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Juan Pablo Clérici: Con los pies en la tierra

Un gastrónomo laburante y su viaje. Un café original y su historia. Cae la cáscara. Se devela el misterio
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15 de julio de 2013 a las 17:09

Año 1997. Noche primaveral. Yo producía mi propio programa de televisión, un “magazine descontracturado”. Fuimos con Noelia Campo y el camarógrafo a hacer una nota al sushiman de Café Misterio, el restorán pionero de los rollitos japoneses de pescado crudo, alga y arroz en Uruguay. Y ahí estaba Juan Pablo Clérici, uno de los dos dueños del restorán, acompañando a su especialista y siendo el anfitrión. Era época de televisión para abonados incipiente, pre Gourmet y pre cocineros mediáticos. Clérici se robó la cámara. Su entusiasmo contagioso, su alegría, su luminosidad en la noche, su aspecto de niño grande y hombre fuerte, me sorprendieron. “Este hombre tiene que estar en la televisión”, pensé. Año 2013. Mañana otoñal. Llego a Café Misterio y veo cómo descargan atractivas verduras de una camioneta. Por error, entro por la puerta de proveedores que da a la cocina. Amablemente, me piden que salga y entre por la puerta de al lado. Lo hago. El hombre que tenía que estar en la televisión, ahora me recibe en su oficina. Un recinto con una biblioteca colmada de volúmenes que ocupa toda una pared, un frente de estufa antiguo de cerámicas que descansa apoyado sobre otra pared, y un escritorio con computadora y papeles desperdigados en ese hermoso orden caótico de alguien que trabaja y crea. “Esta oficina tiene que estar en la televisión”, pienso. Y prendo el grabador.

Arraigado

Hace 20 años que la esquina sureste de Rivera y Costa Rica en Carrasco pertenece al Café Misterio. En términos montevideanos, dos décadas de vida es un hito para un emprendimiento gastronómico. Es más, en esa misma esquina habían existido sucesivamente varios restoranes y ninguno había logrado sobrevivir. Sin embargo, dos jóvenes veinteañeros, un cocinero y un empresario gastronómico que hasta ese momento eran solamente buenos conocidos entre sí, eligieron adueñarse del lugar y hacer su propuesta. Casi de entrada, Clérici busca en su computadora algo que escribió su socio Roberto Behrens para incluir en la carta aniversario y me lo lee lisa y llanamente, como es su estilo de comunicación: “Cuando entramos por primera vez en esta esquina sentimos una conexión inmediata y profunda. En ese momento soñamos con el Misterio. Lo único que sabíamos es que queríamos lograr un lugar único. […] El 20 de mayo de 1993 arrancamos con pura pasión y pura intuición, y ya van 20 años”. Pausa pequeña y una confirmación de Clérici, también lisa y llana: “Fue así. Y por los viajes que habíamos hecho los dos por separado, y por la experiencia que tenía Roberto en el negocio, armamos algo que no había. En Europa, un café es un lugar donde podés tomar un café o un trago y podés comer. Acá, un café era el café y bar del Centro de toda la vida, donde no había comida. Entonces introdujimos esa palabra, le pusimos Café Misterio. Tenía y tiene una impronta, un trabajo diario de innovación, de traer cosas nuevas, en todo sentido: la música, la iluminación, la ambientación, la cocina, los uniformes, todo.”
Imagino que lograr el equilibrio entre innovación y continuidad, entre permanecer y avanzar, no debe ser fácil. “Tengo la suerte de haber encontrado un socio (o de que él me haya encontrado a mí) que tiene una intuición y una visión de futuro y de marcar tendencia increíbles. Entonces es muy fácil que te tiren piola y vos agarrar y seguir. De todas maneras, si vos me preguntás cómo hicimos Café Misterio: con un laburo de la puta. Y estar, estar, estar y mirar y pensar. Todo el mundo se imagina que tener un boliche es noche y tá. Y no. Hay un montón de cosas que la gente no ve. Ser gastrónomo lleva un sacrificio personal muy, muy, grande. Es por eso que para mí en Uruguay hay muy pocas cosas que funcionen así, porque acá, gastrónomos que se pelen en todo sentido, hay muy pocos. Es un tema de elección, de meterse realmente a full. Es perderte millones de cumpleaños, fiestas, eventos y problemas familiares. Si te fijás, los grandes gastrónomos del mundo están todos divorciados. Por suerte, gracias a Dios estoy con mi mujer desde hace 17 años.”

El éxito está, como dicen los americanos, en el equilibrio perfecto entre la comida, el ambiente y el servicio que se brinda: 1/3, 1/3 y 1/3. No importa a qué nivel; tanto el bolichito más trucho como el restorán más renombrado, tiene que tener ese equilibrio

La semilla

Me atrevo a aventurar que uno de los secretos de su éxito matrimonial está en la admiración y respeto que él tiene por ella, que se expresa a lo largo de la charla en sobrios y espontáneos elogios a su inteligencia, su capacidad profesional, su calidad humana. Porque la dedicación al trabajo de Clérici como mitad responsable de la sociedad gastronómica sigue siendo la misma con la que comenzó. El cocinero llega todos los días al Café a las 8 y media o 9 de la mañana, y “la carga horaria es la misma que hace 20 años, tal vez menos intensa de noche. El Café es un nene grande, ya tendría que caminar más solo. Hay jefe de cocina hace poco, yo cocino mucho menos, sí. Pero tenés que estar, saber qué pasa y resolver desde el escritorio. Ahora uso camisa y antes era de usar remera siempre”. Superpongo aquella instantánea guardada del 97, del tipo afable y adrenalínico con la imagen que veo al otro lado del escritorio. Sí, es verdad, tal vez el de hoy esté más tranquilo, más “de camisa” que aquel. Pero, en esencia, no cambió mucho. Así que elijo creerle cuando me dice que su restorán nunca pasó por un momento de declive o zozobra, salvo cuando la coyuntura (léase crisis económica de 2002) golpeó a las puertas de todos los uruguayos.
Clérici y su esposa Silvina son padres de tres hijos varones de 13, 9 y 2 años. La familia tiene un olivar desde hace seis años en la sierra de Garzón, a donde van “todas las veces que podemos y plantamos, cosechamos y podamos nosotros. Vamos a la fábrica [Agroland] y probamos los aceites, jugamos a la alquimia, a mezclar cosas”. Y en casa de cocinero, ¿cuchillo de…? “Silvina cocina muy bien y es una sibarita, tiene un gusto y un paladar increíbles, entonces disfrutamos de sentarnos a comer bien y buscar las cosas ricas entre lo sano. Divertidísimo. Mis hijos todavía no cocinan, pero el grande sabe y le gusta mucho catar aceites. Al de 9 años lo que más le gusta es pensar todo el negocio que va a hacer con nuestros aceites, ya los está vendiendo en su cabeza [risas]. Pero nosotros todavía estamos preocupándonos por la planta. Por ahora vendemos toda la aceituna. Nos falta mucho tiempo de aprender del árbol.”

Sin empacho

Mientras los Clérici aprenden del árbol, Café Misterio tiene una carta de aceites desde 2004 que actualmente se produce en Agroland –elegida por “cercanía a nuestro olivar y afinidad” –, donde Clérici elige y hace el corte de cada una de las variedades. No es la primera ni la única vez que el gastrónomo mete mano en cuestiones productivas. “De a poquito vas buscando, encontrando y hablando con el productor para lograr cosas. Ayer me llamaron porque tienen siete chanchitos que acaban de nacer, entonces los vamos a alimentar exclusivamente a castañas, porque ahora hay. La carne va a quedar con una crasitud y un nivel proteico impresionante”, y, de alguna manera, se relame por el futuro producto. En ese momento empieza una avalancha enumeradora de proyectos en distintas etapas de desarrollo, acompañada por exhibición de “pruebas” (apuntes, notas, catas, resultados, fechas). Entre otros, Clérici está trabajando con la empresa láctea Talar para encontrar una versión criolla del queso Filadelfia (el que se utiliza en el sushi) y me explica que el último descubrimiento es que “agregándole un poquito de sal y miel al Manhattan de Talar estamos casi, casi ahí”. Enseguida señala un papel y me explica que “me puse este cartel para no olvidarme de que quería hacer un sweet chili. Justo ahora estaba estudiando en el libro, porque hay una confusión entre la pimienta de Sichuan y la anacahuita, son muy similares. Nosotros vamos a sacar un chile dulce con un toque de anacahuita”.
Lo consulto sobre si el objetivo final de estas aventuras productivas es la satisfacción personal o el negocio. Su respuesta es directa, práctica y hasta algo brutalmente honesta. “Nosotros vendemos confianza, ¿tá? Hoy de noche si quiero mato 100 tipos, ¿estamos de acuerdo? Entre ellos, gente importante del Uruguay. ¿Sabés cómo se matan? Poniéndose ellos mismos el veneno en la boca. Es alucinante el nivel de confianza de este negocio. Para mantenerlo, vos lo que tenés que darle al cliente es toda la seguridad posible, tener el currículum vitae completo de todo lo que vendés. Hago estas cosas para mantener mi negocio vivo y lograr que la persona tenga la sensación de que está en su casa y de que lo están cuidando, esa complicidad. Acá hacemos los vinos desde el año 1999. Es medio fashion hacer tu aceite y tus vinos, sí. Pero es parte del tema, de que esto siga funcionando de esta manera. No me cambia en nada decir que hacemos las cosas ‘por el placer de hacerlas’, como dicen muchos cocineros en el mundo. No. Hacemos todo eso, ¿por qué? Negocio. No hay que tenerle miedo a decirlo. Yo vivo de esto; si no laburo, mis hijos se mueren de hambre.”

Vos vas viajando, vas viendo cosas. Me acuerdo que cuando arrancó toda la movida de cocina tailandesa, que acá era una figura de novela, cualquiera le ponía un plato cuadrado y usaba la palabra wok y era comida tailandesa

Ebullición

Clérici empezó en el rubro gastronómico a los 16 años. Su padre le consiguió un trabajo de verano como mozo en un restorán puntaesteño que ya no existe más, La Chaumière, cuyo dueño era suizo. Al año siguiente volvió a hacer temporada, y en ese invierno el dueño del restorán lo invitó a irse a Portugal porque iba a abrir uno allá. “Y me fui. En un viaje largo. De acá me fui con la mujer de él y sus hijos a Río, manejando yo un auto con chapa de Brasil que vendí allá. Esto fue en el año 1988. Fui a Algarve, al sur de Portugal. Estuve un mes, y al final el restorán no salió”. Pero el “daño” ya estaba hecho: dos “bichitos” habían picado a Clérici, el de la gastronomía y el de trotamundos. De ahí, él no recuerda con exactitud cómo fue, terminó yéndose a Ginebra con el suizo. Sin saber una gota de francés. Sin planes laborales. Yendo y viniendo para las temporadas esteñas, Clérici sumó dos años en Suiza trabajando en cualquier cosa menos en gastronomía. En la última vuelta, el muchacho ya sabía hablar francés, idioma en el que dice defenderse y hablar bastante bien (doy fe que así suena). A todo esto, en las temporadas de Punta del Este a las que retornaba, Clérici abrió un “bolichito” que después arrendó, trabajó en la discoteca Space, armó una pequeña fábrica de jugo de naranja con unas máquinas que se trajo de Europa y empezó a venderlo en los boliches y en todos lados. Y ahí entra Roberto Behrens a escena.

Variedades complementarias

“Roberto siempre fue gastrónomo también. En aquella época, tenía un boliche en la Barra que se llamaba Más allá y andaba muy bien. Nosotros nos conocíamos del colegio, ambos fuimos al British. Le empecé a vender jugo de naranja para el boliche y tuvimos una buena conexión. Y ahí fue que me dijo: ‘Mirá que hay un local en Montevideo, si querés armamos algo’”. El resto de la historia ya la supimos. Lo que me pregunté en ese punto del relato es cómo dos personas que se saludaban desde lejos en el colegio terminaron siendo socios y más: “A Roberto lo considero un hermano”. No entiendo cómo salió tan bien. “’Juntarse es un comienzo, mantenerse juntos es un progreso, trabajar juntos es un éxito’. Saqué una foto el otro día a un coso que había por ahí con esa frase. Cada uno de nosotros sabe dónde tiene que ir y no se mete en lo del otro. Eso sí es fundamental. Bah, uno puede opinar o lo que fuera. Pero cada uno se dedica a su palo, su rubro. Y eso ha sido una de las cosas más importantes que hemos tenido. No nos pisamos el palito. Al principio hubo momentos en que sí, pero después medio que se fue dando, uno en la gastronomía y otro acá en la oficina. Llenos de problemas y líos, obvio. Pero vas aprendiendo y entendiendo dónde tocar y en qué momentos, y evitás decir cosas en momentos álgidos”. Le planteo un fill in the blanks involuntario al decirle: “Entonces vos pensás que la clave del éxito de esta sociedad…” y él completa la frase: “…ha sido que cada uno respeta el espacio del otro”.
La cosa no se quedó en el Misterio. Al día de hoy, Behrens y Clérici tienen un restorán en la Barra llamado Namm, el restorán Garzuana en el Laguna Garzón Lodge, un pequeño hotel flotante en la laguna esteña y el restorán Patria en el Aeropuerto de Carrasco. Como él elogia tanto la capacidad creativa de su socio, directamente le pregunto si esas ideas de expansión le surgen más a Behrens. “Sí, el loco en eso es un adelantado bestial. Hace años surgió el tema de Namm, fuimos a buscar lugares y encontramos uno que nos transportaba mucho a la época de Carrasco viejo. Y después apareció Garzuana, con el tema de la laguna. Siempre estamos de acuerdo en las maneras de expandirnos. De hecho, hemos frenado proyectos. De estas cosas que tenemos hoy, hubo muchísimas que no salieron. Hay proyectos divinos que están ahí porque son más complicados, y bueno, ya vendrá el momento para que salgan. Tengo la suerte de tener al lado un loco que piensa mucho”.

Ósmosis

Clérici también piensa mucho. Piensa que en gastronomía “está todo inventado. Hay que saber copiar y copiar bien. Tengo ahí mis libritos y mis cosas. Cuando voy a armar la carta nueva, me siento acá y abro libros, tiqui, tiqui, tiqui”. El sonido onomatopéyico es acompañado de la mímica de señalar algo, anotar… pensar. Su forma de ver la gastronomía no es de las más ortodoxas, y para Clérici esa es la razón por la que “el Café nunca fue muy aceptado por el establishment gastronómico típico del Uruguay. Los críticos nos han dado, hemos tenido un par de golpes. De última, yo siempre digo que digan lo que quieran. Lo que quieran. Yo lo único que sé es que hoy cumplimos 20 años y este restorán sigue lleno. Y la gente se va contenta de acá. Yo vivo impecable de este negocio. ¿Hacemos las cosas bien o mal? Yo qué sé”.
La cocina de Café Misterio no es vertical del tipo “ejército” estilo francés. Todos hacen todo, todos se remangan, porque en general los productos vienen enteros: la gran mayoría de los pescados, los camarones y hasta las nueces pecan. Y hay que pelar, limpiar y laburar. Clérici, vital y pasional, se emociona con los productos de la tierra. “Acá se reían todos porque a veces le dábamos besos a los pescados. Sí, obvio, me emociona. Es divino. Cuando embocás algo… la otra vez me trajeron una caja de hongos lactarios que estaban divinos y le sacamos fotos, porque lo primero que hacés es guardar esas imágenes”. Y me empieza a mostrar las fotos que hay en su celular mientras me explica qué es qué; por ejemplo, “mirá, estas son castañas de Garzón… hicimos sopa de castañas… esto es lo que quedó de la sopa de castañas”. La última era una foto de una olla utilizada y vacía. El cocinero intenta transmitir su pasión a los demás. “Siempre les digo, acá no cocina ni Juan Pablo, ni Café Misterio. Están cocinando ustedes. Lo que está comiendo el quía ahí es lo que vos hiciste recién. Entonces, cómo lo recibiste, lo guardaste, lo aceptaste es muy importante. Pero después también, si vos te matás por el plato, la cocción, y no te matás por limpiar la lechuga, de repente el loco [el comensal] se come un pedacito podrido y te arruina todo. Hay que prestar atención a esos pequeños detalles. Siempre dentro de lo posible, cuando vos hablás así parece todo ideal, después pasan millones de problemas y cosas. Y se nos escapa la liebre por una cantidad de lugares. Pero la idea es transmitir eso en la cocina e intentar hacerlo siempre”.

El terroir

Él tendría todo para ser un snob, para dejar al otro en orsai a puro término francés, inglés o gastronómico, para hacer de su amor por la tierra una cuestión de moda y no de principios. Ejemplifico con algo que percibí reiteradamente por qué digo que “tendría todo para ser”, como afirmando que no lo es. Cada vez que Clérici dice un término en idioma extranjero, inmediatamente y sin ser requerido, le adjunta la versión en español. Dejo que la instantánea de 1997 se vuele, y miro a este Juan Pablo Clérici de 43 años. “Este hombre tendría que estar en televisión”, pienso. Y le pregunto por qué no está en esta televisión en la que pululan cocineros de todos los tipos. “Siempre me dan ganas de hacer un programa para ir a buscar cosas por todo el Uruguay. Hubo gente que lo hizo, pero me parece que… voy al tema de la confianza de nuevo. Se necesita hacer un programa de esos con un estudio científico, porque si no termina siendo más del uruguayo. Me parece que si lo hacemos, hay que hacerlo científicamente, antropológicamente. Busquemos el origen de cómo se hace el cordero. Tiene 200 años, más no tiene, porque es desde que llegamos acá. El por qué se come así, todo tiene un por qué. Pero es un tiempo importante el que necesitás para hacerlo. Si nadie lo hace antes, yo calculo que en un par de años, cuando esté más tranquilo, va a estar bueno salir a buscar y hacerlo”.
Casi retóricamente, le pregunto si le gusta la estabilidad y me responde que sí. Y se me ocurre jugar con la idea de qué le gustaría cambiar de su vida de acá a diez años. Y Clérici responde, lisa y llanamente: “Lograr estar menos tiempo físico acá y más tiempo en el campo. Pero igual, trabajando de lo mismo. Esto es lo único que sé hacer y lo único que voy a hacer. Y me voy a morir con la bandera, seguro”.

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