José Enrique Rodó

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José Enrique Rodó o el hombre de mármol omnipresente en Uruguay que busca ser leído otra vez

El nombre de José Enrique Rodó salpica ciudades y localidades de todo el Uruguay, pero ¿hasta qué punto eso se refleja en la lectura de su obra hoy?
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02 de octubre de 2021 a las 05:00

Hay una calle, o varias. Hay un parque en la capital. Un bar. Un pueblo entero en Soriano. Un parque en San José. Un parque en Artigas. Un parque en Tacuarembó. Una plaza en Durazno. Un centro cultural en Canelones. Hay varias escuelas con su nombre, y al menos un liceo en Montevideo. Hay murales, bustos, monumentos, mármoles, placas conmemorativas, recordatorios, alegorías físicas y espaciales a su obra, obeliscos más grandes y otros más pequeños, hay estampitas, hay sellos, hay de todo, hay para todos, está en todos lados: José Enrique Rodó es uruguayo y el Uruguay lo hace notar.

Sin embargo, sería un buen experimento preguntarle a cualquiera de las personas que utilizan su nombre a diario –los que viven en sus calles, aprenden en sus centros de enseñanzas, los que utilizan sus monumentos como señal para indicarle al taxi dónde tiene que parar– qué tanto conocimiento de causa tienen de su obra. Preguntarles si alguna vez leyeron una de sus parábolas, o si se metieron en los terrenos de Ariel, su trabajo más importante. Es probable que la incidencia del Rodó autor, para la mayoría, sea notablemente inferior a la incidencia del Rodó “monumento”. Y tiene sentido: en los últimos años, la construcción de su figura, por fuera de los círculos dedicados al estudio de las letras vernáculas, ha sido sobre todo ciudadana. Podemos decir que a Rodó lo vivimos más de lo que leemos.

Para Francisco Álvez Francese, crítico literario, traductor y magíster en filosofía por la Universidad de París 8, el proceso del país con el autor se dio así: “A su muerte, como se ha señalado muchas veces, sucedió su inmediata marmolización. Ya desde el retorno de su cuerpo al país empieza ese proceso de casi santificación que al principio le hace bien. Gracias a eso su nombre se usa para parques, calles y pueblos, pero a la vez le hace mal, porque para hacerle una estatua a Rodó hay que dejar de leerlo, en cierto sentido. Hay que dejar de leer, por lo menos, algunas partes de su obra que pueden subvertir o problematizar ese estatus de casi héroe”.

Este fin de semana, a 150 años de su nacimiento, el escritor nacido en Montevideo en 1871 y muerto en Palermo, Italia, en 1917, es el protagonista de la vigésima sexta edición del Día del Patrimonio. El núcleo duro de las actividades están centradas en su figura y en su obra, y todo se nuclea bajo el lema “Las ideas cambian el mundo”. En los términos que estamos manejando, podríamos llegar a entender esta celebración como otro ejemplo de consolidación “marmórea” de su figura, pero la luz parece entrar por una ventana distinta: puede llegar a ser el momento de que su obra, otra vez, baje a nivel del lector y trascienda el espacio en el que hoy lo delimitamos.

Humanista latinoamericano

A lo largo de su corta vida –vivió apenas 45 años–, Rodó amalgamó su obra literaria y su espíritu político, al tiempo que marcó las bases de la Generación del 900 y se erigió como un representante del modernismo en América Latina, un movimiento que aspiró a lograr la excelencia estética a la vez que impulsaba una revitalización de la literatura en castellano. En ese sentido, en él son importantes las ideas, pero también la forma, ya que si bien su mensaje humanista determina buena parte de la atracción que genera en académicos y lectores de todo el mundo, también lo hace su escritura.

Según explica Gustavo San Román en José Enrique Rodó. Una biografía intelectual, el autor uruguayo tiene “una de las mejores prosas producidas en castellano” y “sus ideas sobre el estilo indican que el escribir bien era un aspecto clave de su concepción del desarrollo personal para el intelectual, ya que las ideas deben expresarse en un lenguaje superior”.

Cuando habla de Rodó, a San Román se lo escucha entusiasmado. Su historia como académico ha estado profundamente vinculada a los estudios sobre su obra desde que, en 1978, se exilió del país escondido en un barco de carga que tenía como destino la ciudad de Londres. Allí pasó por las universidades de Nottingham y Cambridge, y hoy es parte de la Universidad de St Andrews en Escocia, país en el que vive y donde se dedica a la literatura uruguaya. Para San Román, la celebración del Patrimonio en torno a su nombre significa, sobre todo, una oportunidad para volver a leerlo.

“A Rodó hay que leerlo porque se dedica a darnos un mensaje positivo sobre lo que somos. Nos enseña sobre resiliencia, optimismo, nos enseña a ir para adelante cuando chocamos con obstáculos, y nos enseña que somos unos con el resto de los países hermanos de donde venimos. Su latinoamericanismo es muy fuerte. La base de Rodó es la identidad, lo que somos como comunidad acá en Uruguay y luego en América Latina. Él siente que debemos reconocer lo que somos, y creo que es un lindo mensaje, e inevitable hoy en un mundo con la globalización que tenemos”, dice en diálogo con El Observador.

De todas formas, San Román prefiere no hablar de “deudas” con su obra, y lo mismo cree Álvez Francese. “No hay deudas con nadie, a mi entender”, dice el crítico. “Me entusiasma mucho recuperar figuras del pasado que me resultan interesantes, pero no porque exista una deuda, sino porque creo que todavía tienen cosas que decir. Por eso espero que haya nuevas lecturas, que vengan desde lados impensados, desde espacios distintos que ofrezcan un nuevo o muchos nuevos Rodó. Él, que usó las máscaras cambiantes de Proteo y Glauco, se presta para eso, sobre todo en los cuadernos que están digitalizando y publicando desde la Biblioteca Nacional, que son fascinantes”, asegura.

San Román, por otro lado, recuerda que en los programas de primaria y secundaria también ha perdido su lugar, algo que resulta paradójico: a pesar de ser un escritor al que es “difícil” ingresar por primera vez, él se dirigió en numerosas ocasiones a los lectores jóvenes, a quienes veía como los depositarios propicios para sus ideas.

“Ariel está dedicado, por ejemplo, a la juventud de América. Él fue también editor de Tesoro de la juventud, una enciclopedia para niños de a principios del siglo XX, escribió un ensayo sobre Artigas y la emancipación del Uruguay dirigido a niños, hay trabajos sobre la lectura infantil. En fin: era un pedagogo nato y le interesaba la juventud. Y eso pasaba porque nuestro país estaba en una situación de constante evolución, un momento clave que lo movió de ser una de las más conflictivas sociedades del XIX, a una de las más civilizadas en el XX. Rodó se preguntaba, justamente, hacia dónde íbamos”, explica el académico.

Así, la presencia de José Enrique Rodó en Uruguay es insoslayable. Está en todas partes, en cada punta del país. Pero su legado es mucho más que algunos parques, varias calles e infinitos monumentos y esta celebración, una más que lo tiene como eje, podría ser una instancia definitiva para que su obra recupere el lugar que en algún otro momento tuvo entre los lectores uruguayos. Uno que va mucho más allá del mármol con el que su rostro fue esculpido por todas partes.

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