retrasará el proceso de salida de la pobreza que algunos países intentaban, generará otros aspectos del desastre.

La hambruna también se cierne con fuerza redoblada en Venezuela, donde no hay combustible (¡vaya paradoja!) y por lo tanto no se puede sacar ninguna cosecha; las bananas se pudren y las lechugas se dan como alimento al ganado.

Otra situación que se encamina a ser tremendamente grave es la de Nigeria, el país más poblado de África, al que le quedan solo 38 mil toneladas de arroz en stock y que tiene al transporte paralizado, no ha podido levantar su propia cosecha y no encuentra proveedores asiáticos que le aseguren el grano que les está faltando.

Mientras, aquí está ya terminando la cosecha de arroz y avanzando todo un conjunto de zafras que se dan en otoño. Mucha gente no percibe lo importante que es que se esté pudiendo cosechar con normalidad, que se haya procesado una vendimia, una cosecha de manzana, zapallo, papa, boniato, en fin, que podamos tener alimentos en abundancia y diversidad con precios estables. Y que podamos asistir al mundo enviando alimentos.

Apenas cosechadas las chacras de arroz ya salieron voluminosas exportaciones a Panamá y Haití, donde abastecedores asiáticos prefirieron no exportar porque su logística ha colapsado o porque prefieren asegurar el grano para consumo propio. México seguramente volverá a recibir arroz uruguayo pronto.

Cabe preguntarse si a nivel global el desastre humanitario en ciernes será atendido. Con tanto dinero que se está volcando a los circuitos financieros para sostener su funcionamiento (US$ 484.000 millones en EEUU esta semana, luego de billones volcados antes), ¿quedará plata para comprar trigo, arroz y maíz para que tantos millones de niños puedan tener un guiso o un puchero? Si en esta coyuntura el precio de los alimentos se dispara y el hambre se multiplica, vendrá el caos social en países enteros.

Estos problemas serán cada vez más frecuentes y graves. Cuando los ecosistemas se hacen menos diversos, las poblaciones se hacen más inestables. La ausencia de frío en invierno favorece la multiplicación de algunas especies. La escasez de predadores lleva esa multiplicación a una situación descontrolada. Aquí mismo, en el final de abril todavía estamos con calor y mosquitos casi como si fuese verano. Todo este año viene con temperaturas por encima de lo normal, o está siendo parte de la “nueva normalidad”.

Somos afortunados de vivir en un país agrícola, ganadero, granjero, horticultor, capaz de garantizar la alimentación propia a precios estables y asistir en la alimentación de un mundo cada vez más poblado, frágil, recalentado e inestable.

Esta cosecha está siendo un ejemplo de cooperación entre trabajadores asalariados, agricultores, industriales y Estado. Un ejemplo de velocidad de reflejos para elaborar protocolos que den la mayor seguridad posible. La cosecha avanza sin ninguna persona afectada y asegurándonos que cuando un uruguayo compra arroz o harina no pone en riesgo el abastecimiento de otros uruguayos.

En este siglo ya sabemos que tendremos problemas sin precedentes por nuestra continua agresión a la naturaleza, que solo las respuestas basadas en ciencia serán efectivas y que la producción de alimentos será más importante que nunca.

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