La canción que nunca termina

Kenny Rogers coincidió con varias de las peores épocas de la historia uruguaya

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02 de mayo de 2020 a las 05:00

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Estamos en octubre de 1982. La situación en Uruguay era insostenible desde bastante antes y en determinado momento el país se hundió sin vuelta de hoja. En el matutino donde trabajaba hubo una noche siniestra para decenas de empleados. Los despidos fueron masivos. La notificación enviada a los damnificados era para todos la misma. Lo único que variaba era el nombre de quien quedaba en la calle. Quiso la mueca del destino, que en ese momento de la historia del país, yo tenía un problema bastante más serio, por lo que había aceptado con estoicismo la sombría posibilidad a la vista, pues era parecida en contundencia emocional a la que vivía a diario, fuera del diario. 

La noche mencionada, subí en el viejo ascensor que se detenía en el segundo piso por costumbre, y me encontré con un querido compañero, quien longevo y lúcido a más no poder vive aún (cumplió hace poco 93 años), y con el cual tuve la fortuna de compartir noches de cierre interminables, quien me dijo con voz quebrada que había sido una de las víctimas del despiadado tsunami. Estaba en pedazos. La traición es rica en sinónimos. Caminé hasta mi escritorio esperando una noticia igual, pero supe, porque el editor en jefe me llamó para decírmelo, que yo esa vez me había librado. Tampoco era para cantar victoria. Por el contrario, estaba aniquilado por la manera en que la redacción había quedado: diezmada. Hasta la fecha sigo sin saber cómo pude hacer la tarea del día. El capitalismo feroz del que sabiamente habló Juan Pablo II es de larga data. No había sido una cuestión de salvataje, sino de salvaje ánimo de lucro. Todo me pareció detestable. A las cuatro semanas me fui del país, con menos de cien dólares en el bolsillo. Faltan libros de investigación por escribir sobre el Uruguay de esa época.

A eso de la una de la madrugada salí del edificio buscando un lugar donde sentarme, respirar profundo, y de paso comer algo –alguna minuta al paso–, ya que desde la mañana no probaba bocado. Las crisis son ideales para perder peso. Creo que es lo único bueno que tienen. Enrumbé hacia un restaurante tipo boliche que quedaba en la misma cuadra, caracterizado por los chivitos de carne tierna y jugosa, la música inteligente, y el hecho de que permanecía abierto hasta la madrugada. La noche estaba espectacular, pero preferí sentarme dentro, por más que el local estaba en penumbras y costaba distinguir cuántas papas fritas llegaban en cada plato. 

Hice lo imposible –fue posible– para imaginar una vida mejor en otra parte, lo cual me serviría para pasar menos desanimado lo que restaba de la noche y los días posteriores. No tuve que esforzarme, porque lo que mejor tenía el local era la música proveniente de la casetera propiedad del dueño, un admirable melómano pop. Conversamos, tal cual lo hacíamos cada tanto, pero no le pregunté por sus gustos musicales. Preferí prestarle atención a lo que salía de los parlantes. La canción era She Believes in Me. El cantante, Kenny Rogers. El hombre con delantal había puesto en la casetera (rudimentaria incluso para los estándares de entonces), el álbum The Gambler, que transformó a Rogers en superestrella. 

Pocos quizá hoy lo recuerden, pero por entonces, comienzos de la década de 1980, el cantante que había empezado en la música country y se convirtió pronto en luminaria pop, tenía cientos de seguidores en Uruguay. La canción mencionada era una especie de himno cuando llegaba la hora de las lentas en las discotecas de turno, Lancelot, Ton Ton Metek, Zum Zum, New York New York, A Baiuca, a donde nunca fui, aunque me dijeron que también ahí la gente se apretujaba en la pista al oír la canción de Rogers (me lo contó días atrás un noctámbulo a quien consulté a los efectos de esta columna). Creo que El mar de la Tranquilidad, con su local pintado de blanco, ya había cerrado.

En medio de la guerra emocional que fueron esos tiempos de supervivencia extrema, sobre todo los del mencionado año de la “tablita”, incertidumbre (la de hoy no es tan nueva) y guerra en las Malvinas, la voz del inimitable Kenny Rogers iluminó la parte del león de aquellos ratos enemigos, trayendo destellos de una dimensión mejor a la oscura noche de ese día, y de los demás que estuvieron antes y de los que vinieron enseguida. Cuando algo tan poderoso ocurre de una vez para siempre, se hace fácil sentirse amigo de quien consigue la proeza de levantar el ánimo a los desencantados. 

Puesto que She Believes in Me es la primera canción del lado B del álbum citado, me quedé hasta que la última terminara. En la imaginación de la música, el tiempo pasa de manera no tan inhóspita. Y como la casi madrugada era joven, le pedí al interlocutor al otro lado del mostrador que pusiera el lado A, que incluye otros hoy dos clásicos, The Gambler y Wish That I Could Hurt That Way Again. Nada superior a la música cuando de viajar a una región menos maltratada del espíritu se trata. Para que el momento fuera incluso más fuera de lo común, pedí para acompañarlo un postre Chajá. Pedí otro. Creo que fue la única vez que he comido dos postres de ese tipo en la misma noche. 

Seguimos estando en Montevideo, ahora 20 años después. El tiempo pasa tan rápido, que ni tiempo da de darse cuenta. A veces nos olvidamos de su insoportable velocidad. Es una mañana helada y con niebla de agosto de 2002, sabrán dentro de dos frases de qué fecha hablo. Tomé un taxi en una esquina de Pocitos, y le pedí al conductor, tipo amabilísimo, que me llevara al edificio de El Observador en la calle Cuareim. Tenía mucho por hacer, por lo tanto debía llegar a la redacción temprano. Con voz de congoja me dijo al doblar en la próxima esquina: “el país se fue al carajo”. No sabía de qué estaba hablando, hasta que me contó lo que había pasado, lo que ya saben, porque tampoco ustedes han de haberlo olvidado. La economía se había ido a pique con nosotros encima. 

Raras veces escucho los programas periodísticos de la mañana, por la simple razón de que soy animal nocturno y las mañanas las empiezo lento lejos del mundanal ruido. Por consiguiente, lo que me estaba contando me tomó de sorpresa. La capacidad de síntesis informativa y de análisis del hombre al volante lo convertía en colega honoris causa de Néber Araujo. Sin embargo, rápido vine a saber que quien había tomado la calle Paraguay rumbo al Palacio no solo era un secreto periodista motorizado, sino asimismo un DJ de educado gusto. En su coche de patronal solo se escuchaban buenas canciones, hasta que de pronto sonó una incluso mejor. Increíble, cosa de no creer. Le pedí que subiera el volumen. Entre la penumbra emocional de la mañana se oyó She Believes in Me. Para intentar cambiar el modo sombrío de ambos, y para no hablar ya más de los dólares que se necesitarían para salvar aquel Titanic donde íbamos a bordo con la orquesta todavía tocando, dije, como si nos conociéramos de toda la vida o de una anterior: “¡Qué buen cantante que es Kenny Rogers!” “Sí, buenísimo”, respondió”.

¿Por qué en dos momentos de crisis colectiva generalizada, la misma canción y el mismo cantante estuvieron presentes? No lo sé, jamás lo sabré. Pero la historia no termina ahí. En otro período de crisis a gran escala, esta vez más inédita, universal y poderosa, como el actual, Kenny Rogers vuelve a tener protagonismo en las radios, y en las emociones y sentimientos principales que definen a la condición humana, y la mejoran. Esta vez, porque ha tocado despedirlo. Cuando la realidad necesita más que nunca de su cancionero, para que la esperanza no deje de ilusionarse y darle al corazón buenas noticias, el irremplazable cantante nacido en Houston, Texas, ha dicho que lo perdonen, pero se tenía que ir. Luego de luchar largo y tendido contra los males de la vejez, que en su caso fueron terribles, Kenny Rogers falleció días atrás, a los 81 años de edad. 

El poderío de su presencia y su repertorio –sus canciones notables se cuentan por decenas– pudo constatarse en un dato significante, apabullante. En un momento de la historia, cuando un tema de salud universal ha hecho olvidar a todos los restantes, la noticia del fallecimiento de Rogers figuró entre las noticias más leídas de la semana, ganándose un lugar en portadas de diarios estadounidenses y europeos. La enfermedad que aterroriza tuvo competencia. Ese tributo informativo a escala global fue la forma inapelable de agradecerle a quien hizo posible, con su voz inconfundible y su música inmunizada contra el tiempo, que las penas de siempre no parezcan tan infinitas. 

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