AFP

Fracaso mundial

La aparatosa derrota de EEUU en Afganistán podría marcar no solo el fin de una era, sino también el fin de las invasiones y ocupaciones como forma de ejercer el poder global

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20 de agosto de 2021 a las 05:02

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Fue la peor derrota en la historia de Estados Unidos. Muchos la han comparado estos días -en forma recurrente- con la humillante retirada de Saigón en 1975. Leon Panetta, que fue secretario de Defensa durante el gobierno de Barack Obama, la llegó a comparar incluso con el fiasco de Bahía de Cochinos en 1961.

Pero no. La humillación sufrida por Estados Unidos tras la caída de Kabul el pasado domingo 15 de agosto solo puede ser comparable a la retirada de Napoleón de Rusia, en los últimos días de 1812. 

Y en la época de Napoleón no había televisión ni cámaras fotográficas; solo tenemos las crónicas, y los cuadros de Ary Scheffer y Adolf Norten. De la retirada de Estados Unidos de Afganistán, en cambio, siempre habrá incontables imágenes que revivan la vergüenza histórica una y otra vez hasta el fin de los tiempos. 

Otra vez, los helicópteros sobre el techo de la embajada, la gente agolpándose desesperada en un aeropuerto de Kabul convertido en cuello de botella humano, las avalanchas para entrar a los aviones y hasta tipos cayendo de los Boeing C-17 en pleno vuelo, tras un demencial intento de escapar del Talibán adheridos al fuselaje de la aeronave. Un espectáculo tan dantesco como desgarrador. 

Y es que, justamente, el problema no fue la retirada de un país del que Estados Unidos y sus aliados debieron haberse ido hace mucho tiempo, sino la forma en que esa retirada se llevó a cabo. Ni siquiera puede decirse que fue un error de cálculo. Fue una total negligencia del gobierno de Joe Biden que no estaba prestando atención. 

Ante el vertiginoso ‘blitzkrieg’ (una verdadera ofensiva relámpago) lanzado por el Talibán a fines de julio, cuando las ciudades y poblados afganos iban cayendo uno a uno como fichas de dominó, se debió haber planeado una retirada táctica ordenada. Algunos expertos sostenían que para mediados de julio Biden ya debía haber evacuado al grueso de los norteamericanos y de los afganos que colaboraban con la estructura de la ocupación.

Pero en julio el presidente solo quería hablar de “cosas felices”. “I just wanna talk about happy things, man”, les recriminó a los periodistas que en vísperas del 4 de julio le preguntaban insistentemente cómo iba a ser esa retirada y la evacuación del personal, que se esperaba para las siguientes semanas.

Además, Biden se había desentendido de las conversaciones de paz en Doha con los talibanes y el gobierno afgano que encabezaba el entonces presidente Ashraf Ghani. En ningún momento Biden mostró entusiasmo por las negociaciones, mucho menos fue capaz de liderar el proceso; a diferencia de Donald Trump que, fiel a su estilo, llamaba personalmente y hacía que le pusieran al líder talibán al teléfono. 

Fue de ese modo que, en el meridiano de este año, tras varias marchas y contramarchas, el asunto se enfrió, y al parecer los talibanes decidieron apurar el expediente en el terreno, donde las fuerzas de ocupación increíblemente tampoco tenían acuerdos ni habían negociado nada con los señores de la guerra y otros caudillos locales. 

Fue una derrota mundial. Pero la pregunta que todo el mundo se hace es ¿por qué las fuerzas afganas, que habían sido entrenadas, equipadas y financiadas por Estados Unidos, decidieron no pelear, dejar todo el equipamiento militar tirado y huir despavoridos? 

De nadie escuché o leí una respuesta atendible. 

Así que decidí preguntarle a mi padre, experto estratega que además conoce muy bien la zona y sus combatientes por haber vivido varios años en Asia y luego haber sido comandante de las operaciones de paz de Naciones Unidas en India y Pakistán.

Y me dijo una cosa que me aclaró bastante el panorama: “Vos podés entrenar, podés armar, podés equipar, que si la voluntad de combatir no está, no hay manera. Los tipos no eran militares, punto”.

Hay otro aspecto fundamental que es la legitimidad del mando. ¿Y qué legitimidad podía tener un gobierno como el de Ghani, que todo el mundo sabía corrupto? Es más, que había llegado al poder en unas elecciones que todos sabían fraudulentas, y que tanto él como varios jerarcas de su gobierno se robaban millones de las partidas de Estados Unidos para la reconstrucción.

No tenían autoridad moral para encabezar la resistencia contra la avanzada talibán. Y la moral, como dice Von Clausewitz, es el ingrediente primero de la tropa. Si este no está, todo lo demás no importa: ni la estrategia, ni la táctica, ni el armamento, ni nada. 

Por eso se rindieron sin pelear.

Además, claro, que no dejaba de ser defender la ocupación de una potencia extranjera. Este no es un dato menor, porque buena parte de la moral del combatiente está en el fin, el motivo por el que lucha. Y pelear del lado de una fuerza de ocupación, quiérase o no, conlleva un sentimiento de culpa difícil de superar.

Tal vez todo esto nos lleve no solo al fin de una era -con el nuevo equilibrio de poderes en el tablero geopolítico-, sino también al fin de un paradigma, de una forma de ejercer el dominio global. Quizás ahora por fin se entienda que las invasiones, las ocupaciones, las intervenciones, los “cambios de régimen”, las “guerras preventivas” y otras acciones empleadas durante los últimos 300 años por las potencias anglosajonas (primero el Imperio Británico, y luego su sucesor, Estados Unidos) no son el camino.

Si la civilización occidental ha de prevalecer, debe regresar, como sostenía Rodó, a sus fuentes grecolatinas; debe regresar, en suma, al humanismo.

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